(Cuento)
René
Ovidio González
Mirándolos
y oyéndolos de tan cerca, imaginaba al guionista de Voces Inocentes, escribiendo la historia vivida. La película Voces Inocentes es un testimonio
verídico y un homenaje a los que sufrieron la violencia militarista de la época
de guerra. Oscar Torres, un chico salvadoreño que se autoexilió cuando solo
tenía doce años, después de mucho tiempo, confesando admiración por su música,
quiso hacerles un homenaje rescatando su historia como grupo musical. Lo que
resultó es una revelación autobiográfica del dolor, de la inocencia violentada…
Supongo
que saben de lo que hablo. El título de este trabajo literario es una frase de
una de sus canciones. Surgieron en la década de los setenta, cuando los
militares marcaban el paso de la moda en América Latina. Cuando los pueblos
sufridos empezaban a responder con furor a los ejércitos y cuerpos policiales.
Con canciones. Con muchas manifestaciones artísticas…
Año
2005. Noviembre 23. Treinta años han pasado. La lucha armada ha terminado en El
Salvador. Muchos de los comandantes de la lucha pasada hoy son diputados,
viajan en vehículos con vidrios polarizados marca Mitsubishi o Chevrolet y
tienen secretarias sensuales y guardaespaldas fornidos. Si bien la pobreza
persiste, la injusticia; y las leyes nocivas para los pobres, la mentira institucionalizada y la
desvergonzada impunidad.
El
grupo musical venezolano Los Guaraguao se presenta en Usulután, ciudad del
oriente del país, cabecera del departamento homónimo al que llaman aún “El
Granero de la República”. Ellos lo explican para disipar dudas: son los
originales guaraguao, los fundadores del grupo. Amenazados, perseguidos. A
pesar de ello, vivos y coleantes…
A
cien metros al sur, una Discomóvil tuvo que silenciar sus estridencias. Antes
el charro salvadoreño, imitador de los charros aztecas, que se presentara en la
tarima que durante las fiestas populares mantienen frente al Palacio Municipal,
había cerrado su participación para dar paso a Los Guaraguao, que se
presentarían en el otro escenario, el que se hallaba en la bocacalle al
poniente del Palacio. Enfrente adonde antes fue el conocido Hotel España. Yo
estaba con Alejandro Gómez, con Lorena y sus hijas. Aquel mar de gente luciendo
sus atuendos rojos y sus banderas desafiantes esperaba ansioso la música. Todos
la esperábamos. Bueno, casi todos, vaya que la vida es irónica y a veces
paradójica…
(Si
yo afirmara en este momento que el Che Guevara visitó Chalchuapa para conocer
las ruinas de Tazumal, llevado por su instinto de antropólogo y su interés por
las culturas indígenas de América, de seguro habría dirigentes políticos que
refutarían mi afirmación, por una sola razón: no saben nada. En realidad el que
visitó Chalchuapa, no fue el Che, pues Ernesto Guevara de la Serna no era el
Che todavía, sino un joven doctor de más o menos veinticinco años que iría a parar a Guatemala
para conocer in situ, los cambios generados por el gobierno democrático de
Jacobo Arbenz; gobierno que pronto caería azotado por el torbellino del norte y
la oligarquía chapina. A su entrada a El Salvador el futuro Che sufrió el
decomiso de libros, durmió a la intemperie y pasó miserias. La visita a Chalchuapa la recuerda Calica
Ferrer, amigo de infancia y juventud del Che que le acompañó en su segundo
viaje por distintos países. Ferrer se lo cuenta en entrevista al escritor
argentino Mario Pacho O’Donnell, cuya familia fue amiga de la familia del Che).
Los
Guaraguao preparan sus instrumentos, afinan, ensayan. Van a comenzar el concierto.
La plebe congregada hace ondear el rojo de las banderas. Euforia generalizada.
ĺmpetus de rebelión. Consignas. Alegría.
Habla
un miembro de la Comisión Política del partido de “izquierda”:
Yo
ya los escuché cinco veces. Ya me aburren. He estado en cinco conciertos. Lo
que sucede es que ellos no tienen mucha animación y eso les baja un poquito la
calidad…
Se
lo decía a Alejandro Gómez. No obstante yo no pude evitar pensar y pronunciar
en el pensamiento la palabra cabal: “¡Imbécil!” Y no quise detener mis ideas
vulgarizadas que se desbordaron en cascada interminable: “Este idiota está
acostumbrado a cantantes comerciales, verbigracia: aquella colombiana que mueve
las nalgas como si tuviera un motor, con giros vibratorios insinuantes; o a
bandas de majaderos gritando bayuncadas como: ¿A ver, dónde están los del
Real?, o ¿Dónde están los del Barҫa? Vale que este inepto es miembro de
la Comisión Política, ¿y si no fuera?...”
Llegó
al colmo de pedir a Alejandro que le regalara un ejemplar de su último libro
“para llevarlo a la escuela política del Partido” (¿?) A muchos les cuesta
valorar el esfuerzo de los demás y la actitud de aquel puñetero es un ejemplo
justo. Debía haber propuesto comprar el libro, pagar el privilegio de conocer
las ideas de un escritor, de un cuentista; debía entender que hacer un libro no
es solo sentarse, como se sienta uno en el inodoro, a dejar ir las heces…
Lo
dijo como quien dice: Calín Calula prestame la mula para ir a Esquipulas. Es
decir, como cualquier tontería. A la manera de cualquier cipote arrabalero,
iletrado y sin experiencia.
Cuando
se presentó la oportunidad aproveché mi irritación para aconsejar a Alejandro.
No reparé a tiempo en la presencia de Corina, su hija adolescente, que antes
fue alumna en mi clase de Lenguaje y Literatura:
—¿Te
pidió un libro ese abusivo? ¡No le des ni mier…perdón, perdón…!
Corina,
condescendiente conmigo y de forma inteligente, con una sonrisa cómplice
explicó:
—No
escuché, no se preocupe, no estoy aquí…
Cantábamos
con Los Guaraguao. Disfrutábamos la música. Amábamos aquella voz inimitable. La
de Eduardo Martínez: Cantando encontré el
camino, un sendero y una luz… Gozábamos la energía manifiesta de José
Manuel Guerra en cada golpe de sus baquetas.
Y el inepto volvió. Volvió para solicitar un aventón a Alejandro y para
preguntarme, a manera de iniciar conversación, dificultosa por cierto debido a
los códigos distintos que manejábamos y a mi sordera circunstancial, si estaba
yo escribiendo otro libro:
(Fíjense
que hablando de códigos ilegibles o de sorderas adrede, me cayó de repente en
el pozo de la memoria un cuenterete que escuché siendo yo chico, del repertorio
de los viejecitos simpáticos de antaño en sus formatos originales: El hombre
necio vagabundeaba para matar el tiempo. El otro trabajaba. El necio diciéndole
desde la calle: Adiós compadre. Y el otro respondiéndole: Cortando varas. El
necio: Adiós le digo. El otro: Para un tapexco. El necio ya enfadado
agarrándose los genitales por encima de sus pantalones: Aquí está su tapexco,
compadrito. Y el otro parsimonioso: Para su madre, que lo necesita).
—Yo
nunca dejo de escribir, ni de leer.
Mi
respuesta trataba de ser lacónica y engreída.
En
cuanto al aventón, siendo Alejandro como es, le prometió hacer un espacio en el
vehículo. Y fue en el vehículo, ya en camino que se dio la siguiente
conversación, a instancias de una constante provocación del susodicho miembro
de la Comisión Política del partido de oposición. Iba blablablá en todo el
trayecto. De repente Alejandro interrumpió aquel blablablá:
—¿Y
cómo va el Partido? Y tu participación…
Y el inepto con todas las ínfulas del mundo diciendo:
—¡Bien! Fijate que he salido del país quizás unas siete veces.
—¿Ah?
Entonces te ha ido bien. ¿Cuáles son los criterios para enviar fuera a alguien?
—Se
decide en las sesiones. Los compañeros han insistido en que yo vaya, aunque yo
les diga que no quiero ir, que manden a otro. En estos días estoy redactando el
informe del último viaje…
—¿Adónde
fuiste?
—A Vietnam…
(Y
yo sin hablar, pensando. Ya me imagino: este analfabeto va a decir en su
informe que allá hay muchos arrozales, y que hombres y mujeres andan con un
cucurucho ancho volteado sobre la cabeza, y que hablan bien raro, como chinos
comerratones, que no entendió ni jota de lo que parlaban…)
El
analfabeto no se detenía en su parloteo, “engolando” la voz como diría un
radialista que conozco. Una urraca se quedaría pachita:
—Estos
reportes ayudan a planificar la estrategia del Partido para echar a andar el
socialismo a la salvadoreña…
—¿Y
qué es eso?— preguntó Alejandro.
—Este…
Eh… Bueno… Un socialismo, bueno, cada país es distinto… y el modelo de
socialismo… tiene que ser… diferente para cada uno…
Fue
entonces cuando yo intervine, hastiado de las respuestas trilladas que daba el
susodicho personaje. Entré con los tacos por delante, o si se quiere, con el
machete desenvainado:
—Para
establecer el socialismo, el Partido debe ser más democrático, debe aprender a
oír a la gente, cambiar esa forma impositiva, pareciera que solo lo que dicen
los dirigentes tiene validez, o sea, se creen dueños de la verdad; los demás
que se callen, que voten por ellos y nada más…
—No,
mire, el Partido es democrático, el Partido oye las opiniones…
—Las
de aquellos pícaros que buscan congraciarse o que andan a la pesca de un cargo,
y que dicen lo que los dirigentes quieren escuchar…
—Todas
las opiniones son analizadas. Es lógico que debemos estar adentro para cambiar
las cosas. Mire: la dirigencia entiende que el Partido tiene que hacer un
viraje…
—¿Hacia
la derecha o hacia la izquierda?
—Este…
Bueno… Eh…
El
analfabeto se trabó todo. Pese a que la respuesta era tan fácil como aventar una
piedra, y tan sencilla como abrir la ventana para ver llover (Debió responder
que el viraje sería estratégico y no ideológico).
Era
casi la medianoche. Para mi beneficio, llegábamos al primer pasaje de la
colonia San Emilio, cerca del lugar conocido como El Rebalse, a la entrada de
la ciudad, donde yo terminaba mi jornada, lleno mi antojo de escuchar, en
concierto allá en Usulután, al admirado grupo musical venezolano.
Fotografía: Los Guaraguao, tomada de la cubierta de un disco.
En el cuento que se cuenta, basado en hechos reales, finalmente, el viraje no fue estratégico sino ideológico: el "Partido" fue arrastrado a las posiciones y prácticas que teóricamente adversaba.
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