(Relato)
José Víctor González
…Continuación
Mas, si pareciera que lo antes dicho fue un triste y deprimente
espectáculo que por amistad tuve que presenciar, ahora déjenme relatarles lo
que sucedía en otras partes de la tétrica morada: Lagartijas y cantiles
libraban una lucha feroz cuerpo a cuerpo en la superficie de las paredes de
adobe, se disputaban la supremacía del territorio; o bien rodaban en un abismo
quizás sin fondo para ellos, desde seis o siete metros de alto. Las termitas
consumían con hambre insaciable el interior de la poca madera que aun quedaba
buena en una gula sin fin, creando una constante y rarificada llovizna formada
por infinidad de granitos de aserrín. Mientras una araña bajaba pendiente de un
hilo desde el artesón, verbigracia como aquel rescatista que desciende por
medio de una cuerda desde un helicóptero para salvar algo o alguien tirado en
el suelo; o aquella otra que se lanza al vacío por alcanzar las vigas que aun
mantienen el techo en su lugar, haciendo mil acrobacias sin arnés para tejer
sus finísimas redes como en un macabro circo donde la muerte acecha a cada
paso....Leña apoltronada en un rincón, quizás traída de la finca; mareantes
aromas a pulpa de café...
Pero olvidándome del asunto fijé mi atención de repente en una cucaracha
que mataba un alacrán con sólo ponerle sus alas sobre la espalda, lo cual
aseguraba su propia subsistencia por unos cuantos días. Prolongando la mirada,
penetré hasta más allá de la pared donde comenzaba el patio.... Una nube de
mosquitos viajaba a lomos de un cerdo que muy tranquilamente metía su hocico en
un lodazal y en todo lo que podía... Un flaco y pulgoso perro se rascaba
desesperadamente y a ratos ladraba lúgubremente a una cherenqueca que parada en
una hoja de “pan caliente”, me miraba amenazante inflando su garganta.
Más allá, una famélica yegua dormitaba solitaria bajo un descalabrado
techo, mientras, horribles zancudos que más bien parecían pequeñas avionetas,
sobrevolando mi cabeza con sus agudos zumbidos amenazaban con hacer estallar
mis oídos...
Absorto como estaba, en medio de aquel sombrío panorama, algo escuché de
una herencia, pues la discusión al interior de la espantosa alcoba se tornó
tirante y cáustica: acusaciones de un lado, quejas del otro; palabras hirientes
de ambas posiciones.
Mientras,
yo libraba mi propia batalla con mis traumas, miedos y sinrazones...
Ni “Mari-Sol” ni “Milo” querían la casa, los dos ansiaban la finca.
Quedarse con la casa significaba hacerse cargo del viejo misántropo y estar
viéndole día y noche el serio semblante que parecía una tenebrosa máscara, pues
nunca se le vio sonreír; lidiar con los nidos de hormigas y ratas; las
culebras, ratoneras o las temibles “zumbadoras” que silentes se deslizaban por
entre el matorral; la peligrosa cascabel que enroscada en si misma aguardaba el
momento de atacar; las cuevas de escorpiones; las colonias de murciélagos que
llenaban de residuos de capulín toda la casa; el moribundo gato que ya de viejo
no salía a cazar dejando las ratas vivir a sus anchas y correr libremente por
el techo; o toparse todos los días con la silente mirada sin parpadear del
búho; y ni qué decir de los fantasmas que habitaban la casa y que se rumoraba
se paseaban tranquilos por los pasillos y los cuartos o hasta “leían”
tranquilamente dentro de la pequeña biblioteca las terribles y tortuosas historias
de Ágata Christie, José de Espronceda, Edgar Allan Poe y todos “los poetas
malditos”; es más, para sobrevivir ahí, había que andar tratando de robar los
huevos a las iguanas verdes que crecían sin sobresaltos en los árboles ....y
eso no lo quería ninguno.
Pero “Sol” ya no se encontraba en casa y no existía manera de saber
hacia dónde se había marchado. Sin su presencia no se podía llegar a ningún
arreglo en cuanto a posesiones.
Uno a otro se insistían sobre el paradero de la huidiza joven, a quien alguien
vio salir una fría madrugada con destino desconocido (siempre hay alguien que
ve), dicen que se sentaba en las esquinas por unos segundos leía en voz baja y
luego proseguía caminando, llevaba entre sus manos su adorado libro: “Las
Flores del Mal”, de Charles Baudelaire, ella tenía especial predilección por
dos poemas del mismo: “Una mártir “ y “Alegoría” los cuales repetía en su
lectura una y otra vez obsesionadamente...
Al alcanzar la vieja fuente con sus paredes de adobe se sentó muy cerca
del “árbol de pan” sin poder alcanzar sus frutos y sin poder beber de las aguas
cristalinas que fluían del interior de la tierra... A nadie le dijo nada,
solamente esperó y esperó mas como el primer autobús nunca llegó, caminó por el
callejoncito de la Iglesia que va a dar a la canchita y se detuvo un momento
frente al templo, arrodillándose entre las dos columnas curvas que como dos
poderosos brazos de hierro y cemento sostenían todo el peso de la estructura...
ahí, murmuro una oración que se elevó hasta el cielo.
Eran las dos y media de la madrugada en el viejo reloj situado en lo
alto de la torre del Cabildo Municipal cuando continuó rumbo al sur, se fue en
dirección al cementerio recorriendo la vieja calle que lleva al pueblo más
cercano y jamás volvió, desapareció entre la multitud que para la hora en que
llegó ya abordaba los autobuses que iban hacia la capital.
Dos preguntas sin respuestas flotaban en el ambiente: 1a. ¿Por qué se
fue sin decir una palabra? 2a. ¿Cómo hace la gente para observar tanto
detalle...? ¿Fue el terrible bullicio de los niños de la escuela en donde ella
trabajaba lo que le provoco esquizofrenia y decidió largarse...? ¿Quizás la
atmósfera asfixiante de aquella casa la desesperó y quería liberarse...? O era
tal vez el triste ladrar del perro y la mirada de un garrobo, que como nadie lo
cazaba de grande que estaba ya parecía un lagarto, o incluso, el siniestro
cantar de la aurora posada en el ciprés... ¿Fue el silente observar de la
lechuza, o el espantapájaros con la cabeza caída, su mirada triste y sus pies y
manos de paja...?
Pudieron ser también los fantasmas mentales formados en su adolescencia
que no la dejaban en paz y tornándose reales atormentaban su alma en su
espantosa soledad y sintió el inmenso deseo de huir. ¿Fue acaso la “rabia” de
amar y no ser amada... con sus consiguientes convulsiones? Quién sabe si se fue
buscando a su amor secreto y allá, en lontananza, le aguardaba su “príncipe
azul”... pues todas las jóvenes tienen uno en su mundo de ilusión.
fue el ansia de amar y no ser correspondida la que la obligó a dejar
la casa paternal, tirándose al abandono y a lo mejor estaba por ahí, llorando
en un rincón, sentada en un andén de una gran ciudad... O más grave aún: ahora
se ríe (con risita nerviosa) hacinada junto a otros de la misma condición en
algún horrible hospital, víctima de un repentino ataque de locura.... o en fin,
se fue huyendo de un sauce que la perseguía, pues según cuentan antiquísimas
leyendas, dicho árbol tiene la capacidad de desenraizarse e irse detrás de todo
aquel caminante trasnochador y solitario, y repetir todo aquello que a este se
le ocurra ir diciendo... (Recordemos que ella iba leyendo).
La verdad es que está muy difícil saber realmente qué fue lo que paso y
quizás nunca lo sabremos, pues aparte de los fugaces encuentros cuando iba para
la escuela, yo jamás la volví a ver.
Yo estaba profundamente entretenido con toda una procesión de
pensamientos cuando el estruendo de un espantoso rayo me hizo volver en mí
mismo, afuera la tempestad se había desatado con furia inaudita amenazando con
destruirlo todo. Los relámpagos iluminaban por doquier en fracciones de
segundos... el huracán soplaba horrible y yo me encontraba atrapado...
Los grandes árboles se abrazaban unos a otros con sus ramas para evitar
ser arrancados de cuajo... La yegua ni se movió, el pulgoso perro dando tres
vueltas se echó, el búho ni parpadeo, los animales rastreros buscaron
velozmente donde cubrirse, mientras yo bajaba todos los Santos y las once mil
Vírgenes para que la lluvia cesara y poderme ir a casa. El inmenso techo crujía
bajo el torrencial aguacero y los truenos estallaban uno tras otro como
protestando... La guerra civil estaba en su apogeo y el ambiente peligroso, era
mejor que me fuera a casa, ahí me sentiría un tanto más seguro... Miles de
pensamientos pasaron por mi mente al darme cuenta en donde estaba metido pero
mantuve la fe que saldría bien de esta y sin recibir daño alguno.
Al cabo de unos 25 minutos mis ruegos fueron escuchados y la tormenta
comenzó a decaer, momento que aproveché para retirarme poco a poco del interior
de la casa buscando la salida, dejando allá dentro al amigo que les mencioné.
Todavía con temor abrí la puerta y me di cuenta que la oscuridad se había
apoderado de la calle (bueno, en este rincón de la ciudad la oscuridad reinaba
siempre, ya que su foco del alumbrado público permanecía todo el tiempo quemado
y nunca lo cambiaban); así que, caminé unos metros hacia el poniente tratando
de no deslizarme en la acera mojada rumbo a mi casa cuando... ¡¡¡Ay Dios...!!!
Me topé con aquello que nunca esperé, era en verdad algo terrible para mí, aún
lloviznaba cuando a la luz de un relámpago mis ojos me revelaron lo espantoso:
El Callejón de la Muerte...! El autentico y tenebroso callejón que jamás en mi
vida hubiera deseado ver...! El horripilante sendero, terrible cual ninguno se
abría delante de mí como queriéndome devorar...!
Durante mucho tiempo yo creí que le llamaban callejón a la calle
empedrada, pero ahora salía de mi error. ¡Cuán grande era mi equivocación! Este
otro era el verdadero..., era este el que había sido bautizado por la “vox
populi” con el nombre de “El Callejón de la Muerte”...
Comencé a sentir frío y no era por la lluvia, pensé que me iba a
enfermar... Al fondo del mismo se escuchaban unas confusas voces, por un
momento creí oír un disparo a lo lejos... (¿O fue cerca no lo sé?), la tormenta
seguía retumbando cerca de mí (y a lo lejos también), rugía como un león
enfurecido, o como si en el cielo se librara una gran batalla... Los rayos
refulgían por acá, por allá y acullá y al caer parecían tamborazos macabros que
estremecían toda la ciudad.
Estoy realmente asustado, pero me rehago en mí mismo y me armo de valor,
doy unos pasos y luego... Una, dos, tres, cuatro, cinco sombras dentro del
callejón.... ¡¡¡Unos ojos piadosos que se abren para ver y otros que se
cierran...!!! Debo estar delirando... -me dije a mi mismo- Realmente no hay
nadie ahí dentro, estoy viendo visiones. Tengo el corazón convulsionado:
escucho risas de satisfacción..., y más allá, desesperación...; chirridos como
cuando un viejo portón se cierra, un escándalo como cuando un poco de trastos
se caen al suelo con estrépito, terribles pasos, alguien que huye y se esconde,
terror de terrores.... a lo lejos se percibe un ruido como si una persona
arrastrara una gran cadena, llanto de niños, gritos furiosos, etc.
Tal como me lo imaginara en mis ataques de miedo, ahora enfrentaba la
realidad: era pavoroso... Este tenebroso callejón era para mí la entrada al
mismo infierno... ¡de eso estaba totalmente seguro! Por un momento sentí que
como al dios Mercurio me nacieron alas en los talones, y enmudecido corrí sin
parar tan siquiera un momento hasta que alcancé a ver la puerta de mi casa, a
la cual entre disimulando lo que me había pasado.
Oscuro, desgraciado e infame callejón de traiciones: ¡¡¡cuánto susto y
dolor me provocaste...!!!!
Días después hube de alejarme de la ciudad quizás para siempre, y me
refugié en tierras lejanas donde me quedé a vivir desde entonces...
Imagen: “El grito”
(1893), pintura de Edvard Munch.
José Víctor González es colaborador de La piedra
encadenada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario