(Cuento)
Omar
Gabrielí
Continuación...
Contaba ya con edad para
afligirse, heredero de una tradición, heredero de una gran pobreza, su espigado
cuerpo comenzaba a ceder a los años, la ropa raída reflejaba su olvido, el
ancho sombrero cubría su sueño y la enmohecida pistola en su cintura le
aseguraba nuevas aventuras.
─Don César, ¿qué tal?, ¿cómo
le va?, ¿qué ha hecho?
─Pues no más pasándola,
“orita” voy a traer unas balas de plata que tengo en el molde, no me tardo…
─¿Balas de plata? Don César,
por favor…
─Sí pues no más que solo las
uso yo, ¿ve esta 45 y esta 3.57?, para ellas son; también hago para este checo,
son especiales, solo yo les sé el truco, con otro no funcionan; tengo
suficiente arma y munición. Es que estoy pensando ir a tirar al cerro, sssííí
mi amigooo estoy pensando ir a tirar…
Cualquiera que hubiera oído
dijera que aquel hombre tenía un buen arsenal escondido.
─Siempre quise saber si había
buena caza en ese cerrro y una noche jui, y por poco vengo chupaíto…
Las gentes se agrupaban en
derredor. El semblante variado de los que gustaban de sus narraciones era para
reírse todo el día y parte de la noche, algunos hasta goteaban baba.
─En llegando a “San Jerónimo” avisté veloz venado
como nunca había visto correr un diablo de esos… ─todos se
rieron─.
Si se riyen no les cuento nada ─todos
callaron─
. Saqué mi fusil que siempre llevo cargado, me apoyé en una rama que hacía
horqueta y apunté, el frío me hacía temblar, la oscuridá lo cubría todo, solo
vi brillar los dos ojos en medio del matocho y ¡pum!, la bala entre ceja y
ceja… ─el
Diablo rio por sí mismo─
, no era venado el que maté ─prosiguió─.
¡Maté un caballo!
La sonora carcajada que
inundó el ambiente llegó muy lejos. Aún reían cuando continuó:
─Seguí caminando y ladeando
la finca “La Bélgica” subí con mi peruana hasta la misma silla de la piedra
“encadenada”, póngase a pensar usté. Bala por aquí, bala por allá, era una
amenaza para los animales monteses, todos huían ante mi presencia; de repente
siento un frío y algo me eriza los vellos: ¡el cadejo! Le puse el sombrero. Por
suerte era el blanco, si hubiera sido el negro me lleva tu agüela…
─La suya don César…
─Me subí a
la piedra y quise ver el pueblo: todo dormía, pero no veía la torre del reló;
alcancé a ver el campanario de la iglesia. Ah, me dije, ya sé porqué no veo el
reló, el ceibo del parque lo tapa. Juentonces cuando lancé la mirada hacia el
“pueblón”: la una de la mañana, ese reló sí se mira desde lejos…
Quién
sabe de dónde pero al parecer aquel hombre tenía una gran cultura, una
templanza en asuntos donde se requiere entereza, una sabiduría de quien se las
puede todas y una actitud visionaria apta como para predecir los subsiguientes
acontecimientos de la vida de nuestra patria, o más bien de lo que queda de
ella.
Su pasmosa habilidad para
narrar los hechos le hacía semejarse a un cuentista, su capacidad para
alterarlos sobrepasaba la mente más febril de algunos periodistas, su
dramatismo era tal que cualquiera diría era cantor o poeta, su seriedad, su
estilo, no desdecían en nada el asunto de su historia, la cual había de creerse
a pie juntillas. Su presencia era motivo de celebración. Los velorios se
animaban, los mollejones agarraban más calor, las visitas a sus “viejos amigos”
tenían un tinte de alegría, de algo nuevo que contar.
─Esa noche ─siguió
el cuento─
me tiré por el otro lado, me vine por El Nanzal y mi peruana más que correr
volaba por aquellas veredas que van a dar al cementerio, pues yo quería salir
exactamente a tres cuadras de mi vivienda; era muy de madrugada y se vino una
tormenta, “jinqué” con l’espuela a mi yegua, había jurado no mojarme y el corte
del’agua me traía cerca desde el cantón: yo que’ntro a mi casa y la lluvia que
cae. ¿Me cree? Mi yegua se mojó no más la punta de la cola…
¡Ah, don César!, ahora se
convierte en una sombra, en un recuerdo. Quería hacer creer que tenía una
bestia al estilo Doctor Fausto o al más no haber como la de Don Quijote. Nadie
supo valorar sus cualidades ─según
su decir─,
él esperaba que lo condecoraran con el título de “Hijo Meritísimo”, “Gran
Parquero”, “Guardafuente”, o por lo menos “Excelentísimo Cuidandero de la
Piscina Abandonada”.
Quizás tenía razón, de
haberlo descubierto antes tal vez hubiera llegado a ser Presidente de la
República, pues para eso en su tiempo no se necesitaba mucho o al más no poder,
un buen Alcalde Municipal.
¿Que por qué le decían
“Diablo”?
En
septiembre 25 y octubre 2 de 1988, las páginas dominicales de un periódico de
circulación nacional contaron la historia de César Diablo, el personaje “de
espigado cuerpo, cara alargada, y una rapidez al hablar y caminar”, que
“haciendo uno y mil gestos, narraba, las más extraordinarias historietas…”
Algunos
aprovecharon la coyuntura para opinar. Quienes lo conocían y tuvieron la
oportunidad de escuchar sus pasadas, se inclinaron a que el mencionado estaba
muy bien retratado, que no había vuelta de hoja, ese era don César; y
destacaron las potencialidades del escritor: un narrador cuyo nombre sonaba a
música nueva en los oídos: Omar Gabrielí. Los menos informados, aquellos con
escasos argumentos de carácter literario, que para no perder descargaron
baterías contra el misterioso cuentista,
opinaron que para publicar aquellos cuentos debía solicitarse un permiso especial al
susodicho personaje. Esto último fue aniquilado por el mismo don César, al
expresar con toda la seriedad del mundo en referencia a las publicaciones: “…yo le hubiera dado (al escritor) material
en paleta, de haber venido a hablar conmigo antes de escribirlo (el cuento)…”
En septiembre
y octubre de aquel año, todo El Salvador debió leer su historia. Las pasadas de
César Diablo quedaron impresas en dos entregas que publicó el periódico, cada
una ocupó media página literaria. ¿Cuántos elénicos, coterráneos de don César y
de su biógrafo prístino, un tal Omar Gabrielí, conservan todavía en la memoria
aquellas páginas?
(Nota del Administrador)
Omar Gabrielí es colaborador de La piedra encadenada.
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