(Relato)
José Víctor González
José Víctor González
“El que entre aquí vencedor será, el
que mate al dragón el escudo ganará”
Edgar
Allan Poe
Fue desde
niño que siempre evité pasar por aquel sector de la ciudad (y creo que la
mayoría de la gente lo hacía). Yo me regía únicamente por la costumbre del
instinto general, pero a decir verdad, jamás escuché a nadie aconsejar, ni tan
siquiera sugerir que tal cosa se debía hacer así: Lo que la gente sabía era que
mientras pudiera y no fuera tan imperante pasar por ahí, lo mejor era soslayar
el camino.
Siempre que
a temprana edad me fui llorando detrás de mi Madre, cuando a buenas cinco de la
mañana se levantaba para ir a comprar el famoso “Pan de papa”, sabroso pan
francés horneado por don Miguel Flores en su panadería del barrio Analco
evadíamos recorrer tal calle, ubicada en el centro del pueblo, rodeando la
antigua “Comandancia Local”, que por esa época ocupaba la casa de la esquina,
donde vivía don Margarito junto a su familia.
Enquistado
en el mismísimo subconsciente, por alguna razón hasta entonces desconocida para
mí, el miedo hacia torcer los pasos de la población cuando por azares de la
vida tenían que pasar demasiado cerca del lugar.
Una extraña
fuerza les repelía en las cercanías de la solitaria callejuela, y una poderosa
impresión que emanaba de las gigantescas paredes hacían presagiar lo peor; así
que lo mejor era evitarse de voltear la mirada. Sin embargo, muy a pesar de lo
que arriba escribo, siempre hay algunos que haciendo “de tripas corazón”
afirmaban el haberse aventurado al interior del armatoste de casa y relatando
cosas muy espeluznantes, le ponían a uno “la piel de gallina”.
En lo
particular puedo decirles que cuando crecí un poco, también crecieron mis dudas
y mis traumas, me llené de varias preguntas que nadie deseaba responder.
¿Qué
insondable misterio encerraba el viejo edificio? ¿Por qué la gente no quería
pasar tan cerca del mismo? ¿Vivían personas en la tétrica mansión? ¿Por qué
aparentaba ser siempre una casa vacía? ¿Era real todo lo que se tejía alrededor
de la casa o sólo era producto de una febril imaginación?....
Algunos que
espiaban por encima de los trascorrales de las casas vecinas afirmaban haber
visto “cosas” dentro de la misma. ¿Cosas? ¿Como cuáles? Yo me pregunto y les
pregunto a ustedes mis estimados lectores: ¿No sería que a la gente le gustaba
mucho el “chisme”?...
Sí, llegó el
momento en el cual, enterándome que la casa estaba efectivamente habitada por
dos personas me llamó más la curiosidad aun cuando desde lejos se podía
apreciar que sus puertas estaban todo el tiempo cerradas; yo juraría que iba a
ser imposible reponerme del monstruoso miedo que me devoraba con sólo la idea
de pasar enfrente; ya que según comentaban los pocos que osaban cruzarse por
ahí, y que nunca faltan, al interior del viejo caserón se escuchaban extraños
ruidos. A pesar de todo no me parecía justo valerse de puras “invenciones” para
echar a rodar toda clase de intrigas alrededor de la misma, todo esto
destrozaba mis nervios y por las noches, negros nubarrones mentales y pesadas
sombras oprimían mi pecho al momento de caer en los brazos de Morfeo, mientras
en mis sueños vagaba errabundo en regiones creadas por el miedo...
Jamás pensé
que un día el destino me tendiera una emboscada, cuando a “quemarropa”, como se
dice a veces, recibí una invitación que más bien parecía un reto. Yo tenía un
caro amigo de nombre Romilio, un día me lo encontré cerca del parque y me dijo:
Vamos donde mi papá... Vaya, vaya, quienes vivían en la famosa casa eran ni más
ni menos que el padre y una medio hermana de mi amigo y eso yo no lo sabía.
Por un
momento me detuve a pensar: ”Bueno quizás ya entre dos sea menos el temor”, y
le respondí: ¿A la casa del callejón?... ¡pero ya es tarde!.... No me voy a estar más de treinta minutos
-replico él -si ni a mí me gusta llegar ahí. Bien, -le dije -déjame ir al
telégrafo pues quiero hacer una llamada... -jmjm...-murmuró, y nos fuimos.
Al llegar al
telégrafo traté de hacer más corta la llamada pues nos fijamos que se estaba
“poniendo” una tormenta de aquellas que se formaban del lado del mar y debíamos
apurarnos, pues si no...
Cuando
ingresamos a la calle lo hicimos doblando la esquina de la “Tienda y Farmacia”,
caminando de oriente a poniente; en el horizonte, el sol se ocultaba detrás del
cerrito que parecía incendiarse... La tarde ya se despedía al momento de
penetrar al caserón...un fuerte olor a esencia de “Los Siete Espíritus” se
percibía en la estancia, impregnándose en todas las cosas; serían las cinco y
treinta; y por los tragaluces todavía se filtraba la luz crepuscular que
iluminaba por reflejo el interior, mientras en la parte trasera las ramas de
los árboles creaban un raro contraste, un juego entre luz y sombra... Un radio
transistor se escuchaba al otro lado del trascorral en la casa donde vendían
aguardiente; cuando la tenue luz de un candil de kerosene le llamó la atención
a “Milo” y este se dirigió hacia esa parte recóndita de la casa.
Mientras él
se adentraba en la morada buscando la alcoba, donde probablemente se encontraría
con el anciano, yo me aposté en un estratégico lugar desde donde podía husmear
cuanto había y sucedía alrededor con todo lo que alcanza la mirada humana, así
fue como pude ver sembrado por ahí, un amate; un poco más allá, un ciprés; y
mucho más al fondo, la fila de sauces; ya no se diga del muérdago, la “espada
del diablo”, albahaca, ruda, y otras tantas hierbas que en un ambiente
neblinoso conspiraban.
Don Narciso,
un hombre por demás retraído, casi nunca hablaba con nadie. Jamás pude
explicarme como una persona así podía tener tanta riqueza: dinero en el banco,
ganado, una casa como esa, una finca tan grande y dos hijos, Romilio y María de
la Soledad, que vivían esperando su muerte para saber qué les iba a dejar. -Mas
creo que don “Nacho” ya sabía que la gente se hacía muchas preguntas acerca de
él, y que además murmuraban demasiado acerca de los orígenes de su riqueza y
sus costumbres extravagantes, así que había mandado a grabar en la vieja puerta
de una habitación un raro letrero que quién sabe de dónde lo había sacado, o cómo
se le había ocurrido, y que a la letra decía: “QUE SEAN ANIQUILADOS QUIENES
ATACAN MI NOMBRE, MIS EFIGIES, LAS EFIGIES DE MI DOBLE Y MI FUNDACION...SERAN
PRIVADOS DE SU NOMBRE, DE SU DOBLE, DE SU KA, DE SU BA, DE SU KHU...”
Me apresuro
a comentarles al estar dentro de la casa, acerca del nauseabundo olor que la
invadía, como renglones arriba lo hice; y es que esta se encontraba en un
descuido total y era de una insufrible tristeza, ropa tirada por doquier sin
lavar a lo mejor, un plato con residuos de comida y una taza de café ya frío;
zapatos lodosos, una toalla deshilada, una cuma mohosa junto a una montura y
alforjas llenas de hormigas (quizás por migas de pan dejadas dentro); en el
dintel de la puerta de la alcoba colgando estaba una herradura, ya que el hombre
era un tanto supersticioso, más esta se caía en pedacitos a causa de la herrumbre
que la atacaba desde hacía décadas, y al penetrar en el aposento mi amigo
encontró al viejo recostado sobre una cama de cordeles, tal y como lo suponíamos;
ya las chinches, pulgas y telepates no le hacían cosquillas, estaba tan
acostumbrado...
Sobre una
mesa de tres patas reposaba una rara y esquelética figura que portando en su
diestra una antorcha, parecía querer incendiarlo todo. Imperaba el desorden y
el abandono, y yo me preguntaba: ¿Por qué? ¿Acaso no vivía una mujer ahí? ¡Ah!,
por cierto, era maestra y daba clases en la escuela primaria cercana y siempre
cargaba entre sus brazos, como un bebe pegado a su pecho, un libro que
significaba todo para ella.
Al andar de
curioso tratando de observar lo que había adentro, jamás me percaté que a mis
espaldas estaban colgadas unas extrañas pinturas, simbólicas imágenes que
reflejaban las inclinaciones del personaje de mi relato que ahora les traslado
a ustedes: “Las Parcas”, (Cloto, Láquesis y Átropos) en pleno ejercicio de sus
funciones; y a un lado “Perseo: Decapitando a la Medusa”... mas cuando giré la mirada hacia la izquierda otra mucho más
terrible me llamó la atención: “La Diosa Kali, Reina de los Infiernos y la
Muerte”, quien como una maravilla funeral con sus brazos abiertos me invitaba a
ir hacia ella con una sonrisita satírica; me puse a tantear moviendo el cuerpo
en diferentes direcciones y descubrí que eran de esos cuadros que te muevas
para donde te muevas siempre te siguen con la mirada...
Mi corazón
ya estaba intentando salirse de mi pecho por la boca, pero “la manzana” se lo
impedía... Y me regañé a mi mismo: ¿Para qué vine...? ¿Qué estoy haciendo
aquí...? ¿Quién me mandó a aceptar esta invitación...?. Y comencé a pensar en
cómo ir escapándome sin mostrar alarma (silbando).
Continuará...
Ilustración: labitacoradelmiedo.com
José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.
José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.
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