(Opinión)
René Ovidio González
Según los apologistas de la invasión al «nuevo continente» en octubre de
1492, incursionando los «civilizadores» en andurriales inhóspitos y sin
civilizar, se paralizaron ante lo inhumano de los sacrificios de sangre de sus
antiguos lugareños. Dichos sacrificios eran dedicados a sus ídolos, sacaban el
corazón de sus víctimas, desollaban a sus prisioneros…
Los ídolos, eran los dioses de aquellos pueblos. En lo que respecta a
creencias religiosas se sabe que no hay imposibles. Aquel enfoque ignora adrede
la historia de las civilizaciones o culturas planetarias. Los nativos ―a pesar
de la iglesia, que lo puso en tela de juicio― mostraban así su condición
humana…
A los aborígenes les impulsaba quizás la misma fe con que ahora,
religiosos aclaman, cada uno, a su dios particular. ¿Qué les parecería si hoy
llegaran agresivos invasores con extrañas ideas sobre un dios desconocido, y lo
impusieran con raros métodos, es decir, armas biológicas o tecnológicas, a
costa de muerte y destrucción? ¿Y qué tal si se justificaran señalando
idolatría? ¿Dónde quedaría la libre determinación de los pueblos? ¿Y su
soberanía?
Los apologistas susodichos afirman que todo el exterminio europeo en
contra de los nativos no fue, y que solo es el producto de leyendas negras. Las
leyendas son «negras» porque, por ejemplo, dicen, Bartolomé de Las Casas no
contó lo positivo que hicieron los españoles y exageró lo negativo. ¿Lo
positivo?
Escribe Bartolomé de Las Casas:
«Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y
horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan
detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y
pacíficas…? ¿Cómo los tenéis tan oprimidos y fatigados, sin darles de comer ni
curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les imponéis se
os mueren, y por decirlo mejor, los matáis por sacar y adquirir oro cada día?»
Desde siempre el sistema educativo enseñó que a Colón había que rendirle
pleitesía, pues era «audaz navegante que una senda ignorada cruzó…» Sus barcos
eran sublimes y triunfantes. Era formador de mundos. Jamás se explicó la
tragedia que sobrevino a los pueblos originarios. La palabra «invasión» fue
evitada a toda costa. La palabra «barbarie» y la otra, «saqueo», ni se diga. Se
escondió, además, la práctica inquisitorial aplicada. Mejor ignorar la
cotidianidad del fraile Diego de Landa entre los Mayas.
Escribe Diego de Landa:
«Hallamos un gran número de libros… y no contenían otra cosa que no
fuese superstición y mentiras diabólicas por lo cual los quemamos todos, cosa
que les produjo mucha aflicción y gran resentimiento».
Escribe un cronista, acerca de Diego de Landa que en derredor de lo
escrito solo veía hechicería:
«Recogió los libros y ordenó que fuesen quemados. Quemaron muchos libros
históricos relativos al Yucatán antiguo que hablaban de sus principios e
historia, cosas de gran importancia».
Pero la iconoclastia de la incineración de libros se queda corta frente
a este testimonio:
«Y… este testigo encontrándose en el dicho pueblo de Maní y Homun, vio a
los dichos frailes colgar a muchos indios por los brazos y a algunos de los
pies y colgarles piedras de los pies y azotarlos y rociarles cera caliente y
maltratarlos tan de mala manera que más tarde, en el dicho tiempo, cuando como él
ha dicho se les dio la penitencia y fueron sacados en el dicho auto público, no
había una porción sana de su cuerpo en que se les pudiera azotar…»
Las bases que con frecuencia destruyen los invasores a los invadidos son
las cognitivas, las culturales. Su historia, sus libros. De manera simultánea
socavan su voluntad y su fortaleza física. No es cosa de sorpresa lo escrito
por un tal Prescott: «…qué difícil es hacer de Francisco Pizarro un héroe,
cuando era un individuo que ni siquiera sabía leer su propio nombre…»
Los nativos de acá conocían la importancia de sus anotaciones acerca de
plantas, de animales, de astros, de hazañas pretéritas. Se afligieron. Se
resintieron. Les llegó el desgano vital, falta de deseos de vivir, al verse
atropellados: privados de sus tierras, de sus grupos sociales, de sus
diversiones, de sus cultos…
La España actual no sería culpable del holocausto que sus majestades
ejecutaron. Es probable deseen hallar lo catártico del asunto. Pero los
ciudadanos de lo que ahora es Latinoamérica, al contrario, tienen la obligación
de rememorar, porque si se diluye en olvido lo acontecido se corre el riesgo
inminente de repetirlo. De sufrir lo que los pacíficos habitantes primigenios
sufrieron. Aunque, viéndolo bien, no cabe duda ya se ha repetido, ya se ha
sufrido. Han cambiado no más los tiempos, las formas y el nombre del invasor.
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