(Cuento)
René Ovidio González
De repente he venido padeciendo sueños
desconcertantes. En esos sueños irracionales, las cosas o lugares se sitúan en
un rumbo que no concuerda con su ubicación en la realidad. He de poner
ejemplos: anoche soñé que el volcán de la ciudad en que vivo irrumpía en
erupción de manera trepidante. Las bocanadas de gases y materiales
incandescentes emergían con fuerza abrumadora y elevaban sus vapores a gran
altura con simultáneo rugir del monstruo natural que habita latente entre sus
cavidades.
Estábamos en un local en el centro de la
ciudad con traza de mesón o de refugio, digo «estábamos», pues había una
multitud que pululaba en sus pasillos, todos angustiados por lo inesperado del
suceso, un tanto inermes, impotentes y resignados a recibir lo que nos lloviera
del núcleo terráqueo. El magma en llamas impulsado por el volcán caía a escasa
distancia, poniendo en grave riesgo la vida de los inquilinos eventuales…
Lo ilógico de los sueños viene aquí: al
agresivo volcán yo lo miraba al este de la ciudad, un poquito recargado al
norte, bien pudiera decirse al noreste, tan cercano que tal vez estaría junto
al estadio de fútbol o sobre el reparto de Los Molinos de Viento, o quizás
junto al gran río de aguas turbias.
Todos conocen la realidad: el imponente volcán
está al oeste de la ciudad, un poco recargado al sur por La Malpaisera, bien
pudiera decirse al suroeste…
Otra noche, en un sueño similar, me vi en otra
ciudad, en la que viví de niño y adolescente. El cielo azul abierto desde el
recinto del parque me indicaba que todos los árboles fueron arrasados quién
sabe con qué propósito. Me senté en una banca del lado sur, pues el parque es
cortado por una calle, acceso a un templo, y me puse a reconocer el sitio.
Ahí se podía ver el reducido edificio de la
alcaldía municipal, también el caserón de portal medio destruido, afirman, por
un violento terremoto, y entre ambas estructuras el espacio amplio adoquinado
donde enfilaban a los chicos de escuela cada vez que la patria necesitaba
recordarnos quiénes la forjaron, bien o mal, para que aquellos, los chicos,
cantaran himnos e hicieran malabares a su honra…
Sin poder creerlo vi el volcán local y la
serranía que lo escolta. Se extendían al sureste, en donde debía estar la otra
cadena de montañas, la Juticá-Incuapurán. Solo que, la visión estaba a muy
corta distancia, en Tierra Ancha quizás, o abarcando los potreros de Los
Amatales que quedan a quince minutos yendo a pie por el camino vecinal.
Logré ver como si tuviera binoculares una
enorme construcción campesina en donde se movían unos hombrecitos. Era una
especie de bodega o fábrica, pues desde mi banca podía ver sus movimientos.
Junto pasaba un camino que ascendía por la pendiente del volcán. El camino se
antojaba magnífico, ancho, balastado y cuidado con esmero…
Ahora entremos deprisa en otro de mis sueños:
esa vez soñé que estaba soñando, y en lo que soñaba en el sueño, apareció de
nuevo la especie de fábrica y el camino magnífico del sueño anterior. No estaba
ya en el parque de la ciudad en que viví de niño y adolescente. Pero sí era la
misma ciudad, al norte. El sueño actual corregía de esta manera la ubicación
territorial. O geográfica.
Solo que en vez de un camino magnífico había
dos. El nuevo no tan magnífico ni con esmero en su cuidado, y para mí, única
opción. Ambos caminos eran casi paralelos y no sé cuál capricho de cuál
geniecillo o hada de los dormilones me obligaba a transitar por el más
dificultoso. Vi a los hombrecillos, en la irrealidad del sueño en desarrollo
eran seres minúsculos, que entraban y salían por la puerta única y descomunal
de la presunta factoría, ahora más cercana. Avancé sin miedo.
En breves instantes encontré el primer
tropiezo: enormes rocas con figuras de cabezas de animales, como caballos
risueños, dragones que solo veía en mis horas de letargo, y dinosaurios que
frecuentaba a diario en mi trajín de hombre despierto, obstruían el paso de los
caminantes. O mejor, eran esas rocas una especie de escalera, gradas con vida
propia, que el viajante tenía que sortear. Las cabezas móviles eran maromas a
subir por quienes quisieran trasponerlas. Pasar de una a otra no era fácil por
lo resbaladizas. Aparte de la semioscuridad que las rodeaba…
En el sueño que gravitaba en el primer sueño
recordé que ya antes anduve ese camino en otro sueño y sorteé esas cabezas de
leyenda. En tal ocasión escuché risotadas burlescas de caballos y el jolgorio
entre dragones y dinosaurios. Esa vez, como dije, pasé de todos modos. Llegué a
un punto en donde se abría una espaciosa sala. En la sala, un televisor. En el
televisor, las noticias de la tarde.
Y yo atento, escuchando con sorpresa la
información detallada de mi encuentro matutino con la huesuda. Los vídeos
mostraban, a ese público narcotizado por el amarillismo y adicto al
sensacionalismo, mis fotografías de joven y de apenas joven, hasta llegar a mi
rostro legítimo, demacrado por el tiempo transcurrido desde mi desaparición. O
secuestro. Había traspasado la frontera de las cabezas de piedra y este era ya
un territorio prohibido para gente honrada.
Me produjo hilaridad y decidí regresar, y
regresé. Debía ir, muriéndome de risa, montado en la mancuerna de sueños.
Desconocía cuál iba inmerso en cuál. Ni si las cosas o lugares permanecían en
su rumbo debido. No importaba ya. El recuerdo del sueño en que traspuse las rocas
me hizo desistir. Además, estaba atardeciendo y la oscuridad entre las cabezas
burlonas se acentuaba. Desistí, pues, y me lancé al camino.
Al caer me di cuenta que caí en un típico
restaurante, aunque en la irrealidad de los sueños se tornó una caverna vasta,
ahí ofertaban un cuarto en que introducían a las personas semidesnudas,
elevaban la temperatura a discreción con objeto de que los ocupantes del
encierro sudaran. Baño sauna, es el nombre.
Miré de pronto venir a mi padre. Con muchos
años de menos y paso seguro, con la misma camisa que lo vi varias veces al
verlo fuera de mis sueños. Le hablé, dije que nos íbamos a casa. Él me replicó
que no. Que de allá venía y que no deseaba volver todavía. Que se daría un baño
en aquella sala térmica. Lo perdí de vista en el sueño en que yo mismo me
perdí…
***
*** ***
Estoy en un cruce de caminos. Hay mucha gente
esperando el ómnibus. O la camioneta. Trato de reconocer los caminos. Nada me
dice nada. Nadie me habla ni me recuerda nada. La camioneta viene de arriba, de
la ciudad en que viví de niño y adolescente… ¿Que no quedaba abajo? Va hacia el
sureste, a la serranía, se oye el balido de animal herido, el pitazo sonoro,
cuando asoma por la cuesta…
El movimiento de la gente es de satisfacción.
Se levantan, se sitúan en un costado de la calle, esperan. El armatoste ruidoso
pasa por el cruce de caminos. La gente está pendiente. Pero el ómnibus, o la
camioneta, no se detiene, corre veloz con su ruido infernal tras de sí. La
gente queda entre sorprendida y fastidiada. ¿Esperar tanto para nada? ¿A qué
horas pasa la próxima? ¿Cuándo? ¡Por su madre!
Voy hurgando en mi pensamiento. En mis sueños,
debo decir. Comprendo que he extraviado mi capacidad de orientación. Entonces
oigo a mi padre roncando, en el salón de sauna, quizás en el mejor de sus
sueños. Despierto de los míos. Me doy cuenta en su justa dimensión que los
sueños, sueños son. Afuera, circulan envueltos en enorme ruidaje los microbuses
de las rutas urbanas que destrozan a diario la ciudad…