(Relato)
René Ovidio González
Hasta
una canción le cantaban. Díganle que no
se meta, díganle que no se meta porque a mi pueblo se le respeta. Los
estudiantes universitarios lo recibieron en las calles de San Salvador a
tomatazos y huevazos. Muchos imaginaron una entrada triunfal para él, después
de casi una década fuera del país, pero no, los cipotes de la Universidad
Nacional olfatearon la verdad. EL beso público a la bandera estadounidense,
siendo presidente de un estado “soberano”, confirmaría después aquella verdad.
La negación de la masacre del caserío El Mozote, en los tiempos de la Junta de
Gobierno de la cual era integrante, reconfirmaría la misma triste verdad. Dijo
más o menos que, siendo él, el presidente provisional y comandante general del
ejército no tenía conocimiento de ninguna masacre, que ese era otro de los
intentos propagandísticos de la guerrilla…
Este no
era el José Napoleón Duarte de 1972, al que robaron el triunfo en las
elecciones de ese año. La fórmula presidencial de la Unión Nacional Opositora
(UNO), Duarte-Ungo ganaría los comicios, pero, donde manda capitán no manda
marinero, el presidente fue escogido, como era habitual, por la oligarquía y la
cúpula militar reinante. Duarte y Ungo abandonaron el nido, y el país sería
gobernado por el soldado de turno. De este coronel se hizo una variedad de
chistes, pero el que más me hizo gracia contaba de una entrevista a la madre
del militar, la cuestionaban acerca de por qué leía el hijo tan despacio sus
discursos, y tan silabeado… Entonces la madre explicó con expresión de
inocencia y, a la vez, de culpabilidad: De haber sabido que iba a ser
presidente, lo hubiera mandado a la escuela…
El
bolado es que cuando Duarte volvió, el país estaba destartalado. Corrijo: el
país seguía destartalado. Lo había estado desde la llegada de los invasores
españoles y lo seguía estando con los modernos invasores norteamericanos. Y
Napoleón se lanzó en carrera por la guayaba, por la silla presidencial, por el
poderoso poder, creyéndose poder ser poderoso, y haciéndole creer a la gente
que hoy sí meteríamos el chuzo a los ricos, y que él, José Napoleón, se quitaba
el nombre (parte inmaterial, abstracta de su existencia, pues ya muchas partes
materiales, tangibles, le fueron seccionadas con anterioridad, unos cuantos
dedos, por ejemplo), si no cumplía las promesas. Que su gobierno no sería como
el de aquel que le robó la presidencia en 1972, que decía que no daría un paso
atrás en la reforma agraria, pero que salió en carrera abierta de retorno,
dejando hasta la guerrera con sus charreteras y condecoraciones ganadas en
ninguna guerra; y que el chabacán con quien competía por la olorosa guayaba,
era solo eso, un charlatán sin cultura, que lo único que aprendió a hacer, es a
ofenderlo a él llamándolo viejo cuto, que lo había escuchado en una radio
gritando como loco: “Lo que más le encachimba al viejo, es que yo le diga cuto”. Y que esos dedos a los que hacía
alusión ese sinvergüenza los perdió en la lucha, al ser capturado por el
ejército, cuando apoyó el golpe de estado dirigido por el coronel Benjamín
Mejía; y que los dedos se los cortaron los soldados…
¡Miren!,
gritaba Duarte mostrando los ñuñucos y con la baba deslizándosele por las
comisuras, ¡Miren mis manos! Después tocaba sus pómulos saltados: ¡Aquí me
golpeaban con las culatas de los fusiles! No quiero que mi pueblo sufra lo que
yo sufrí… Y los aplausos no tardaban. En los mitines siempre hay “hacedores de
aplausos”. Y “hacedores de vivas”. En medio de los discursos siempre alguien
rasga su garganta para hacer más emocionante aquel momento: ¡Viva Duarte! Y los
demás: ¡Viiiivaaaa! Después traslapan otra cualidad del candidato, actual o futura,
real o ficticia: ¡Viva nuestro valiente Presidente! Y los presentes:
¡Viiiivaaaa!
Otra
modalidad en las contiendas es atacar al adversario en medio de los discursos:
¡Abajo la corrupción! ¡Fuera ladrones del poder! ¡Váyanse ineptos! Y el mar de
correligionarios repitiendo: ¡Abajo! ¡Fuera! ¡Váyanse! ¡Se siente, se siente,
el pueblo está presente! ¡Con Duarte, con Duarte…! Hasta que el orador, en este
caso Napoleón Duarte, se ponía listo y mandaba a hacer silencio para proseguir
su discurso, antes de que los agitados seguidores se equivocaran por la
excitación del momento y complementaran la frase con la otra necesaria: aunque
no me harte.
Hay que
decirlo. El ingeniero José Napoleón Duarte era un tremendo orador. Orbelinda y
yo, asistimos por curiosidad al famoso mitin. Ella apenas cumpliría diecinueve
años el mes en que se realizaría la elección. Yo estaba unos años mayor. Ambos
queríamos conocer al famoso líder, en persona, de cerca. La multitud era
grande. Y el calor sofocante. Duarte hablaba, hablaba, hablaba. Y gesticulaba,
gesticulaba, gesticulaba. De repente mi curiosidad se fue transformando en
simpatía, en admiración, ¡hablaba tan bien ese gordo! Los ojos azules le
brillaban bajo los párpados agobiados, a ratos perdía el grueso de su voz y
quedaba colgando de un hilillo, pero se recuperaba, la transpiración le mojaba
su camisa verde, babeaba, movía sus brazos, aplausos, aplausos y vivas. El
pueblo le creía. Todos creíamos un poquito…
Cuando
bajó de la tarima, la multitud se abalanzó sobre él para saludarlo. Fue cuando
yo recordé al Chele Ávila. El Chele Ávila fue por mucho tiempo el compañero de
Aniceto Porsisoca, en la televisión y en programas radiales. Programas de humor
que me gustaban mucho, por la calidad interpretativa de los comediantes. Aunque
en aquella época no habría sabido explicar el porqué. Cierta vez, Aniceto
colocó una bolsa con harina sobre el dintel de una puerta cerrada, de manera
que al abrir esa puerta, la harina se derramaría sobre el atrevido. Aniceto
advertía al Chele, “No la abrás Chele”. El Chele necio por la curiosidad de
saber. “La curiosidad mató al gato, Chele”. El Chele de testarudo. “Bueno, ahí
ve vos, Chele”. El Chele que abre la puerta y ¡plos!, quedó más chele de lo que
solía ser. Aniceto, con la cebadera, teniéndose el estómago de la risa: “Yo te
lo dije Chele, te lo dije”.
Lo que
sucede es que el Chele Ávila era como la voz gemela de Duarte. En el 72 le
contrataron para que, en la radio, le imitara. “Si miento”, decía el Chele
emulando al candidato opositor, “Si miento, que se derrumbe esta tarima”. De
inmediato se escuchaba el efecto radiofónico de un derrumbe de tarima, y los
quejidos de Duarte, personificado por el Chele. Aquello era una genialidad. No
había discusión: Duarte mentía…
Aun
así, la gente quería saludarlo. Se detuvo entre el gentío. Abrazaba a la gente.
Estrechaba las manos extendidas que lo buscaban con avidez. Orbelinda se coló
entre la muchedumbre, y yo tras ella, se me escapaba, intentaba detenerla pero
se escurría sin que yo pudiera evitarlo. Al fin estuvo cerca del líder
democristiano. Duarte, que ya iniciaba la retirada, se detuvo. Alargó su brazo
y estrechó la mano delicada de aquella jovencita de diecinueve años, de ojos
amarillos y cabello castaño, que se acercaba entre el remolino de
simpatizantes. Duarte sonrió de una manera impecable, ahora sabía con seguridad
que ganaría las elecciones, no porque los gringos se lo hubieran prometido. Ni
porque la Fuerza Armada pactara con él, sino porque sí, ganaría, así como
triunfó en 1972.
Me miró
con una mirada fugaz. Esperaba quizás mi saludo, pero mi instinto me detuvo. Y
deteniéndome me rebelaba a la realidad futura. En mis oídos percibí una tonada
familiar pero con la letra modificada: Díganle
que no se meta, díganle que no se
meta, porque aquí le romperán la jeta. No era la orquesta Zúniga, era el
grupo Cutumay Camones. Luego
oí con claridad estereofónica los
alaridos de la plebe: ¡Con Duarte aunque
no me harte! ¡Con Duarte aunque no me harte! La alegría de los cuscatlecos
no duraría mucho con el gobierno verde del ingeniero…
A
escasos metros del candidato esperé a Orbelinda. La esperé para enfrentar
juntos la tragedia que sobrevendría en el transcurso de los tiempos presentes
que empezaríamos a vivir, siendo José Napoleón Duarte presidente de El
Salvador.
Fotografía del libro Historia de El
Salvador, Tomo II, 1994. MINED.
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