(Relato)
René Ovidio González
«Los funcionarios públicos eran ciegos guías de ciegos, que
esquilmaban a más no poder a sus coterráneos.»
A esas horas de la noche se sentía ya un poco de
frío. Serían como eso de las diez y debo explicar que aunque nos encontrábamos
muy cercanos al mar, nos separaba de este una distancia mayor a los mil metros…
El volcán de Conchagua, en realidad tiene una altura de 1243
metros sobre el nivel del mar; y yo siempre he tenido la duda si es volcán o es
cerro. Entiendo, por la información que da el diccionario, que volcán es una
abertura en la superficie terrestre por la que salen materiales procedentes del
interior (sólidos, líquidos, y gaseosos) a temperatura muy elevada. Hay otras
definiciones, desde luego, casi todas en sentido figurado. Por ejemplo, bien
pudiéramos nosotros decir: “estoy parado sobre un volcán”, para indicar que nos
amenaza un grave peligro. O que vivimos en El Salvador. Recordemos: los altos
niveles de violencia nos han llevado a ser un país inseguro por excelencia,
superando a todos los países de Latinoamérica y quizás del Planeta entero…
Pero hay un decir del
populacho que nos explica que el que por su gusto es buey hasta la coyunda
lame. Y no es que diga que somos un país de bueyes, ponga atención, lo que
estoy a punto de relatar demuestra con claridad meridiana que a veces no.
He luchado con mis
recuerdos y los he volteado del derecho y del revés y nada, no he podido hallar
el nombre de la hacienda. Una cooperativa, sí, pero igual: el nombre ha
desaparecido de mis archivos. Dos apellidos, fusionados en uno, pero es demás,
fue hace tantos siglos. El caso es que William Castillo y yo planeábamos bajar
de aquel montículo de 1243 metros erguido frente al golfo, a esas horas
noctámbulas. “Vámonos a la chingada”, me retaba William, “la idea es descender,
bajar por donde subimos, caminar, no importa si llegamos mañana o si caemos en
la bahía”…
Cercanas, arriba todavía,
un grupo de antenas de radios o televisoras, nos miraban con burla. Del bosque
se escapaba juguetón un aliento refrescante…
—Nos engancharon,
hermano. Dijeron que venía el viejo Simón y ya ves…
Era evidente. Nos
pusieron la carnada, que iba a estar el jefe de los comunistas, al que
cuestionaríamos, y nosotros caímos en la trampa. La reunión fue decepcionante,
se suponía que se discutiría en grupos de trabajo, con agenda libre y que
continuaría por la noche, alrededor de fogatas, mientras se bebía café caliente
y se cantaba con guitarras. Nada de nada, yo, sin embargo, participé del plato
de demagogia a la carta, haciendo un par de preguntas a la diputada que hablaba
frente a un nutrido número de cooperativistas y obreros, tal era el caso de
William; y simpatizantes o miembros orgánicos del partido de “izquierda”.
Utilicé frases con palabras filosas que fueron necesarias, para desenredar la
madeja de la inconformidad y el desacuerdo de la clase trabajadora hacia
aquellos impostores desvergonzados:
—La gente no está de
acuerdo con el incremento de salario que ustedes se han recetado, esos ocho mil
colones debieran orientarse a resolver otras necesidades…
Entonces la diputada,
sabiéndose en un pantano de arenas movedizas, no hizo otra cosa que hundirse
cada vez que abría la boca para justificar tamaña barrabasada. Al oírla, con su
chorrito de voz a cuestas, nunca pude comprender cómo una voz así de endeble y
gangosa podía conducir a un grupo de aguerridos combatientes, e insuflarles
ánimo, poniéndoles la moral en alto ante un enemigo salvaje y despiadado,
¡aquello era imposible, por lo menos en la vida real!
—Mire, compañero, si no
es nada, ya con los descuentos son menos de ocho mil. Dígame: ¿qué son ocho mil
colones? Mire, no me lo pregunta pero, yo necesito secretaria, necesito
teléfonos, computadoras, un vehículo nuevo porque el que ando es nacional, me
lo han dado por mi cargo dentro de la asamblea, acuérdese que yo soy una de las
vice presidentas, pero yo necesito uno propio, que sea mío, fíjese, en la
legislatura pasada usé el de mi esposo, y eso no es justo…
Confieso que devastó mis
intenciones de seguir averiguando. Aquella exposición fue contundente. La
señora necesitaba todo lo enumerado, y lo no enumerado, pues lo que hizo fue
centrarse en lo relevante. Claro, ella era parlamentaria
y necesitaba un vehículo full extras, secretaria, teléfonos…
Después agregó, simulando
haberlo olvidado antes, dándole importancia al informe:
—Por cierto, nosotros no
votamos a favor de ese decreto…
—Pero tampoco votaron en
contra…
—¿De qué servía oponernos
si íbamos a perder? Le repito: haciendo cuentas, esos siete mil y algo no son
nada, nada, si comparamos con el costo de la vida, no son nada…
Por suerte, yo siempre
cargo un libro, para distraerme de los pensamientos nocivos, que dañan el
corazón y destruyen la inteligencia. Así que salí, busqué en mi mochila y ahí
estaba, esperándome de brazos abiertos para que yo lo leyera. El título de la
obra: “En el país del Siemprejamás”. La siguiente es una selección adrede
dentro del relato:
En el país del Siemprejamás los ciegos
deambulaban huérfanos de lazarillos. Los funcionarios públicos eran ciegos guías de ciegos, que
esquilmaban a más no poder a sus coterráneos. La corrupción estaba en la
genética de los políticos electoreros.
En el país del Siemprejamás existía la gran
prensa. Su objetivo: voltear la verdad. Por ejemplo: A la gente “le vale” el
dengue, decía el titular de un periódico. Cuando la realidad es que a los
funcionarios “les vale” la gente…
En el país del Siemprejamás ser funcionario
era un floreciente negocio: en pocas horas se pasaba de pelagatos a potentado.
La clave era el uso irracional de un recurso que en el país del Siemprejamás se
volvió renovable: la creciente ignorancia de los habitantes…
En el país del Siemprejamás, no se podía jugar
de policías y delincuentes, pues ambos bandos del drama estaban mezclados. El
cuerpo policial era híbrido, como las mulas son mezcla de asno y yegua, pues el
cuarenta y nueve por ciento de policías eran policías que se hicieron
delincuentes, y otro cuarenta y nueve por ciento eran delincuentes que se
hicieron policías. El restante dos por ciento de agentes fue obligado a
renunciar o expulsado de las filas de la institución policíaca por ser agentes
honestos y eficientes.
Almorzábamos de pie,
plato en mano. De repente oigo que alguien me llama: “Compa, compa…”
Y de inmediato me avienta
la pregunta:
—¿Y usted qué opina de la
respuesta que le dio la diputada?
Triste era la realidad en el país del
Siemprejamás, ya que no se podía jugar siquiera a los policías y ladrones pues
aquellos, los policías, estaban del mismo lado de los ladrones. Resulta que en
el país del Siemprejamás, ningún niño se atrevía a jugar al policía porque los
delincuentes siempre imponían sus leyes, sí señor, y tenían al país al borde de
la esquizofrenia…
Solo me encogí de hombros
e hice una mueca de resignación. Mi interlocutor se acercó un poco para lograr
mayor confianza y que menos oídos perceptivos profanaran las palabras que
deseaba pronunciar, y a la vez, dejar sepultadas en el sarcófago del abandono.
—Déjeme contarle mi
rollo, camarada: yo tengo un tallercito de estructuras metálicas en mi casa.
Fíjese que casi no hay trabajo. Son temporaditas. A veces hago mil colones al
mes. Tengo mujer y tengo hijos. Y con esos mil colones la pasamos… ¿Cómo la ve
de ahí? Y la diputada dice que son nada siete mil y algo… ¡sobre el salario que
ya tiene!
—Esto así es compa, hay
que hacerse el loco...
— No es fácil… No crea,
uno se indigna…
—Es cierto: indigna si se
tiene un charquito de dignidad.
—Es que esta chusma ya
habla como los funcionarios del gobierno. Ahí los tiene: haciéndole cochinadas
al pueblo. Hoy se hacen pupú los funcionarios. Al día siguiente la prensa dice
que fue maná que cayó del cielo. ¿Pensarán que la gente va a seguir comiendo
caca?
En el país del Siemprejamás existía lo que se
ha dado en llamar la prensa independiente. O la gran prensa. Esta prensa, cuando utilizaba el medio
escrito, por ejemplo, se encargaba de desinformar a diario para mantener
incólume la felicidad de los habitantes, que en masa acudían a los centros de
distribución de periódicos con el objetivo de obtener un ejemplar, antes que se
agotaran; y de esta manera darse cuenta que el país del Siemprejamás, siempre
andaba mal, pero que para eso estaban sus gobernantes, que seguirían mintiendo,
pues ellos pensaban que el que nació para martillo del cielo le caen los
clavos.
Era el caso de los mal gobernados ciudadanos
del país del Siemprejamás. Para eso existía la policía híbrida, además; mal
dirigida a propósito por lobos vestidos de ovejas, piratas de la seguridad que
con los pies entrecruzados arriba de sus escritorios, proyectaban su accionar
creando departamentos para el mantenimiento del desorden, pues igual que en
todos lados, en el país del Siemprejamás no existían ya peterpanes.
Entrando la noche me llegó
de improviso a la memoria, la letra de uno de mis poemas: Cuando pregunten
incisivos/ Si yo estaba/ Con ellos/ Les diré tres veces “no”/ Sin pensarlo/ El
gallo no cantará/ Se habrá quedado sin voz/ Y yo no podré sostener mi alegato/
Fue cuando divagué
intentando recordar otros de mis trabajos literarios en prosa. Yo no podía ser
político, era un escritor, sin ninguna discusión, y no supe explicarme qué
diantres hacía en las estribaciones del Conchagua, rodeado de multitud de
fantasmas en penitencia…
—Aprovechamos la luz de
la luna, y lo fresco de la brisa— William insistía que en bajada el trayecto se
acortaría. —No creo que nos extraviemos—y señalaba seguro de sí—, allá se ven
las luces del puerto, mirá…
Yo en cambio, con dudas,
tratando de bromear:
—De perdidos nos tiramos
por esos barrancos, rodando como pelotas…
Y la gente en el país del Siemprejamás padecía
de ceguera o de locura congénita. O tal vez de cobardía. Ya que no se atrevían
a jugar a hacer un Siemprejamás diferente, sin funcionarios corruptos y sin
rabia en las calles…
Fue entonces que sentimos
el ruidaje de un motor que se encendía. Y vimos surgir la luz que se
precipitaba a la salida de la hacienda. Una señal de estación y hacemos la
pregunta de rigor:
—¿Para dónde van?
—A San José…
—¿Ustedes son ticos,
acaso?
—A San José de la Fuente,
usted no deja que le explique…
—¿Por San Alejo o por
Santa Rosa?
—Por Santa Rosa…
—¡Como anillo en trompa
de cuche! ¿Sale el aventón?
—¡Sale! ¡Súbanse!
Antes de la media noche
arribaríamos, sanos y salvos, con el calorcito tropical de costumbre, a
nuestros destinos. Atrás fue quedando la carretera oscura y serpenteante. Y
allá, al fondo, el silencioso volcán de Conchagua, con sus 1243 metros de
altura, que inmóvil contemplaba embelesado, ahí a sus pies, al pintoresco golfo
Chorotega.
Imagen: Ilustración de
Fredis González.
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