(Relato)
René Ovidio González
Yo estudié en La Catorce. Mi familia vivía
a unos cuantos pasos, cruzando la calle, de la entrada norte. Un inmenso portón
de madera se abría temprano de la mañana para recibir a los chicos. No había
chicas: era la Escuela de Varones “14 de Diciembre de 1948”. Esta fecha
rememoraba lo que en tiempos pasados y presentes fue y sigue siendo una
práctica común, un golpe de estado comandado por un tal Oscar Osorio, coronel
del ejército que se convirtió así en hombre fuerte del gobierno.
En 1966 inicié mis novedosos afanes
escolásticos. Tuve suerte. A muchos años de distancia paso revista mentalmente a
lo acaecido, y me siento privilegiado. Berta Alicia Amaya, maestra especialista
en enseñanza de lecto-escritura hizo mi bautizo como estudiante. Era una maestra
dedicada y muy cariñosa. En pocas semanas yo descubría un nuevo mundo, no el
invadido por Colón, sino uno nuevo de verdad: el de las palabras escritas,
palabras danzantes y felices coqueteando frente a mis ojos.
Un día yo dibujaba un precioso gato que
había sido colocado en la pizarra. Otra profesora llegó y al percatarse de la
fidelidad de mi dibujo se lo hizo notar a la señorita Amaya. Mi maestra con satisfacción
imposible de ocultar le expresó: “Este niño es mi artista”. En cierta oportunidad mi papá y mi mamá conspiraron en
mi contra: me pidieron le llevara flores a mi mentora en ocasión del día del
Maestro. Yo empecé a llorar, pues eso era, desde mi cabecita de niño pobre,
bastante incómodo para mí. Entonces apareció don Jorge Vargas Arévalo, el
director, salió a mi encuentro y me animó con mentirillas a llegar adonde se
encontraba la sonriente maestra.
Tanta historia guardada y en peligro de
extinción, pues nos hacemos viejos cada vez y nos morimos con los recuerdos
atados al ataúd. Una magnífica maestra me impartió clases después. Hablo de la
joven Sonia del Carmen Bran, en tercer grado ─Es
extraño: de segundo grado no tengo memoria alguna, ¡vaya usted a saber por qué!─.
El recuerdo que vive en mí es el de una muchacha hermosa, amable, pulcra en su
forma de vestir, usaba sus medias siempre, sus zapatos de tacón alto, sus
labios rojos por el lápiz labial… Cuando ella bebía el agua de un impecable
vaso de vidrio, sus labios quedaban delineados en la orilla del vaso, y a
hurtadillas yo con mi inclinación hacia el arte de pintar, auscultaba las
líneas, las luces y sombras de aquellos labios sellados en el vidrio…
La Catorce, como todos la llamábamos, era
un emporio de grandes mentores, de su fama de entonces, por la calidad de
enseñanza impartida, nadie se atrevería a dudar. Estaba ya en cuarto grado. Fue
por aquellos días que con alegría conocí a un Ministro de Educación y que
después supe era un buen escritor: Walter Béneke. Fachito Méndez, mi compañero,
llegó a mi casa dando muestras de cansancio por la carrera que llevaba, por el
esfuerzo: “Manda decir don Amílcar que te presentés a la escuela…” Don Amílcar ─Víctor
Amílcar Velásquez─, era nuestro profesor. Inolvidable persona. Él quería
que yo estuviera durante la visita del Ministro, pues yo ese día no asistí a
clases. Don Amílcar me brindó esa oportunidad: conocer no solo a un Ministro,
sino al primer escritor del que yo tendría noticias. Transcurridos los años me
topé con obras suyas: Funeral home, El paraíso de los imprudentes… El Sr.
Béneke fue asesinado tiempo después, igual que don Jorge Vargas Arévalo, arrastrado
por la ola de violencia que desde siempre abate a esta nación.
Desde luego, la violencia es una
predisposición innata en el ser humano. Mario Torres era mi compañero de
estudios. Había entre nosotros otro chico de apellido Joya. Perdónese el olvido,
pero no he podido dar con su nombre a pesar de que era alguien muy llevadero,
amistoso. Esa vez vi a Joya que se inclinaba hacia adelante, y vi luego chorros
de sangre que corrían por su rostro, cayendo en cascada sobre sus ropas…Es que
venía de un altercado con Torres. El último sacó de su bolsillo una gillette y con ella había propinado la herida
en la frente a su condiscípulo. Por la habilidad de Joya al evadir el navajazo,
este solo fue superficial. Mario Torres fue reprendido como correspondía.
En ese año sucedió la mal llamada “Guerra
del fútbol”. Pusieron a pelear como gallitos chingueros a dos pueblos hermanos,
todo por sacar ventajas políticas y económicas. Esa desdichada guerra que
afectó a salvadoreños y a hondureños nada tuvo que ver con el fútbol, ni con El
pájaro Picón. A propósito, la música de entonces estaba exenta de chabacanadas.
Las canciones de moda eran: La pareja
y el famoso porro de Pedrito lindo.
Lamentablemente este espacio es demasiado
limitado para relatar todos los sucesos que todavía pululan en los vericuetos
de los caminos cerebrales, relativos al cuarto grado de don Amílcar, y también
al quinto grado de la excelente doña Mary, o al sexto grado de don Beto, a
quien considero un héroe personal.
Estábamos ya en 1970. Ese año, el 13 de
junio, abandonó el mundo de los vivos Alfredo Pineda Alemán, mi abuelo materno.
La clase de la maestra María de los Ángeles Flores ─doña
Mary─, había impuesto una cuota de diez centavos cada
semana para fondos del grado. El recaudador era el compañero José Ildefonso
Cruz. Cuando Foncho se detuvo junto a mi pupitre, ella le hizo una señal de
“Sigue. No tiene dinero, su proveedor ha muerto”.
Una vez, doña Mary se ausentó durante unos
minutos del salón de clases. Foncho era el estudiante de mayor edad en el
grado, y el muy pícaro, se percató de un libro que la profesora dejó sobre su
escritorio. Lo abrió y sus ojos se iluminaron, emitió un gritito que a todos
nos dejó en suspenso, nos abocamos en derredor y ¡vaya!, era un libro de
posiciones sexuales, lo que según mi entender llaman Kamasutra. No era vulgar pornografía, simplemente era un libro con
un punto de vista científico…La pasábamos de maravilla, nos divertíamos. Foncho
era el más exaltado…
De pronto, ante el terror de todos, la
profesora entró por aquella puerta traicionera, que no avisó de su presencia.
“¿Y a ustedes quién los autorizó a que vean ese libro? A ver, ¿quién fue el
inventor?” Todos volvimos la vista al pícaro mayor, a Foncho. La maestra avanzó queriendo disimular una
sonrisa y tratando de mostrar enojo. Arrebató el libro a Foncho, le miró de
frente y dijo: “Tú ya eres mayorcito, ¿quieres llevarlo y echarle una ojeada?”
Foncho no hallaba qué responder. “Llévatelo y lo lees”, dijo ella. Nosotros
bien calladitos nos hacíamos los suizos en nuestros asientos.
El suceso del año fue el torneo de fútbol
mundial en México. En esta competencia universal participó el más destacado deportista
local, deportista insuperable hasta hoy día. Es natural que estuviéramos
felices por el acontecimiento. Aunque sufrimos tres derrotas al hilo frente a
Bélgica, a la Unión Soviética (Rusia) y al equipo anfitrión.
Pienso que se va comprendiendo por qué al
principio de este relato, acerca de la Escuela de Varones “14 de Diciembre de
1948”, yo dije: “Tuve suerte” o “me siento privilegiado”…
Llegamos a sexto grado. Por años el
docente calificado para este grado fue don Facho ─Eufrasio
Méndez─, era muy persuasiva la temida Carrera del mono aplicada por don Facho a los escolares
infractores. Pero por algún motivo jamás explicado, se nos asignó a don Beto ─Herbert
Gilberto Flores Joya─. Con don Beto hicimos excursiones fantásticas.
Visitamos un apiario en una finca de la sierra, jugamos fútbol allá arriba. El
viaje lo hicimos a pie, sirviéndonos de guía Carlos Orlando Arguera, estudiante
conocedor de territorio y atajos serranos. Eran épocas cuando no había
tropiezos por las calles de El Salvador, uno podía ir y venir sin contratiempos
ni peligros.
“Ve a mi casa”, me decía don Beto. “Dile a
Nohemí que vas de mi parte”. La familia de mi maestro vivía a media cuadra del
entonces Telégrafo. Esquina contigua a la tienda de don Roberto Lozano, es decir,
a unas tres cuadras de La Catorce, buscando al oriente. Yo llegaba y repetía al
pie de la letra el mensaje: “Vengo de parte de don Beto”. La señora, que
también era profesora, me invitaba a pasar: “Espera un momento”. Buscaba por
allí y luego me entregaba un corte para pantalón, o una camisa, o zapatos…
¡Carajo!, yo regresaba feliz con aquel tesoro a dar la buena nueva a mi casa.
Cierta vez llegaron unos señores de
camisas mangas largas y corbatas. Entraron unos minutos al grado de don Beto,
se identificaron como funcionarios del Ministerio de Educación. Preguntaron
quiénes de nosotros estudiaríamos el séptimo grado. Solo yo no levanté la mano.
Ellos tomaron nota y se marcharon. A los toques de campana para el recreo, don
Beto se acercó a mí: “Quédate un momento”, dijo. Me quedé y él me interrogó: “¿Por
qué no levantaste la mano? ¿No vas a estudiar? Dile a tu papá que yo te voy a
dar los libros de TVE, te voy a dar el uniforme…” y remachando su ofrecimiento:
“¡Tú no puedes dejar de estudiar, sería un desperdicio!”
Se avecinaba el año 1972 y había que pasar
a lo que recién se denominaba “Plan Básico”, dirigido por otro maestro de
maestros: don José Napoleón Martínez. Plan Básico que cambió su nombre a “Tercer
Ciclo de Educación Básica”, y que optó por un apodo conveniente: “Roberto
Edmundo Canessa”, en recuerdo de un excanciller de la República y también
excandidato presidencial, asesinado antes de tiempo.
Don Beto cumplió a cabalidad su
ofrecimiento. Tal vez hoy ya no lo recuerde, ¿habrá ayudado a muchos de la misma
forma que a mí? No lo sé, pero intuyo que así fue. Él para mí es un héroe que
me abrió las puertas a un futuro digno y honrado. Él me dio el impulso que yo
necesitaba. ¿Habrá maestros de esa misma estirpe hoy día? Es probable. O tal vez
no, pues es muy difícil alcanzar ese estadio. ¿Habrá centros educativos con el nivel
académico y la eficiencia de La Catorce de los años sesenta y setenta? Esa es
la pregunta del millón. Esta es la historia. Esta es mi historia y la de muchos
que con orgullo sano decimos y diremos: “Yo estudié en La Catorce”. La Catorce de don Jorge, la de don Facho, la
de don Amílcar, la de don Beto, la de grandes maestras: Berta Alicia, Sonia del
Carmen, María de los Ángeles... Esta es una historia que no morirá ni aunque la
maten.
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