Luciana,
joven y diligente, se dedicó con afán a la avicultura. Empezó con unos cuatro
animalitos y al cabo de un breve lapso, se convirtió en propietaria de mil aves
de corral.
Con precio
fijo de cinco pesos por gallina aliñada, se iba a la ciudad a distribuir el
producto, y la distribución era efectiva: regresaba vacía de mercadería pero
con sumas considerables en su cartera.
Un día de
calor hirviente pues campeaba el verano, notó no sin preocupación que sus
emplumadas amigas ―las aves, claro está―, antes lozanas y alegres, se veían
tristes, desganadas.
Frente al
temor de que pudiera haber llegado la peste a sus dominios, tomó una rápida
decisión: revisó una a una las mil habitantes del corral y, ¡vaya!, solo
trescientas estaban en condiciones saludables. ¿Qué debía hacer? Sacrificaría
las trescientas animalitas para evitar el contagio. Dicho y hecho…
―
¿Trescientas?
―
Sí, señora, trescientas…
― ¿Y por qué tantas?
Luciana tuvo
que explicar a la dueña del restaurante Gallina
India, la razón de aquella masacre de plumíferas.
― A ver― dijo
la señora―, ¿me vendes trescientas gallinas ya peladas a cinco…?
Y de súbito,
un fanal iluminó su cara regordeta, y abriendo enormes sus ojos:
― ¡Vamos a tu granja Luci…!
―
¿A qué, señora?
―
Mira: te compro las trescientas gallinas, y las otras setecientas también, pero
a mitad de precio…
―
¿Está bromeando? ¿Me compra las enfermas también?
― Todas, muchacha, a mitad de precio. Haz cuentas,
trescientas gallinas a cinco pesos son mil quinientos, y mil gallinas a dos
cincuenta son dos mil quinientos… ¡Mil pesos más! ¿Qué prefieres? ¿Que se
mueran y perder ese billetal?
Luciana no
terminaba de convencerse, ¿haría negocio con aquellas aves agonizantes, casi
muertas? ¿Para qué servirían unos animales accidentados? Solo para dárselos a
los perros, quizás…
La granja Las aves de Luci estaba a 25 minutos en
vehículo. Llegaron…
La compradora
inspeccionó a las moribundas emplumadas con ojos bien abiertos. Las colgaba
tomándolas de las patas, chorreaba de los agujeros nasales un líquido espeso,
“Ya están mocosas”, murmuraba. Otras no levantaban cabeza, el pico se pegaba a
la tierra, la señora las sacudía y los agónicos seres no se meneaban…
“Estas son de
la familia gallináuseas…” “Esta pobre
está más de allá que de acá…” “Esta otra ya estiró la pata”.
Los zopilotes
planeaban en círculos arriba de las colinas, posándose de cuando en cuando en
los árboles de los alrededores.
“Ya sienten el tufo de la muerte…”
― Bueno, Luci, tú decides. ― Habló al fin la
señora, dispuesta a efectuar la transacción.
― Pues, si usted se arriesga, yo…
― De acuerdo, mujer. ― Y sacó un teléfono
móvil. Marcó un número:
― Mándame al
motorista con el camioncito, que traiga cajas de cartón, vamos a cargar un
producto.
El camión
asomó perseguido por una gruesa nube de polvo, por el camino que cruza a cien
metros de la granja Las aves de Luci…
Zas, zas, zas,
empacaron.
―Aquí tienes
tu cheque, muchacha, cámbialo ahora mismo si quieres.
Y ruuuuumm,
ruuuuumm, el camión. Otra vez persiguiéndolo la nube de polvo. Los zopilotes
planeaban sobre el vehículo, en un evidente intento de asalto. Luci los seguía
con la mirada, meditabunda.
“Ya sienten el
tufo de la muerte…”
Días, semanas,
meses corrieron sin freno. Luciana volvió a la ciudad para hacer unos
comprados.
―
¡Hola, Luci, preciosa! ¿Qué? ¿Me trajiste más gallinas?
―
No, señora, es que aquel día me quedé pensativa. ¿Le habrá salido bien el
negocio de las gallinas? ¿No se le murieron?
― ¡Ah!, muchacha, ¿y cómo iba a salirme mal tan buen
negocio?, ¿para qué crees que son esos hornos modernos?, ¿no has escuchado
nuestro lema en la radio?... “Del horno a la mesa, ¡uuumm!, sabrosura”.
Luciana quedó
estupefacta. Y la señora:
―Con decirte que a varios comensales les oí
que comentaban: ¡Qué gallinas! ¡Es que son indias!
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