viernes, 20 de mayo de 2016

El tío José Ángel

 

                     (Cuento)
                      René Ovidio González

                 Orbelinda y yo lo vimos por última vez postrado en una cama de hospital. Gemía agobiado por el dolor, parecía extenuado y moribundo en la lobreguez de aquella sala. El tío José Ángel fue algo similar a un eterno mito: fue el actor principal de un exclusivo y tormentoso drama familiar. Como en cuentos de hadas, mi madre nos ha hablado de él casi igual que de un legendario personaje: “Cuando mi mamá agonizaba Changue estaba de unos diez años, muriéndose la viejita pedía a señas que le acercara al cipote, y el niño así, colochito, le tenía miedo: No, me decía, es que se está muriendo… Cuando quise agarrarlo, se jaló y salió corriendo…”
          Su infancia, nada prosaica, podría sintetizarse en un vaho de recuerdos somnolientos de audacia y aventura; muchacho que con sutileza quiso desentrañar cotidianamente, a base de un empuje admirable el laberinto cenagoso de su vida. De mediana estatura, fuerte complexión, barbilampiño y cabello rizado (lo que le valió el mote de “colocho”), se resignó con entereza a su nomadismo vitalicio.
          Muy joven, repudió el claustro y la dependencia. Prefirió dar rienda suelta a su genuino e intransigente instinto de forastero a lo largo y ancho de su patria. Su fanático temperamento hastiado de la indigencia crónica de su estirpe, buscó la noble tropa de hombres y mujeres de las haciendas y sitios de trabajo, sobre todo en la costa calurosa junto a los manglares, en obrajes, o en medio de las zarzas en los llanos cultivados. En el laberinto de su aventurero porvenir sentía él un leve pero avasallador deseo que le argüía a regresar.
          A veces recordaba con tinte jocoso anécdotas de su mocedad, para el caso la versión de cuando le quitaron un pedacito del dedo índice: “Los dos cipotes, el chele Oscar y yo, estábamos en la quebrada peleando por un pedazo de caña; acordamos cortarlo por la mitad, y para que no me hiciera jarana, le digo: ¡Aquí! Yo que señalo donde debía cortar y ¡zas!, el chele que pega el machetazo… ¡Ay, me jodiste! grité yo; ya el chele iba en guinda habiendo dejado hasta el machete, afortunadamente aquello no pasó a más…”
          Una y otra vez los impulsos movían su conciencia: pensaba seriamente en regresar. Sin embargo, el amor propio minaba su vulnerable inquietud de volver hacia la tierra de donde él un día partió a instancias de un funesto suceso familiar. Exacerbado el tío “Changue”, en aquella ocasión, manifestó que jamás regresaría con los suyos. De no haber sido por la mortal enfermedad de seguro habría cumplido su promesa. En adelante su agitada vida no le deparaba más que tribulaciones.
          Tiempo antes a su enfermedad, afanosamente veía yo las fotografías del tío ausente: una de uniforme cuando estuvo en Ilopango, parado con su equipo de soldado, otra de medio cuerpo, fotografía ésta última que mi madre guardaba cual si fuera reliquia histórica. Estaba joven entonces, a lo sumo dieciocho años; ella lo pintaba siempre audaz, muy simpático, plagado de vivencias; y como el único hijo que evadió admirablemente el rigor del anciano padre. Era tal vez el destino que como guasón vagabundo se asomaba a su existencia.
          El último año −año de su deceso−y tras prolongada crisis de salud, eventualmente salía del pueblo, visitaba a sus hijos, iba donde la tía Colacha, o simplemente rondaba por lugares conocidos; allá conseguía unas veces pescado seco, otras cangrejos, naranjas o guineos; es que él siempre cargaba algo para mi madre. En San Miguel, los médicos le habían pronosticado “un año de vida nada más”. La predicción resultó verdaderamente asombrosa…
          El domingo que Orbelinda y yo le visitamos en el hospital, vimos sus ojos macilentos; vimos su cuerpo exangüe, y definitivamente se retrataba en él la angustia de la muerte. Recordó, fingiendo una sonrisa, a la tropa alegre y bullanguera de las haciendas. Habló de los lúgubres manglares en los esteros, del avance silente y perezoso de las canoas. Pensaba en los latifundios que consumieron sin misericordia su sudor de años y años, en la hojarasca con olor a verano, a sol ardiente de la costa. Mencionó a las gentes de antaño, de su pueblo; pueblo que él abandonó, pero al cual ahora quería regresar.
          Yo he sufrido desde pequeño, hijos, decía entre gemido y gemido apretando con sus manos la parte dolorida del abdomen. Ustedes han vivido una vida diferente, más tranquila; y los hijos de ustedes van a vivir mejor todavía… Cuiden la niña, edúquenla bien (se refería a nuestra pequeña Evelin pues Claribel no nacía aún), cuídenla y cuéntenle de mí cuando crezca, porque yo ya me voy a morir, sobrino…
          La tierra connivente y generosa lo recibió pródiga en afabilidad, tibia y discreta; su cuerpo huraño y huidizo, quedó allí cubierto y escondido, cerrándose la última página del libro de una vida azarosa, pero virtuosa y honrada.


En la fotografía: José Ángel González en la base aérea de Ilopango. La foto pudo ser tomada en el año 1959.


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