(Cuento)
René
Ovidio González
Don Lupe se contó entre los
trescientos mil que salieron expulsados de Honduras en 1969. Dice: «¡Qué
cien horas, hombre! Para nosotros fueron muchas más. Es
necesario mirar para atrás, para que el olvido no nos nuble la mente y esa
tristeza no nos joda la existencia» …
Entonces, alza su mirada hacia el
horizonte hurgando entre el cúmulo de recuerdos añejos. Queriendo encontrar en
el mapa visual el paisaje del país que los repatrió, a él y a su familia. En su
semblante no hay rencor, ni en sus palabras amargura:
Nos
llevaron a una cancha de fútbol, cerrada por completo. ¡Rebalsaba de gente, y
todos éramos salvadoreños! Esa era la acusación: «guanacos». Se
reían de nosotros. Estuvimos allí casi una semana. Yo me
decía: nos van a matar, para eso nos han traído… Pero a la segunda noche,
apareció un soldado, y me llamaba a señas, yo me alteré y pensé: hoy sí me
tocó. Como yo no me movía del susto, el soldado empezó a llamarme por mi
nombre. «Don Lupe.
Don Lupe. Venga».
Me acerqué y
resultó ser un muchacho conocido, hijo de un vecino mío. «No se preocupe don
Lupe, a ustedes no les va a pasar nada, yo voy a estar aquí y no voy a permitir
que les hagan daño» Eso dijo, y cabal, hombre, cumplió su palabra. Ve pues, que
cuando nos sacaron en camiones militares y nos trajeron hasta la frontera, él
se despidió de nosotros con un abrazo y me dio cinco pesos, «Para que le compre
algo a sus güirros», me dijo.
Cállese, hombre.
En esa semana que estuvimos encerrados, cada noche se oían gritos, llantos. Era
la gente que sacaban los soldados, andaban con los militares unos babosos,
civiles armados de pistolas y machetes, les decían Mancha Brava. También los
familiares que se quedaban pegaban gritos, porque quién no sabía, a los que
sacaban, los perdían. Nunca volvían, y los soldados no se hacían cargo, le
echaban la culpa a la Mancha Brava. Unos amigos decían que fue por eso del
fútbol, por las burlas de un pájaro picón picón, ve que los de la Mancha Brava
le cortaban la cabeza de un machetazo a los güirritos, hijos de salvadoreños, y
le daban patadas: ¡goool!
Don Lupe mira a su alrededor, para distraerse. Le costó adaptarse a su antigua vida
en El Salvador. Traía seis vástagos: un varón y cinco mujeres, y en el país las
cosas empeoraron. No sabía ni imaginaba siquiera que los hilos de la guerra
habían sido movidos por traidores disfrazados de héroes, en el propio gobierno;
o por intereses supranacionales, gobiernos poderosos en la sombra, como felinos
al acecho de estos pobres paisitos…
Cuando
llegamos a la primera ciudad, ya de este lado, a mí me cayó una bravura
terrible, me puse bien enojado. Me reprochaba por poner en peligro a mi
familia. Venía cargando tres maletas y en ninguna hallé nada, ni un centavo.
Busqué en la bolsa del pantalón. Solo andaba los cinco pesos que me dio el
hondureño. Quería llorar. Encendido de coraje, agarré envión y me fui a matar
el tiempo, encontré una cantina, compré una pacha de guaro, me la zampé de un
solo, volví y me acosté. Así, borracho, sí pude dormir. Era de noche ya y
llovía. Estábamos tirados en el puro ladrillo del portal de la alcaldía…
Era la misma historia: la víctima
sintiéndose culpable, y los culpables transfigurados en superhéroes por la
prensa, mediante el engaño, el artificio maléfico de la información. Se
tejieron leyendas acerca de generales que montados en
asnos llegaban al propio corazón del enemigo. Circularon fotografías de aquellos cachuchudos. Todo un libreto cinematográfico con sotanas
incluidas. Los mentados generales ni siquiera se habían movido a los frentes de
batalla. Ellos, desde sus oficinas en la capital y con sus botas bruñidas se
contaban, eso sí, entre los titiriteros de la guerra, siendo a su vez títeres a
sueldo de intereses supranacionales, de los felinos al acecho…
El siguiente día,
yo con una gran goma y los demás con hambre, nos mandaron para el cantón. El
alcalde hizo los arreglos. Contrató un camión, se echó un discurso, habló del
peligro en que estaba la patria y de que los salvadoreños éramos cachimbones,
que habíamos ganado Aramecina y Marcala, y que ya íbamos por Nueva Ocotepeque,
en el otro lado, que estábamos dándole una paliza de guardia a esos catrachos
mal nacidos, blablablá… y ¡que viva la patria!
Entonces, don Lupe vuelve a mirar a lo lejos
para hurgar una y otra vez sus evocaciones añejas, con un semblante libre de
rencor, absuelto de su presunción de culpa, sin amargura y sin lágrimas …
Fotografía: Familias salvadoreñas expulsadas de Honduras cruzan el puente del
Goascorán. (Del libro Historia de
El Salvador, Tomo II, Ministerio de Educación, El Salvador, 1994)
No hay comentarios:
Publicar un comentario