(Poema)
René Ovidio González
…señalaban a sus víctimas marcándoles la cruz homicida
Poco
hablé, ciertamente, aquella tarde.
No
podía de rencor.
Mudas
las palabras rodaban al abismo ruinoso
de
miserias temporáneas.
Dioses
originarios enviáronme sus códices inveterados
repletos
de presagios.
Debía
sobrevivir para contar lo sucedido.
Relatar
aquella trágica verdad,
guardar
las muertes, nuestras muertes,
para
que no se repitieran,
para
que no pudieran ya matarnos…
Sin
yo saberlo,
invisibles
a las capuchas tenebrosas,
duendes
ancestrales pusieron un manantial de voces
en
el cauce de mi sangre plebeya.
Duendes
juguetones.
Hadas
adorables.
El
Ermitaño. La Sihuanaba y El Justo Juez.
Me
ofrecieron sus alas de cristal y sus alforjas,
sus
caites y sus sombreros de petate.
Que
huyera…
Estuve
allí:
décimo
octavo día del onceavo mes. 1982.
Testigo
y sobreviviente.
Mirando
sin ver a los verdugos deleznables.
Expuesto
a la oquedad siniestra de la Parca.
Les
faltó valor para encararme,
a
ellos, inquilinos de fortalezas decoradas
con
cráneos humanos,
llenas
de gritos y torturas;
ellos,
con pistolas y fusiles,
con
botas lustrosas y uniformes camuflados.
Estuve
allí:
al
pie de la sierra Tecapa-Chinameca.
Bajo
la fronda de aquella vieja ceiba.
Escapé
ileso pero herido.
Mi
nombre ilegible de víctima repetitiva
se
hallaba siempre en sus listados.
Ellos
tenían la guadaña sobre un pueblo asediado,
y
yo a nuestro favor una esperanza.
Yo
tenía una lucha, una batalla que librar,
un
poema acusador y universal,
tenía
un nombre, y cien y mil:
yo
me llamaba Pedro, Félix, Juan y Fidel…
Yo
había muerto otras veces.
Caía
siempre asesinado en mil matanzas.
Perros
famélicos devoraban mis cadáveres desfigurados.
Me
llevaban a pedazos volando en sus picos encorvados
las
aves carroñeras.
Madres
y abuelas me lloraban cada vez.
A
cada hijo, a cada hija, dejaba en la orfandad.
Pero
no era yo sino todos:
también
nos llamábamos Meme,
Orlando,
Leónidas, Cirilo, Jairo y Jesús…
Por
eso vengo ahora con la palabra antigua,
con
el coraje vengo
y
el batir sonoro de este caudal de sangre,
con
los ríos de mi fuego, ardiente magma,
fluyendo
hasta el recuerdo de tanto mártir nuestro,
de
cuanto caído de nosotros…
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