viernes, 22 de enero de 2021

Los sueños, sueños son


(Cuento)

René Ovidio González

De repente he venido padeciendo sueños desconcertantes. En esos sueños irracionales, las cosas o lugares se sitúan en un rumbo que no concuerda con su ubicación en la realidad. He de poner ejemplos: anoche soñé que el volcán de la ciudad en que vivo irrumpía en erupción de manera trepidante. Las bocanadas de gases y materiales incandescentes emergían con fuerza abrumadora y elevaban sus vapores a gran altura con simultáneo rugir del monstruo natural que habita latente entre sus cavidades.

Estábamos en un local en el centro de la ciudad con traza de mesón o de refugio, digo «estábamos», pues había una multitud que pululaba en sus pasillos, todos angustiados por lo inesperado del suceso, un tanto inermes, impotentes y resignados a recibir lo que nos lloviera del núcleo terráqueo. El magma en llamas impulsado por el volcán caía a escasa distancia, poniendo en grave riesgo la vida de los inquilinos eventuales…

Lo ilógico de los sueños viene aquí: al agresivo volcán yo lo miraba al este de la ciudad, un poquito recargado al norte, bien pudiera decirse al noreste, tan cercano que tal vez estaría junto al estadio de fútbol o sobre el reparto de Los Molinos de Viento, o quizás junto al gran río de aguas turbias.

Todos conocen la realidad: el imponente volcán está al oeste de la ciudad, un poco recargado al sur por La Malpaisera, bien pudiera decirse al suroeste…

Otra noche, en un sueño similar, me vi en otra ciudad, en la que viví de niño y adolescente. El cielo azul abierto desde el recinto del parque me indicaba que todos los árboles fueron arrasados quién sabe con qué propósito. Me senté en una banca del lado sur, pues el parque es cortado por una calle, acceso a un templo, y me puse a reconocer el sitio.

Ahí se podía ver el reducido edificio de la alcaldía municipal, también el caserón de portal medio destruido, afirman, por un violento terremoto, y entre ambas estructuras el espacio amplio adoquinado donde enfilaban a los chicos de escuela cada vez que la patria necesitaba recordarnos quiénes la forjaron, bien o mal, para que aquellos, los chicos, cantaran himnos e hicieran malabares a su honra…

Sin poder creerlo vi el volcán local y la serranía que lo escolta. Se extendían al sureste, en donde debía estar la otra cadena de montañas, la Juticá-Incuapurán. Solo que, la visión estaba a muy corta distancia, en Tierra Ancha quizás, o abarcando los potreros de Los Amatales que quedan a quince minutos yendo a pie por el camino vecinal.

Logré ver como si tuviera binoculares una enorme construcción campesina en donde se movían unos hombrecitos. Era una especie de bodega o fábrica, pues desde mi banca podía ver sus movimientos. Junto pasaba un camino que ascendía por la pendiente del volcán. El camino se antojaba magnífico, ancho, balastado y cuidado con esmero…

Ahora entremos deprisa en otro de mis sueños: esa vez soñé que estaba soñando, y en lo que soñaba en el sueño, apareció de nuevo la especie de fábrica y el camino magnífico del sueño anterior. No estaba ya en el parque de la ciudad en que viví de niño y adolescente. Pero sí era la misma ciudad, al norte. El sueño actual corregía de esta manera la ubicación territorial. O geográfica.

Solo que en vez de un camino magnífico había dos. El nuevo no tan magnífico ni con esmero en su cuidado, y para mí, única opción. Ambos caminos eran casi paralelos y no sé cuál capricho de cuál geniecillo o hada de los dormilones me obligaba a transitar por el más dificultoso. Vi a los hombrecillos, en la irrealidad del sueño en desarrollo eran seres minúsculos, que entraban y salían por la puerta única y descomunal de la presunta factoría, ahora más cercana. Avancé sin miedo.

En breves instantes encontré el primer tropiezo: enormes rocas con figuras de cabezas de animales, como caballos risueños, dragones que solo veía en mis horas de letargo, y dinosaurios que frecuentaba a diario en mi trajín de hombre despierto, obstruían el paso de los caminantes. O mejor, eran esas rocas una especie de escalera, gradas con vida propia, que el viajante tenía que sortear. Las cabezas móviles eran maromas a subir por quienes quisieran trasponerlas. Pasar de una a otra no era fácil por lo resbaladizas. Aparte de la semioscuridad que las rodeaba…

En el sueño que gravitaba en el primer sueño recordé que ya antes anduve ese camino en otro sueño y sorteé esas cabezas de leyenda. En tal ocasión escuché risotadas burlescas de caballos y el jolgorio entre dragones y dinosaurios. Esa vez, como dije, pasé de todos modos. Llegué a un punto en donde se abría una espaciosa sala. En la sala, un televisor. En el televisor, las noticias de la tarde.

Y yo atento, escuchando con sorpresa la información detallada de mi encuentro matutino con la huesuda. Los vídeos mostraban, a ese público narcotizado por el amarillismo y adicto al sensacionalismo, mis fotografías de joven y de apenas joven, hasta llegar a mi rostro legítimo, demacrado por el tiempo transcurrido desde mi desaparición. O secuestro. Había traspasado la frontera de las cabezas de piedra y este era ya un territorio prohibido para gente honrada.

Me produjo hilaridad y decidí regresar, y regresé. Debía ir, muriéndome de risa, montado en la mancuerna de sueños. Desconocía cuál iba inmerso en cuál. Ni si las cosas o lugares permanecían en su rumbo debido. No importaba ya. El recuerdo del sueño en que traspuse las rocas me hizo desistir. Además, estaba atardeciendo y la oscuridad entre las cabezas burlonas se acentuaba. Desistí, pues, y me lancé al camino.

Al caer me di cuenta que caí en un típico restaurante, aunque en la irrealidad de los sueños se tornó una caverna vasta, ahí ofertaban un cuarto en que introducían a las personas semidesnudas, elevaban la temperatura a discreción con objeto de que los ocupantes del encierro sudaran. Baño sauna, es el nombre.

Miré de pronto venir a mi padre. Con muchos años de menos y paso seguro, con la misma camisa que lo vi varias veces al verlo fuera de mis sueños. Le hablé, dije que nos íbamos a casa. Él me replicó que no. Que de allá venía y que no deseaba volver todavía. Que se daría un baño en aquella sala térmica. Lo perdí de vista en el sueño en que yo mismo me perdí…

                                                ***                         ***                         ***

Estoy en un cruce de caminos. Hay mucha gente esperando el ómnibus. O la camioneta. Trato de reconocer los caminos. Nada me dice nada. Nadie me habla ni me recuerda nada. La camioneta viene de arriba, de la ciudad en que viví de niño y adolescente… ¿Que no quedaba abajo? Va hacia el sureste, a la serranía, se oye el balido de animal herido, el pitazo sonoro, cuando asoma por la cuesta…

El movimiento de la gente es de satisfacción. Se levantan, se sitúan en un costado de la calle, esperan. El armatoste ruidoso pasa por el cruce de caminos. La gente está pendiente. Pero el ómnibus, o la camioneta, no se detiene, corre veloz con su ruido infernal tras de sí. La gente queda entre sorprendida y fastidiada. ¿Esperar tanto para nada? ¿A qué horas pasa la próxima? ¿Cuándo? ¡Por su madre!

Voy hurgando en mi pensamiento. En mis sueños, debo decir. Comprendo que he extraviado mi capacidad de orientación. Entonces oigo a mi padre roncando, en el salón de sauna, quizás en el mejor de sus sueños. Despierto de los míos. Me doy cuenta en su justa dimensión que los sueños, sueños son. Afuera, circulan envueltos en enorme ruidaje los microbuses de las rutas urbanas que destrozan a diario la ciudad…

 


 

sábado, 19 de diciembre de 2020

Vox pópuli, consensus, opinión pública

(Opinión)

René Ovidio González

Si se trata de política partidista, los involucrados simulan tener a su favor a la opinión pública. Pero, ¿es cierto lo que se afirma? ¿En qué consiste ese fenómeno llamado opinión pública? ¿Significa que todos están de acuerdo? Los juristas romanos de la antigüedad ya hablaban de «vox pópuli», locución que significa literalmente «voz del pueblo». Y se asegura que en la Edad Media, filósofos y hombres de leyes llamaban «consensus» a los movimientos de opinión colectiva.

La opinión de un conglomerado puede adquirir fuerza arrasadora si cumple algunas características en su desarrollo. A veces se confunde a la opinión pública con lo que no es y se utiliza con propósitos mezquinos, no digo maquiavélicos, pues asumo que Maquiavelo ha sido desprestigiado por los medios para lograr sus fines: obtener poder. O mantenerse en él.

Son los medios informativos, o desinformativos ―hay de todos colores y sabores―, que proponen agendas diarias. Ponen y quitan temas. Mientras el público discute el terrorífico discurso presidencial acerca del horrendo virus (este es un tema de agenda), el compinche del expresidente que robó del erario y afectó al pueblo, sale libre de cargos (este no es un tema de agenda) … El público, consciente o inconsciente, sigue aquellas temáticas, bailando al son de la agenda mediática, al difundir, al compartir. De esta manera se forman corrientes de opinión. De orígenes falsos, a veces.

En esta época de influencia cibernética, las redes virtuales juegan un rol decisivo en el juego de la información artificial. A diario, de manera persistente, manejan el pensamiento de los internautas. Conducen corrientes de opinión, engañan a un rebaño indefenso que ansía protección y seguridad. ¿Se puede hacer un concurso para determinar cuál presidente es número uno del mundo? Algunos podrán responder con optimismo: ¡Sí! Ahora digamos: ¿Se ha hecho ya? La respuesta es un rotundo ¡NO!

Pero la red mediática hace afirmaciones al respecto, con sinnúmero de corifeos tras esa idea. Ha creado una corriente de opinión cuya base es una mentira. Es tan insidiosa la influencia, que la selfie de un mandatario se vuelve tendencia, no la fotografía de una inocente niña vietnamita quemada por el napalm.

Ahora, veamos ¿qué es un héroe? Aquí responderá la RAE: m. y f. Persona ilustre y famosa por sus hazañas o virtudes. ¿Y qué tal si esa fama es falsa, fabricada por los medios o las redes virtuales, y en realidad, el que quieren elevar a la categoría de héroe solo hace su trabajo, trabajo que otro, que debió hacerlo, no hizo, o que otros ya habrán hecho antes?

Disculpen, muchá, pero responder preguntas en una interpelación y realizar actos propios de un funcionario, no hace héroe a nadie. Se ha sabido, en tiempo real, de muchas interpelaciones en la Asamblea Legislativa. Ninguna, que se sepa, ha mejorado la vida de los ciudadanos. Todas han sido sin pena ni gloria. Más bien son «reallity shows», circos de mal sabor.

Los ciudadanos debieran reaccionar ante las temáticas. Pocos lo hacen de forma consciente. Muchos van a donde va Vicente (del dicho popular, que va adonde va… casi toda la gente) A otros ni siquiera les interesa la agenda. Son indiferentes. De esta manera se forman corrientes de opinión disparejas. Hay una que domina. Explicado de manera sencilla: hay quienes creen que SÍ (aquí se agregan los que van con don Chente); los que opinan NO, son quienes, no importándoles ser minoría se mantienen allí; Y los indiferentes, que forman una enorme masa de pueblo. A menudo la corriente dominante se atribuye como propia esta masa. Contribuye a ello su silencio.

Pero los políticos olvidan algo: si las opiniones no son expresadas, no constituyen corriente, ni forman parte de la opinión pública. Pero en ese manejo sucio de las percepciones colectivas, dada la conectividad a nivel mundial, se ha pretendido mantener el silencio de la mayoría y, echar a quienes no callan al saco de los que no pesan, los del porcentaje menor. ¿Cómo?

Primero respondamos, ¿qué es una corriente de opinión? Ejemplifiquemos: se filtra información periodística, la compra ilegal de insumos del gobierno a la empresa Tal, propiedad de un funcionario Cuál, a precios sobrevalorados. ¡Un escándalo por el holograma de honestidad que proyectan! Los ciudadanos reaccionan. Los argumentos fluyen. Unos exigen rueden cabezas (es lenguaje figurado), otros solo condenan la compra de influencias (no es lenguaje figurado), y los hay quienes toleran el hecho con base a «si los otros robaron, hoy que roben estos».

Surgen rumores, además, que la empresa Tal tiene vínculos con un pariente del mandamás, pero este hecho fue ocultado por la prensa. El pueblo no lo supo. En este escenario hipotético, se formaron al menos tres corrientes de opinión en torno a lo que publicaron los medios. Lo que no publicaron, por arte de magia, no existe. Las tres corrientes aludidas forman lo que se llama opinión pública.

¿Y cómo pretenden callar a la población y borrar así la opinión pública? Con ardides y mañas. Para identificar la opinión pública se necesita que la gente se manifieste. Lo que un país piensa, si no lo dice, es nada. Se trata de la colectividad expresándose. No solo en redes virtuales. Vale afirmar: no todo lo expresado forma opinión pública. Si los arreglos de transferencias de futbolistas en clubes europeos son bajo de agua ―a pesar de las críticas de hinchas enardecidos―, y si el tema no es visible para la mayoría, si no es un hecho social, no será catalogado de aquella manera.

Las opiniones se vierten en lugares o espacios concretos, aparte de en los citados, en sitios de comunicación interpersonales: mercados, autobuses, plazas, oficinas, escuelas, fábricas, o en casa. Con el famoso virus y la exigencia de cuarentenas legales o ilegales, las posibilidades se redujeron a lo mínimo. Se nos amordazó, se nos pidió distancia social para quebrar la interacción, y se nos confinó a ser entes sin sentido de colectividad.

Si solo se puede opinar en casa y no se socializa con los amigos del barrio o la ciudad, no hay corriente de opinión. Si nos atenemos a las redes virtuales, inundadas de cuentas falsas, y operadas por ideólogos del poder con agendas exclusivas…Prrrrrrrfff (ruido despectivo, de un cachinflín soplado) … Lo próximo tal vez sea la clasificación de voces que reflejen colectivismo de «en desuso». Nos van a prohibir que emitamos juicios. Que escribamos. Que cantemos. Van a intentar estoquearnos con el estribillo: «Te ves más bonito cuando estás callado».

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Publicado en sección editorial de «El Emporio Digital». Septiembre 1 de 2020.

viernes, 20 de noviembre de 2020

Me quedé tan a deshoras...




(Poema)

René Ovidio González 

La tierra es rica y el maíz necesario.

El maíz y la tierra tienen algo de mar en la sonrisa

algo de camino

algo de ida

algo de retorno…

¡Cómo nos cuesta esta tierra cargada de mar

de senderos

de viajes nunca empezados

y de maíz risueño!

¡Cómo dejarla tras la línea del horizonte umbrío!

Mirame al rostro que aún está mi frente alzada

aunque mis zapatos estén viejos y gastados.

Me quedé donde dejaste todos los recuerdos

me quedé porque en mi barrio sembré cosas urgentes

y en el mismo solar mis pobres huesos

se harán polvo al renovarse las generaciones.

Me quedé y no te culpo

tan a deshoras supe que debía volar en pos de tu mirada

que quiero todavía y para siempre…

Estoy dispuesto digo

a que mis huesos se hagan tierra y algo mar.

Se hagan maíz risueño.

Se vuelvan convite

en la estirpe de los que mueren de hambre.

Aquí donde el ombligo también es solo nada…

 

viernes, 23 de octubre de 2020

Invasión, barbarie y saqueo


(Opinión)

René Ovidio González

Según los apologistas de la invasión al «nuevo continente» en octubre de 1492, incursionando los «civilizadores» en andurriales inhóspitos y sin civilizar, se paralizaron ante lo inhumano de los sacrificios de sangre de sus antiguos lugareños. Dichos sacrificios eran dedicados a sus ídolos, sacaban el corazón de sus víctimas, desollaban a sus prisioneros…

Los ídolos, eran los dioses de aquellos pueblos. En lo que respecta a creencias religiosas se sabe que no hay imposibles. Aquel enfoque ignora adrede la historia de las civilizaciones o culturas planetarias. Los nativos ―a pesar de la iglesia, que lo puso en tela de juicio― mostraban así su condición humana…

A los aborígenes les impulsaba quizás la misma fe con que ahora, religiosos aclaman, cada uno, a su dios particular. ¿Qué les parecería si hoy llegaran agresivos invasores con extrañas ideas sobre un dios desconocido, y lo impusieran con raros métodos, es decir, armas biológicas o tecnológicas, a costa de muerte y destrucción? ¿Y qué tal si se justificaran señalando idolatría? ¿Dónde quedaría la libre determinación de los pueblos? ¿Y su soberanía?

Los apologistas susodichos afirman que todo el exterminio europeo en contra de los nativos no fue, y que solo es el producto de leyendas negras. Las leyendas son «negras» porque, por ejemplo, dicen, Bartolomé de Las Casas no contó lo positivo que hicieron los españoles y exageró lo negativo. ¿Lo positivo?

Escribe Bartolomé de Las Casas:

«Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas…? ¿Cómo los tenéis tan oprimidos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les imponéis se os mueren, y por decirlo mejor, los matáis por sacar y adquirir oro cada día?»

Desde siempre el sistema educativo enseñó que a Colón había que rendirle pleitesía, pues era «audaz navegante que una senda ignorada cruzó…» Sus barcos eran sublimes y triunfantes. Era formador de mundos. Jamás se explicó la tragedia que sobrevino a los pueblos originarios. La palabra «invasión» fue evitada a toda costa. La palabra «barbarie» y la otra, «saqueo», ni se diga. Se escondió, además, la práctica inquisitorial aplicada. Mejor ignorar la cotidianidad del fraile Diego de Landa entre los Mayas.

Escribe Diego de Landa:

«Hallamos un gran número de libros… y no contenían otra cosa que no fuese superstición y mentiras diabólicas por lo cual los quemamos todos, cosa que les produjo mucha aflicción y gran resentimiento».

Escribe un cronista, acerca de Diego de Landa que en derredor de lo escrito solo veía hechicería:

«Recogió los libros y ordenó que fuesen quemados. Quemaron muchos libros históricos relativos al Yucatán antiguo que hablaban de sus principios e historia, cosas de gran importancia». 

Pero la iconoclastia de la incineración de libros se queda corta frente a este testimonio:

«Y… este testigo encontrándose en el dicho pueblo de Maní y Homun, vio a los dichos frailes colgar a muchos indios por los brazos y a algunos de los pies y colgarles piedras de los pies y azotarlos y rociarles cera caliente y maltratarlos tan de mala manera que más tarde, en el dicho tiempo, cuando como él ha dicho se les dio la penitencia y fueron sacados en el dicho auto público, no había una porción sana de su cuerpo en que se les pudiera azotar…»

Las bases que con frecuencia destruyen los invasores a los invadidos son las cognitivas, las culturales. Su historia, sus libros. De manera simultánea socavan su voluntad y su fortaleza física. No es cosa de sorpresa lo escrito por un tal Prescott: «…qué difícil es hacer de Francisco Pizarro un héroe, cuando era un individuo que ni siquiera sabía leer su propio nombre…»

Los nativos de acá conocían la importancia de sus anotaciones acerca de plantas, de animales, de astros, de hazañas pretéritas. Se afligieron. Se resintieron. Les llegó el desgano vital, falta de deseos de vivir, al verse atropellados: privados de sus tierras, de sus grupos sociales, de sus diversiones, de sus cultos…

La España actual no sería culpable del holocausto que sus majestades ejecutaron. Es probable deseen hallar lo catártico del asunto. Pero los ciudadanos de lo que ahora es Latinoamérica, al contrario, tienen la obligación de rememorar, porque si se diluye en olvido lo acontecido se corre el riesgo inminente de repetirlo. De sufrir lo que los pacíficos habitantes primigenios sufrieron. Aunque, viéndolo bien, no cabe duda ya se ha repetido, ya se ha sufrido. Han cambiado no más los tiempos, las formas y el nombre del invasor.

 


 

sábado, 26 de septiembre de 2020

Nostalgia


(Poema)

Omar Gabrielí 

He recogido tus palabras en mi bolsa

Cuando solo marché por el camino;

y he comprendido el valor de tu destino

en el claro rumor de cada cosa.

 

He recogido tu mirada en una rosa,

y el aliento sutil que te da vida

ha soplado mi alma temblorosa

cuando en mí posaste tus labios, despedida.

 

Hoy solo me queda tu recuerdo

y el eco de tu voz que a veces pierdo.

En la impresión de una mirada que reclama

me da la impresión que alguien te llama:

 

En el sol de la mañana, en la brisa

en cada arroyo cantarino,

y en la flor que me embelesa.

 

Vuelo de un ave o sonrisa

desde lo celeste o desde la tierra

que están gritando tu nombre:

Elisa… Elisa… Elisa…


Omar Gabrielí es colaborador de La piedra encadenada.

  


 

sábado, 12 de septiembre de 2020

Mil gallinas



(Cuento) 
René Ovidio González

Luciana, joven y diligente, se dedicó con afán a la avicultura. Empezó con unos cuatro animalitos y al cabo de un breve lapso, se convirtió en propietaria de mil aves de corral.

Con precio fijo de cinco pesos por gallina aliñada, se iba a la ciudad a distribuir el producto, y la distribución era efectiva: regresaba vacía de mercadería pero con sumas considerables en su cartera.

Un día de calor hirviente pues campeaba el verano, notó no sin preocupación que sus emplumadas amigas ―las aves, claro está―, antes lozanas y alegres, se veían tristes, desganadas.

Frente al temor de que pudiera haber llegado la peste a sus dominios, tomó una rápida decisión: revisó una a una las mil habitantes del corral y, ¡vaya!, solo trescientas estaban en condiciones saludables. ¿Qué debía hacer? Sacrificaría las trescientas animalitas para evitar el contagio. Dicho y hecho…

― ¿Trescientas?

― Sí, señora, trescientas…

― ¿Y por qué tantas?

Luciana tuvo que explicar a la dueña del restaurante Gallina India, la razón de aquella masacre de plumíferas.

― A ver― dijo la señora―, ¿me vendes trescientas gallinas ya peladas a cinco…?

Y de súbito, un fanal iluminó su cara regordeta, y abriendo enormes sus ojos:

― ¡Vamos a tu granja Luci…!

― ¿A qué, señora?

― Mira: te compro las trescientas gallinas, y las otras setecientas también, pero a mitad de precio…

― ¿Está bromeando? ¿Me compra las enfermas también?

― Todas, muchacha, a mitad de precio. Haz cuentas, trescientas gallinas a cinco pesos son mil quinientos, y mil gallinas a dos cincuenta son dos mil quinientos… ¡Mil pesos más! ¿Qué prefieres? ¿Que se mueran y perder ese billetal?

Luciana no terminaba de convencerse, ¿haría negocio con aquellas aves agonizantes, casi muertas? ¿Para qué servirían unos animales accidentados? Solo para dárselos a los perros, quizás…

La granja Las aves de Luci estaba a 25 minutos en vehículo. Llegaron…

La compradora inspeccionó a las moribundas emplumadas con ojos bien abiertos. Las colgaba tomándolas de las patas, chorreaba de los agujeros nasales un líquido espeso, “Ya están mocosas”, murmuraba. Otras no levantaban cabeza, el pico se pegaba a la tierra, la señora las sacudía y los agónicos seres no se meneaban…

“Estas son de la familia gallináuseas…”  “Esta pobre está más de allá que de acá…” “Esta otra ya estiró la pata”.

Los zopilotes planeaban en círculos arriba de las colinas, posándose de cuando en cuando en los árboles de los alrededores.

 “Ya sienten el tufo de la muerte…”

 ― Bueno, Luci, tú decides. ― Habló al fin la señora, dispuesta a efectuar la transacción.

 ― Pues, si usted se arriesga, yo…

 ― De acuerdo, mujer. ― Y sacó un teléfono móvil. Marcó un número:

 ― Mándame al motorista con el camioncito, que traiga cajas de cartón, vamos a cargar un producto.

El camión asomó perseguido por una gruesa nube de polvo, por el camino que cruza a cien metros de la granja Las aves de Luci…

Zas, zas, zas, empacaron.

―Aquí tienes tu cheque, muchacha, cámbialo ahora mismo si quieres.

Y ruuuuumm, ruuuuumm, el camión. Otra vez persiguiéndolo la nube de polvo. Los zopilotes planeaban sobre el vehículo, en un evidente intento de asalto. Luci los seguía con la mirada, meditabunda.

“Ya sienten el tufo de la muerte…”

Días, semanas, meses corrieron sin freno. Luciana volvió a la ciudad para hacer unos comprados.

― ¡Hola, Luci, preciosa! ¿Qué? ¿Me trajiste más gallinas?

― No, señora, es que aquel día me quedé pensativa. ¿Le habrá salido bien el negocio de las gallinas? ¿No se le murieron?

― ¡Ah!, muchacha, ¿y cómo iba a salirme mal tan buen negocio?, ¿para qué crees que son esos hornos modernos?, ¿no has escuchado nuestro lema en la radio?... “Del horno a la mesa, ¡uuumm!, sabrosura”.

Luciana quedó estupefacta. Y la señora:

 ―Con decirte que a varios comensales les oí que comentaban: ¡Qué gallinas! ¡Es que son indias!

 


sábado, 8 de agosto de 2020

La marca

(Cuento)

René Ovidio González


Al hablar de cualquier zorro, todos piensan en el héroe californiano cuya máscara escondía a un aristócrata señor: don Diego de La Vega.  Más aún quienes gozaron de niños la teleserie de 1957, en la que el famoso espadachín marcaba zetas al por mayor en la barriga hinchada de un sargento bonachón, silbaba a su caballo inteligente y se despedía haciendo un gesto de amabilidad, mientras tocaba el ala de su sombrero.

Desde Douglas Fairbanks hasta Antonio Banderas, las espadas no han dejado de marcar zetas, y los antifaces se han puesto de moda. Muchos caballos comunes optaron por llamarse igual que su pariente estrella: Tornado. Además, con las ventajas de la industria tintórea, lograron cambiar su pelaje de colores desteñidos―crin y cola incluidas―, a un pelaje negro brilloso…

El tal Banderas, a pesar de su españolidad, no superaba un problema en el plató al intentar marcar la célebre “zeta” a los representantes de la ley. Su entendimiento no lograba discernir, cómo siendo California de los Estados Unidos, y Los Ángeles también, aunque en la teleserie semeja un pueblito ibérico primitivo, hayan sido españoles malos y no buenos ingleses quienes gobernaran; él opinaba que no debía ser “zeta” de zorro sino “efe” de fox la que debía marcar, siendo que “La Máscara del Zorro” o “La Leyenda del Zorro”, en las que compartiría con Catherine Zeta Jones, serían películas parladas en inglés.

“Serán subtituladas”, le explicaban los productores. Subtítulos son los parlamentos escritos a pie de pantalla en el idioma de cinéfilos o televidentes. Además ―intentaban remitirlo al diccionario―, fox significaba zorra…           

El caso es que al marcar, su lógica predominaba. Siempre marcaba la “efe” de fox. La escena tenía que ser filmada otra vez y director y productores enloquecían. Han de saber las fans que siendo el actor compatriota de Fernando e Isabel, que equivale a decir Juan Carlos y Sofía, aquel don Diego comprendía mejor el inglés y el lenguaje a señas de Bernardo, y al conversar en su idioma natal revelaba un raro acento.        

Un día de tantos, fatigados de rodar y editar, tuvieron una ocurrencia. Harían un pedido a España de una espada doble, que parlara en castellano, así a la hora de filmar la escena de la marca, esta doblaría a la espada principal y marcaría la tan ansiada zeta de zorro y no la efe de zorra.

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Del Libro inédito: Cuando escampe ®. René Ovidio González ©.