viernes, 23 de octubre de 2020

Invasión, barbarie y saqueo


(Opinión)

René Ovidio González

Según los apologistas de la invasión al «nuevo continente» en octubre de 1492, incursionando los «civilizadores» en andurriales inhóspitos y sin civilizar, se paralizaron ante lo inhumano de los sacrificios de sangre de sus antiguos lugareños. Dichos sacrificios eran dedicados a sus ídolos, sacaban el corazón de sus víctimas, desollaban a sus prisioneros…

Los ídolos, eran los dioses de aquellos pueblos. En lo que respecta a creencias religiosas se sabe que no hay imposibles. Aquel enfoque ignora adrede la historia de las civilizaciones o culturas planetarias. Los nativos ―a pesar de la iglesia, que lo puso en tela de juicio― mostraban así su condición humana…

A los aborígenes les impulsaba quizás la misma fe con que ahora, religiosos aclaman, cada uno, a su dios particular. ¿Qué les parecería si hoy llegaran agresivos invasores con extrañas ideas sobre un dios desconocido, y lo impusieran con raros métodos, es decir, armas biológicas o tecnológicas, a costa de muerte y destrucción? ¿Y qué tal si se justificaran señalando idolatría? ¿Dónde quedaría la libre determinación de los pueblos? ¿Y su soberanía?

Los apologistas susodichos afirman que todo el exterminio europeo en contra de los nativos no fue, y que solo es el producto de leyendas negras. Las leyendas son «negras» porque, por ejemplo, dicen, Bartolomé de Las Casas no contó lo positivo que hicieron los españoles y exageró lo negativo. ¿Lo positivo?

Escribe Bartolomé de Las Casas:

«Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas…? ¿Cómo los tenéis tan oprimidos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les imponéis se os mueren, y por decirlo mejor, los matáis por sacar y adquirir oro cada día?»

Desde siempre el sistema educativo enseñó que a Colón había que rendirle pleitesía, pues era «audaz navegante que una senda ignorada cruzó…» Sus barcos eran sublimes y triunfantes. Era formador de mundos. Jamás se explicó la tragedia que sobrevino a los pueblos originarios. La palabra «invasión» fue evitada a toda costa. La palabra «barbarie» y la otra, «saqueo», ni se diga. Se escondió, además, la práctica inquisitorial aplicada. Mejor ignorar la cotidianidad del fraile Diego de Landa entre los Mayas.

Escribe Diego de Landa:

«Hallamos un gran número de libros… y no contenían otra cosa que no fuese superstición y mentiras diabólicas por lo cual los quemamos todos, cosa que les produjo mucha aflicción y gran resentimiento».

Escribe un cronista, acerca de Diego de Landa que en derredor de lo escrito solo veía hechicería:

«Recogió los libros y ordenó que fuesen quemados. Quemaron muchos libros históricos relativos al Yucatán antiguo que hablaban de sus principios e historia, cosas de gran importancia». 

Pero la iconoclastia de la incineración de libros se queda corta frente a este testimonio:

«Y… este testigo encontrándose en el dicho pueblo de Maní y Homun, vio a los dichos frailes colgar a muchos indios por los brazos y a algunos de los pies y colgarles piedras de los pies y azotarlos y rociarles cera caliente y maltratarlos tan de mala manera que más tarde, en el dicho tiempo, cuando como él ha dicho se les dio la penitencia y fueron sacados en el dicho auto público, no había una porción sana de su cuerpo en que se les pudiera azotar…»

Las bases que con frecuencia destruyen los invasores a los invadidos son las cognitivas, las culturales. Su historia, sus libros. De manera simultánea socavan su voluntad y su fortaleza física. No es cosa de sorpresa lo escrito por un tal Prescott: «…qué difícil es hacer de Francisco Pizarro un héroe, cuando era un individuo que ni siquiera sabía leer su propio nombre…»

Los nativos de acá conocían la importancia de sus anotaciones acerca de plantas, de animales, de astros, de hazañas pretéritas. Se afligieron. Se resintieron. Les llegó el desgano vital, falta de deseos de vivir, al verse atropellados: privados de sus tierras, de sus grupos sociales, de sus diversiones, de sus cultos…

La España actual no sería culpable del holocausto que sus majestades ejecutaron. Es probable deseen hallar lo catártico del asunto. Pero los ciudadanos de lo que ahora es Latinoamérica, al contrario, tienen la obligación de rememorar, porque si se diluye en olvido lo acontecido se corre el riesgo inminente de repetirlo. De sufrir lo que los pacíficos habitantes primigenios sufrieron. Aunque, viéndolo bien, no cabe duda ya se ha repetido, ya se ha sufrido. Han cambiado no más los tiempos, las formas y el nombre del invasor.

 


 

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