(Relato)
René Ovidio González
Nos reuniríamos en aquella casona antigua que
estaba por La Fuente, al rumbo por donde sale el sol, pasando la calle. El
compañero que me avisó del encuentro pidió estricta discreción al respecto.
«Viene Jehová Márquez Lizama», me informó con aires de misterio. ¿Qué clase de
dirigente era aquel que debíamos cuidar celosamente? ¿Quién sería ese Jehová mentado?
¿Su distintivo de deidad suprema era real o ficticio?
La estampa del joven que
entró saludando a medio mundo igual si saludara a viejos conocidos está nítida
en mi memoria. Tomó asiento frente a nosotros, cinco o seis asistentes,
estudiantes todos de bachillerato. Antes, había sacado su arma: metió su mano
bajo la camisa que andaba por fuera, en un movimiento rápido y seguro, ensayado
quizás, y puso la nueve milímetros en la mesita de enfrente.
Por su aspecto de muchacho muy bien tratado,
nadie hubiera tenido asomos siquiera de imaginar lo que él era. No sé si a
estas alturas del tiempo transcurrido yo altere sin intención las percepciones
vividas, pero puedo asegurar que lo vi pasadito de libras. ¿Y este gordito es
guerrillero?, pensé. Las dudas brotaban de los ímpetus de mi entender
impaciente.
«Soy Jehová, supongo les habrán informado»,
dijo de romplón. Y prosiguió aclarando detalles.
Explicó la coyuntura social y política del
país. Criticó la injerencia descarada y siniestra de los yanquis. Y defendió el
derecho de organización de la gente. En breves momentos yo advertí su
desarrollo intelectual y su audacia. Mientras él hablaba, y para sorpresa
unánime, en la emisora La voz del litoral
comenzó a oírse aquella canción de Los de Palacagüina:
La tumba del guerrillero
dónde, dónde, dónde está.
Su madre está preguntando, nadie le responderá.
La tumba del guerrillero dónde, dónde, dónde está.
El pueblo está preguntando, algún día lo sabrá…
«Esa va para nosotros», dijo Jehová
sonriendo. «Qué a propósito de la reunión, ¿no les parece?»
Se despidió, argumentando que tenía otra
obligación trascendente. Tomó el arma, la colocó en su sitio y se marchó.
Nosotros dimos continuidad a la sesión…
Años después yo había de recordar aquellos
tiempos pretéritos, cuando una noche al escuchar la radio de los rebeldes supe
la nefasta noticia. La radio daba a luz un parte de guerra de la Comandancia
General, en el que evocaban a combatientes caídos en las últimas batallas
contra el ejército de la dictadura. La voz pastosa del locutor detonaba sin
prisas las palabras, lastimadas pero firmes. Leía nombres de pila y seudónimos:
«Compañero Jehová Márquez Lizama, comandante
Cirilo: ¡Hasta la victoria siempre!»
Desde entonces yo busqué la canción de los
músicos nicaragüenses para guardar ahí el recuerdo. Ahora, cuando el tiempo
inexorable empieza a teñir de blancura mi ideario, surge la sinfonía de
imágenes, brota de los ríos inagotables de la memoria y se conjuga en el aire
añejo de aquella casona antigua, que ya no es. Y al cobijo de las ceibas
ancestrales y por las calles inveteradas del pintoresco barrio retoñan las
notas musicales, los ritmos, los ecos que desde el ayer, el hoy, y el siempre
escoltarán al compañero Jehová, o Cirilo, comandante insurgente…
La tumba del guerrillero dónde, dónde, dónde está.
Su madre está preguntando, nadie le responderá…
La tumba del guerrillero dónde, dónde, dónde está.
El pueblo está preguntando, algún día lo sabrá…
Uno no muere por completo mientras haya
alguien que lo recuerde. Honor a los héroes de esta tierra.
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