sábado, 12 de septiembre de 2020

Mil gallinas



(Cuento) 
René Ovidio González

Luciana, joven y diligente, se dedicó con afán a la avicultura. Empezó con unos cuatro animalitos y al cabo de un breve lapso, se convirtió en propietaria de mil aves de corral.

Con precio fijo de cinco pesos por gallina aliñada, se iba a la ciudad a distribuir el producto, y la distribución era efectiva: regresaba vacía de mercadería pero con sumas considerables en su cartera.

Un día de calor hirviente pues campeaba el verano, notó no sin preocupación que sus emplumadas amigas ―las aves, claro está―, antes lozanas y alegres, se veían tristes, desganadas.

Frente al temor de que pudiera haber llegado la peste a sus dominios, tomó una rápida decisión: revisó una a una las mil habitantes del corral y, ¡vaya!, solo trescientas estaban en condiciones saludables. ¿Qué debía hacer? Sacrificaría las trescientas animalitas para evitar el contagio. Dicho y hecho…

― ¿Trescientas?

― Sí, señora, trescientas…

― ¿Y por qué tantas?

Luciana tuvo que explicar a la dueña del restaurante Gallina India, la razón de aquella masacre de plumíferas.

― A ver― dijo la señora―, ¿me vendes trescientas gallinas ya peladas a cinco…?

Y de súbito, un fanal iluminó su cara regordeta, y abriendo enormes sus ojos:

― ¡Vamos a tu granja Luci…!

― ¿A qué, señora?

― Mira: te compro las trescientas gallinas, y las otras setecientas también, pero a mitad de precio…

― ¿Está bromeando? ¿Me compra las enfermas también?

― Todas, muchacha, a mitad de precio. Haz cuentas, trescientas gallinas a cinco pesos son mil quinientos, y mil gallinas a dos cincuenta son dos mil quinientos… ¡Mil pesos más! ¿Qué prefieres? ¿Que se mueran y perder ese billetal?

Luciana no terminaba de convencerse, ¿haría negocio con aquellas aves agonizantes, casi muertas? ¿Para qué servirían unos animales accidentados? Solo para dárselos a los perros, quizás…

La granja Las aves de Luci estaba a 25 minutos en vehículo. Llegaron…

La compradora inspeccionó a las moribundas emplumadas con ojos bien abiertos. Las colgaba tomándolas de las patas, chorreaba de los agujeros nasales un líquido espeso, “Ya están mocosas”, murmuraba. Otras no levantaban cabeza, el pico se pegaba a la tierra, la señora las sacudía y los agónicos seres no se meneaban…

“Estas son de la familia gallináuseas…”  “Esta pobre está más de allá que de acá…” “Esta otra ya estiró la pata”.

Los zopilotes planeaban en círculos arriba de las colinas, posándose de cuando en cuando en los árboles de los alrededores.

 “Ya sienten el tufo de la muerte…”

 ― Bueno, Luci, tú decides. ― Habló al fin la señora, dispuesta a efectuar la transacción.

 ― Pues, si usted se arriesga, yo…

 ― De acuerdo, mujer. ― Y sacó un teléfono móvil. Marcó un número:

 ― Mándame al motorista con el camioncito, que traiga cajas de cartón, vamos a cargar un producto.

El camión asomó perseguido por una gruesa nube de polvo, por el camino que cruza a cien metros de la granja Las aves de Luci…

Zas, zas, zas, empacaron.

―Aquí tienes tu cheque, muchacha, cámbialo ahora mismo si quieres.

Y ruuuuumm, ruuuuumm, el camión. Otra vez persiguiéndolo la nube de polvo. Los zopilotes planeaban sobre el vehículo, en un evidente intento de asalto. Luci los seguía con la mirada, meditabunda.

“Ya sienten el tufo de la muerte…”

Días, semanas, meses corrieron sin freno. Luciana volvió a la ciudad para hacer unos comprados.

― ¡Hola, Luci, preciosa! ¿Qué? ¿Me trajiste más gallinas?

― No, señora, es que aquel día me quedé pensativa. ¿Le habrá salido bien el negocio de las gallinas? ¿No se le murieron?

― ¡Ah!, muchacha, ¿y cómo iba a salirme mal tan buen negocio?, ¿para qué crees que son esos hornos modernos?, ¿no has escuchado nuestro lema en la radio?... “Del horno a la mesa, ¡uuumm!, sabrosura”.

Luciana quedó estupefacta. Y la señora:

 ―Con decirte que a varios comensales les oí que comentaban: ¡Qué gallinas! ¡Es que son indias!

 


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