(Relato)
José Víctor González
“Dios mío, Dios mío, qué solos se
quedan los muertos...”
La Bruyere.
A po po... A po po... A po po… Así decían las gentes de mi pueblo que
sonaban los tambores, en lugar del conocido bom-bom, pero en realidad había un
tanto de error en la percepción ya que más bien, diría yo, tal sonido era
producido por ese instrumento musical conocido como la Tuba, ya que por su
forma y tamaño, producía un sórdido rumor que servía de complemento para el
resto de sonidos que formaban la melodía total, bien ejecutada por las bandas
musicales que nos visitaban.
Era costumbre del Comité de Festejos Patronales traer alguna Banda para
motivar a la gente a la alegría de nuestras fiestas, o incluso en algunas
ocasiones, venían de parte de sí mismas sin invitación y voluntariamente se
hacían presentes en la parte sur del parque central para alegrar las mañanas
después de la misa dominical, bajo la centenaria ceiba.
Y es que nací y crecí en una época en donde la alegría y la tragedia se
perseguían mutuamente, tanto podíamos estar de un lado como de otro, siendo
para nosotros aquello tan cotidiano.
En llegando el mes de diciembre, se sobrevenían uno tras otro,
acontecimientos ante los cuales uno jamás podía substraerse; siendo tan así las
cosas que ahora me mueve trasladarles un par de relatos.
Gozando todavía de cierta relativa tranquilidad, y digo relativa ya que
de repente en cualquier reunión, celebración o fiesta salían a relucir los
machetes o pistolas de algún borracho irresponsable que no respetaba vidas ni
honras, una noche cualquiera de fin año, mi hermana mayor decidió ir a bailar a
los famosos “Tabales de San Benito” Estos siempre fueron una especie de baile
popular donde se exhibía una imagen del Santo y ya fuera que te cobraran por
entrar o pagaras por canción bailada, el mismo
le servía de solaz a la gente que se preparaba para las fiestas de
navidad y año nuevo.
En una de esas ocasiones yo decidí acompañarlas, y solamente mirando me
divertía más, pues siendo apenas un doncel no bailaba; cuando de pronto decidí
abandonar la algarabía ya que sentí un poco de sueño.
La fiesta se celebraba en la salida del pueblo en casa de la Sra.
Gertrudis Aparicio y esta continuó muy animada mientras yo empecé a recorrer
las calles que a esa hora ya estaban solitarias; tras de mí quedaron las gentes
danzantes que muy alegres gozaban, mientras yo anhelaba fervientemente llegar a
casa y reposar un poco; solamente uno que otro perro callejero me encontré al
paso y el canto de los grillos me hacía compañía.... allá, arriba, las
estrellas me miraban titilantes en su lejanía.
Enfilé mis pasos por esos callejones que conducen al Mercado Municipal,
doblé al poniente y luego gire hacia la derecha nuevamente con rumbo norte,
cuando alcancé a llegar a la casa donde vivía la Sra. Mauricia Morales, por
aquel entonces trabajadora municipal (encargada general de la limpieza del
Mercado); dicha Sra. y su hija, me constaba fehacientemente, se habían quedado
en el baile antes apuntado; su casa estaba sola y su puerta que daba acceso al
interior del solar, bien cerrada; cuando de pronto sin decir agua va, de entre
esa misma puerta salió una mujer caminando (no se con cuáles pies ya que no se
los vi), pero el verla atravesar la madera sin recibir daño alguno me pareció
espectacular; era alta y toda ella era de color blanco, giró su cabeza como
para verme (no se con cuáles ojos) tal como si se sorprendiera al coincidir
conmigo en el mismo punto... No sé sinceramente quién de los dos se asustó (en
realidad no sabría decir si los fantasmas se asustan al verlo a uno de
repente); pero como cuando a una persona le preocupan otras cosas y no lo que
tiene al frente, como sin darme importancia volteó la espalda y meditabunda
siguió su camino hacia dentro del solar para finalmente perderse en la
obscuridad como una sombra entre las sombras, mientras yo, aligeré mis pies
hasta mi casa dos cuadras adelante.
A pesar de todo, jamás comenté estos hechos a nadie, pues de harto
conocía lo supersticiosa que era la gente de esa época; tampoco me dio fiebre
ni cosa por estilo, ya que algo había leído al respecto a una edad temprana y
traduje dicho acontecimiento de acuerdo a lo aprendido. Ya había yo tenido
experiencias similares anteriormente, pero haber leído un libro titulado
“Mirando al misterio” me dio una idea exacta de dichos fenómenos y me permitió
reaccionar adecuadamente ante tales circunstancias.
A pesar de todo, yo estaba un tanto arisco por aquellos hechos que en
derredor mío se suscitaban, sin saber que iba a ser sorprendido una vez más por
la vida... (¿O por la muerte...?)
Ya íbamos casi a la mitad de la década del setenta cuando muy cerca de
casa, donde de forma sencilla vivíamos como familia, falleció una agradable
ancianita muy querida por todos; dicha señora gozaba ciertamente de una buena
posición económica en la Ciudad y su deceso fue verdaderamente un
acontecimiento para el pueblo, ya que se consideraba ser la persona que mayor
edad había alcanzado en ese tiempo dentro de la comunidad.
Como dicha Sra. ya casi alcanzaba el siglo de vida, yo andaba pensando,
en mi cabecita infantil, que había personas que venían a este mundo para vivir
por siempre, mas cuando me enteré de su muerte me dije: Así que no hay
excepción, todos nacemos para un día morir... vaya...! vaya...!
La noticia corrió como pólvora encendida por todas las calles y los
“agencios” propios del velatorio no se hicieron esperar; los preparativos para
el mismo incluían la contratación de una Banda musical que acompañara semejante
circunstancia y he ahí, lo que me llamó poderosamente la atención: ¡¡¡Morir
contento...!!! ¿Qué cosas, no? Este había sido el último deseo de la fallecida
y no quedaba más remedio que cumplir. Algunos familiares y allegados se
ofrecieron para ir al Destacamento Militar más cercano y hacerse de los
servicios de la conocida Banda Regimental, que ya muy frecuentemente nos
visitaba como lo menciono renglones arriba.
El sol se ocultó en el poniente como una inmensa brasa que se apaga
lentamente, más triste que de costumbre dando paso a la obscuridad de la noche;
enseguida, el ataúd fue ubicado del lado norte de la espaciosa y aireada sala de
aquella casa señorial. Las gentes comenzaron acercándose para ver en qué podían ayudar, la
Banda también llegó muy rápido y empezó a afinar sus instrumentos en medio de
mi asombro.
De pronto, aquel ambiente lleno de dolor se inundó con las primeras
notas de una canción: “Esta noche la paso contigo” de Los Ángeles Negros. Las gentes que iban llegando se entusiasmaron y comenzaron, en voz baja,
a pedir o a sugerir algunos títulos de composiciones de moda en esa época... y
en menos de media hora los músicos se “despacharon” con varias de ellas, claro
está, complaciendo a quienes los rodeaban, tales como: “Llorarás, Llorarás”,
“Cuatro cirios”, “Grítenme piedras del campo”, “Guitarras, lloren guitarras”
(Violines lloren también); “Te vas ángel mío” (ya vas a partir); “Sufrir”.
Yo me quedé verdaderamente frío,
estupefacto, y no sabía definir si había comenzado una velación... ¡o una
fiesta!
Continuará...
José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.
José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario