(Historia)
René Ovidio González
Era
octubre de 1967, cursaba yo el segundo grado.
Para mí sigue siendo un misterio inextricable cómo llegó a mis manos
aquel periódico. Un diario de
circulación nacional. Fue así que descubrí la noticia: había muerto el Che. La
información contaba ─palabras
más, palabras menos─
que “el terrorista argentino-cubano Ernesto Che Guevara fue muerto en combate
por el ejército boliviano…”
Desconocido
para mí aquel personaje, leí una y otra vez la noticia, examiné con detención
la fotografía, una fotografía del Che con mirada baja y en la que destacaba la
boina en su cabeza, y al hacerlo comprendí que algo no encajaba. En aquel
momento la idea de “terrorista” que yo debía manejar sería terriblemente vaga,
estrecha, inexacta. Aquel rostro, no obstante, no podía ser el de un
terrorista. El de la mirada baja parecía ser un buen hombre, y ciertamente era un
buen hombre. El periódico que lo
etiquetaba con ese mote mentía. Eran los verdaderos terroristas quienes
calificaban al Che sin ningún pudor.
Corroboré,
con el transcurso de los años, que mi apreciación de niño era correcta. Que no
había equivocación. Investigué mucho, leí más. La vida del médico guerrillero
se presentó, desde su nacimiento en Rosario, Argentina, sus viajes por diversos
países, su incorporación a la lucha de liberación de Cuba, su gran propósito de
dignificar a los pueblos oprimidos de Latinoamérica y el mundo, en fin, su
férreo antiimperialismo.
El
retrato que yo tengo en mente de Ernesto Guevara de la Serna, es el de un
auténtico ser humano, un muchacho excepcional, un heroico ciudadano del mundo.
Un hombre singular de accionar congruente con sus ideas, las que desarrolla
ampliamente en sus múltiples escritos. Tal
vez por eso mismo Fidel indica que cuando los cubanos digan cómo desean que se
eduquen sus niños, deben decir sin vacilación que quieren que se eduquen en el
espíritu del Che.
Siempre
tuve la seguridad de que algún día visitaría el cementerio donde reposaran los
restos de ese patriota latinoamericano,
y vaya que la vida sí es cosa grande: un día, mejor dicho dos días continuos,
visité el Mausoleo y Memorial del Che en Santa Clara, ciudad del centro de
Cuba. Estar a un metro del nicho donde duerme eternamente el Comandante, muy
cerca de donde también descansa su tropa, sus compañeros de gesta, es algo que
no se puede estampar en solo palabras…
Una amiga santiaguera ─Adela
es su nombre, residente en Santa Clara desde pequeña─,
me narró detalles de cuando llevaron los restos del Che de La Habana hasta el
Mausoleo en esta ciudad: “Toda la gente estaba en la calle esperándolo, no se
podía ni caminar, no cabía más nadie, aquello era conmovedor: ¡todos lloraban!
Mira que traían al Che, y ya tú sabes…”
Por
esos antecedentes he escrito dos poemas en memoria del Jefe Rebelde. Al primero
lo titulé Che Guevara, y al otro Un hombre, en alusión a una frase ─leyenda
o realidad, no lo sé─
atribuida al Che y expresada a la hora que el asesino entró al salón de escuela
rural donde él permanecía prisionero. Al vacilar el verdugo, y sabiendo el Che
a lo que iba, dicen que le dijo: “Dispara, cobarde, vas a matar a un hombre.”
Fotografía
tomada por René Ovidio González: Memorial del Che en Santa Clara, Cuba.
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