sábado, 3 de febrero de 2018

Cantando encontré el camino


(Cuento)

René Ovidio González

Mirándolos y oyéndolos de tan cerca, imaginaba al guionista de Voces Inocentes, escribiendo la historia vivida. La película Voces Inocentes es un testimonio verídico y un homenaje a los que sufrieron la violencia militarista de la época de guerra. Oscar Torres, un chico salvadoreño que se autoexilió cuando solo tenía doce años, después de mucho tiempo, confesando admiración por su música, quiso hacerles un homenaje rescatando su historia como grupo musical. Lo que resultó es una revelación autobiográfica del dolor, de la inocencia violentada…

Supongo que saben de lo que hablo. El título de este trabajo literario es una frase de una de sus canciones. Surgieron en la década de los setenta, cuando los militares marcaban el paso de la moda en América Latina. Cuando los pueblos sufridos empezaban a responder con furor a los ejércitos y cuerpos policiales. Con canciones. Con muchas manifestaciones artísticas…

Año 2005. Noviembre 23. Treinta años han pasado. La lucha armada ha terminado en El Salvador. Muchos de los comandantes de la lucha pasada hoy son diputados, viajan en vehículos con vidrios polarizados marca Mitsubishi o Chevrolet y tienen secretarias sensuales y guardaespaldas fornidos. Si bien la pobreza persiste, la injusticia; y las leyes nocivas para los pobres,  la mentira institucionalizada y la desvergonzada impunidad.                                                                                                                                                                                                            
El grupo musical venezolano Los Guaraguao se presenta en Usulután, ciudad del oriente del país, cabecera del departamento homónimo al que llaman aún “El Granero de la República”. Ellos lo explican para disipar dudas: son los originales guaraguao, los fundadores del grupo. Amenazados, perseguidos. A pesar de ello, vivos y coleantes…

A cien metros al sur, una Discomóvil tuvo que silenciar sus estridencias. Antes el charro salvadoreño, imitador de los charros aztecas, que se presentara en la tarima que durante las fiestas populares mantienen frente al Palacio Municipal, había cerrado su participación para dar paso a Los Guaraguao, que se presentarían en el otro escenario, el que se hallaba en la bocacalle al poniente del Palacio. Enfrente adonde antes fue el conocido Hotel España. Yo estaba con Alejandro Gómez, con Lorena y sus hijas. Aquel mar de gente luciendo sus atuendos rojos y sus banderas desafiantes esperaba ansioso la música. Todos la esperábamos. Bueno, casi todos, vaya que la vida es irónica y a veces paradójica…

(Si yo afirmara en este momento que el Che Guevara visitó Chalchuapa para conocer las ruinas de Tazumal, llevado por su instinto de antropólogo y su interés por las culturas indígenas de América, de seguro habría dirigentes políticos que refutarían mi afirmación, por una sola razón: no saben nada. En realidad el que visitó Chalchuapa, no fue el Che, pues Ernesto Guevara de la Serna no era el Che todavía, sino un joven doctor de más o menos  veinticinco años que iría a parar a Guatemala para conocer in situ, los cambios generados por el gobierno democrático de Jacobo Arbenz; gobierno que pronto caería azotado por el torbellino del norte y la oligarquía chapina. A su entrada a El Salvador el futuro Che sufrió el decomiso de libros, durmió a la intemperie y pasó miserias.  La visita a Chalchuapa la recuerda Calica Ferrer, amigo de infancia y juventud del Che que le acompañó en su segundo viaje por distintos países. Ferrer se lo cuenta en entrevista al escritor argentino Mario Pacho O’Donnell, cuya familia fue amiga de la familia del Che).

Los Guaraguao preparan sus instrumentos, afinan, ensayan. Van a comenzar el concierto. La plebe congregada hace ondear el rojo de las banderas. Euforia generalizada. ĺmpetus de rebelión. Consignas. Alegría. 

Habla un miembro de la Comisión Política del partido de “izquierda”:

Yo ya los escuché cinco veces. Ya me aburren. He estado en cinco conciertos. Lo que sucede es que ellos no tienen mucha animación y eso les baja un poquito la calidad… 

Se lo decía a Alejandro Gómez. No obstante yo no pude evitar pensar y pronunciar en el pensamiento la palabra cabal: “¡Imbécil!” Y no quise detener mis ideas vulgarizadas que se desbordaron en cascada interminable: “Este idiota está acostumbrado a cantantes comerciales, verbigracia: aquella colombiana que mueve las nalgas como si tuviera un motor, con giros vibratorios insinuantes; o a bandas de majaderos gritando bayuncadas como: ¿A ver, dónde están los del Real?, o ¿Dónde están los del Barҫa? Vale que este inepto es miembro de la Comisión Política, ¿y si no fuera?...”

Llegó al colmo de pedir a Alejandro que le regalara un ejemplar de su último libro “para llevarlo a la escuela política del Partido” (¿?) A muchos les cuesta valorar el esfuerzo de los demás y la actitud de aquel puñetero es un ejemplo justo. Debía haber propuesto comprar el libro, pagar el privilegio de conocer las ideas de un escritor, de un cuentista; debía entender que hacer un libro no es solo sentarse, como se sienta uno en el inodoro, a dejar ir las heces…

Lo dijo como quien dice: Calín Calula prestame la mula para ir a Esquipulas. Es decir, como cualquier tontería. A la manera de cualquier cipote arrabalero, iletrado y sin experiencia.

Cuando se presentó la oportunidad aproveché mi irritación para aconsejar a Alejandro. No reparé a tiempo en la presencia de Corina, su hija adolescente, que antes fue alumna en mi clase de Lenguaje y Literatura:

—¿Te pidió un libro ese abusivo? ¡No le des ni mier…perdón, perdón…!

Corina, condescendiente conmigo y de forma inteligente, con una sonrisa cómplice explicó:

—No escuché, no se preocupe, no estoy aquí…

Cantábamos con Los Guaraguao. Disfrutábamos la música. Amábamos aquella voz inimitable. La de Eduardo Martínez: Cantando encontré el camino, un sendero y una luz… Gozábamos la energía manifiesta de José Manuel Guerra en cada golpe de sus baquetas.  Y el inepto volvió. Volvió para solicitar un aventón a Alejandro y para preguntarme, a manera de iniciar conversación, dificultosa por cierto debido a los códigos distintos que manejábamos y a mi sordera circunstancial, si estaba yo escribiendo otro libro:

(Fíjense que hablando de códigos ilegibles o de sorderas adrede, me cayó de repente en el pozo de la memoria un cuenterete que escuché siendo yo chico, del repertorio de los viejecitos simpáticos de antaño en sus formatos originales: El hombre necio vagabundeaba para matar el tiempo. El otro trabajaba. El necio diciéndole desde la calle: Adiós compadre. Y el otro respondiéndole: Cortando varas. El necio: Adiós le digo. El otro: Para un tapexco. El necio ya enfadado agarrándose los genitales por encima de sus pantalones: Aquí está su tapexco, compadrito. Y el otro parsimonioso: Para su madre, que lo necesita).  

—Yo nunca dejo de escribir, ni de leer.

Mi respuesta trataba de ser lacónica y engreída.  

En cuanto al aventón, siendo Alejandro como es, le prometió hacer un espacio en el vehículo. Y fue en el vehículo, ya en camino que se dio la siguiente conversación, a instancias de una constante provocación del susodicho miembro de la Comisión Política del partido de oposición. Iba blablablá en todo el trayecto. De repente Alejandro interrumpió aquel blablablá:

—¿Y cómo va el Partido? Y tu participación…

Y el inepto con todas las ínfulas del mundo diciendo:

—¡Bien! Fijate que he salido del país quizás unas siete veces.
—¿Ah? Entonces te ha ido bien. ¿Cuáles son los criterios para enviar fuera a alguien?
—Se decide en las sesiones. Los compañeros han insistido en que yo vaya, aunque yo les diga que no quiero ir, que manden a otro. En estos días estoy redactando el informe del último viaje…
—¿Adónde fuiste?
 —A Vietnam…

(Y yo sin hablar, pensando. Ya me imagino: este analfabeto va a decir en su informe que allá hay muchos arrozales, y que hombres y mujeres andan con un cucurucho ancho volteado sobre la cabeza, y que hablan bien raro, como chinos comerratones, que no entendió ni jota de lo que parlaban…)

El analfabeto no se detenía en su parloteo, “engolando” la voz como diría un radialista que conozco. Una urraca se quedaría pachita:

—Estos reportes ayudan a planificar la estrategia del Partido para echar a andar el socialismo a la salvadoreña…
—¿Y qué es eso?— preguntó Alejandro.
—Este… Eh… Bueno… Un socialismo, bueno, cada país es distinto… y el modelo de socialismo… tiene que ser… diferente para cada uno…

Fue entonces cuando yo intervine, hastiado de las respuestas trilladas que daba el susodicho personaje. Entré con los tacos por delante, o si se quiere, con el machete desenvainado:

—Para establecer el socialismo, el Partido debe ser más democrático, debe aprender a oír a la gente, cambiar esa forma impositiva, pareciera que solo lo que dicen los dirigentes tiene validez, o sea, se creen dueños de la verdad; los demás que se callen, que voten por ellos y nada más…
—No, mire, el Partido es democrático, el Partido oye las opiniones…
—Las de aquellos pícaros que buscan congraciarse o que andan a la pesca de un cargo, y que dicen lo que los dirigentes quieren escuchar…
—Todas las opiniones son analizadas. Es lógico que debemos estar adentro para cambiar las cosas. Mire: la dirigencia entiende que el Partido tiene que hacer un viraje…
—¿Hacia la derecha o hacia la izquierda?
—Este… Bueno… Eh…

El analfabeto se trabó todo. Pese a que la respuesta era tan fácil como aventar una piedra, y tan sencilla como abrir la ventana para ver llover (Debió responder que el viraje sería estratégico y no ideológico).

Era casi la medianoche. Para mi beneficio, llegábamos al primer pasaje de la colonia San Emilio, cerca del lugar conocido como El Rebalse, a la entrada de la ciudad, donde yo terminaba mi jornada, lleno mi antojo de escuchar, en concierto allá en Usulután, al admirado grupo musical venezolano.



Fotografía: Los Guaraguao, tomada de la cubierta de un disco.