lunes, 16 de marzo de 2015

El día que subimos a la piedra



          (Relato)
           Fredis González
     
     Del otro lado de la quebrada por donde vivíamos, estaba la antigua hacienda “La Segovia”, lugar en el que antiguamente se cultivaba el algodón pero que al terminar la cosecha sus dueños ordenaban arrancar las matas o quemarlas, quedando así el terreno muy claro y pelado, tanto que si alguien se paraba en la esquina nororiente del terreno podía ver hasta el cementerio municipal ubicado al surponiente del mismo. Fue en este terreno donde la Siguanaba asustó a Chael mi hermano mayor y a Armando Baires, su amigo de infancia. Cuentan que caminaban los dos cipotes, hondilla en mano por la quebrada en busca de garrobos como a eso de las 12 del mediodía cuando de repente se les apareció una mujer joven y hermosa en el borde del muro de la quebrada y les preguntó:
       ¿Y ya comieron?
      Los cipotes respondieron con una malcriadeza.
       ¿Y qué te importa hij’eputa?
     Y comenzaron a correr, pero no para huir sino persiguiendo a la susodicha subiendo a toda prisa por la pendiente del terreno y vaya sorpresa al llegar ellos a la planicie, ¡campas! ¡La mujer había desaparecido! Simplemente se desvaneció o se la tragó la tierra, no pudo haberse escondido pues no había donde. Aquí podemos cambiar la expresión que dijimos al principio: “Fue en este terreno donde dos cipotes garroberos asustaron a la Siguanaba”.

 

      Pero no era sobre esto que les quería comentar, es solo que se cruzaron los cables.
     El caso es que después de conocer la historia de “La hacienda La Segovia y la Sihuanaba” yo frecuentaba mucho este lugar con intenciones de encontrarme con la joven protagonista del cuento. La que le habría tocado de habérmela encontrado, le hubiese pasado lo de la brujita de la canción: “la castigaría con la guacharaca, yo le daría su garrotera pa’que respete yo le daría…”
     Jamás la encontré, pero lo que sí me hallé visitando ese lugar fue una hermosa vista del volcán de Usulután que aparecía hacia el norponiente como una postal y lo que me sorprendía era un árbol pequeño como el dedo pulgar que se veía en el filo del volcán, parecía un bonsai miniatura, o más bien una mosca parada en un pastel gigante.
   La imaginación empezaba a volar y recordaba las antiguas historias de posibles tesoros escondidos, el famoso Ermitaño que decidió por cuenta propia alejarse de la falsa sociedad y buscó refugio en la montaña. Pero lo que más llamaba mi atención eran las historias de árboles frutales en la zona volcánica, pues el hambre era eterna y cotidiana.
     Un día de repente alguien soltó la invitación: ¡Vamos a la piedra encadenada! dijo. Para el día sábado (no recuerdo la fecha exacta) estábamos reunidos un buen grupo de amigos: Carlos Ramírez “Calín”, Luis Amílcar, Rudy Argueta, Rolando, Nelson Benavides, Lito Campos y otros. Cada quien con su mochila repleta de cosas (agua y bastimento para el camino), machetes, bastones de madera, algunos binoculares y hasta camaritas (aún no existían los celulares)… yo preferí viajar ligero de equipaje, para qué llevar tanto me dije “si allá arriba hay de todo para mitigar el hambre y la sed”.
     Pasaríamos por Wilian Aparicio que estaría esperando en la salida del pueblo por “La Guasa” y si no estaba, le silbaríamos para que saliera de casa. Estuvo puntual. Salimos muy de mañana, cuando el sol aparecía en el horizonte nosotros ya estábamos en las faldas del volcán. Se sentía una gran emoción pues aquí comenzaba la travesía, estábamos a punto de ascender al reino del pájaro y la nube, un mundo privilegiado de árboles frutales donde no llega el smog ni el ruido de la ciudad. Después de caminar un rato cuesta arriba, llegamos a la cabaña… descansamos, comimos naranjas hasta saciarnos y continuamos el viaje… observé que Wilian se quedaba atrás y se desprendía del rebaño, quise esperarlo pero con una señal me indicó que prosiguiera, minutos más tarde lo teníamos al talón por la estrecha vereda sobrepasando al grupo con una rapidez impresionante y abriendo brecha con su machete pues hacía quizá ya mucho tiempo nadie visitaba el lugar y la vegetación había crecido. Pasamos por el árbol que desde el pueblo se mira diminuto, resultó ser un amate gigantesco que se mecía con el viento y parecía que se iba a desbarrancar. ¡Por fin llegamos a la piedra encadenada! ¡La emoción era indescriptible! Observamos la piedra, la palpamos, subimos a ella, tomamos fotografías. 
     Desde allí pudimos ver “ese mar tan tranquilo, tan azul, tan dormido que si no fuera un mar bien sería otro cielo…” Y anhelábamos tener dos alas para el vuelo.

     

Fredis González es colaborador de La piedra encadenada. 
Las fotografías fueron proporcionadas por el profesor Wilian Aparicio.
     

      

martes, 3 de marzo de 2015

Monseñor Romero pasó por mi barrio


             (Cuento) 
             René Ovidio González
          
       Estoy buscando la manera de recordar. Sucedió hace tantos años. Eran los tiempos de la adolescencia, cuando se hacían las cosas por imitación, por tradición; o porque los adultos así lo exigían y había que seguirles la corriente, no entrar en contradicciones estériles. O por motivos más mundanos, como ir tras una muchacha, aunque solo fuera para mirarla de lejos. En algunos casos podía ser que  se cumpliera una “penitencia” que nadie sabía y que nunca se  divulgaría. Lo cierto es que ahí iba, a veces vela en mano, quemándome las yemas, pasito a pasito y con carita de ángel que no quebraba un plato…
          Mucho tiempo después, mi esposa Orbelinda reiría con una risita nerviosa, frente a una actitud mía que ella catalogaría de irrespetuosa. Fue una burla tremenda, de veras. Nos encontrábamos en el interior del templo católico, en la ciudad de Jucuapa, yo me acerqué a la imagen de Jesús, la que visten con túnica morada en semana santa y que, al parecer, es la misma a la que cargan una cruz. Al quitarle la mentada cruz, el Cristo de madera con mirada suplicante y dolorosa, queda con una mano en actitud de mano extendida de amigo. Una mano que saluda. Yo me condolí de aquella pose sufriente, y amistoso tomé la mano que se me ofrecía. Me dirigí a mi compañera que se distraía en un sitio cercano, y dije muriendo de la risa: “Tomame la foto, para el recuerdo” Entonces fue que ella sacó su alegría nerviosa. Asustada me dijo: “¡Dios mío, te va a caer un rayo muchacho!”. Yo salí de prisa, para evitar que un bendito rayo destruyera la imagen de palo del indefenso nazareo.
          En mis años mozos no haría cosa semejante, así me pagaran. En esos tiempos escuchaba historias de santos que, debo aceptar, me impactaban. Despertaban mi curiosidad. La de Cristóbal, por ejemplo, que cargó a un chico, y que a medida se metía en la corriente del río, el cipote se volvía más y más pesado. Un niño de plomo. Porque el chiquillo cargaba el mundo, y las maldades del mundo son pesadas. Pero Cristóbal era gigante y pudo con el encargo. Llegó al otro lado con su bastón y su carga. Otra de las leyendas es la de Candelaria, que se iba desde el templo de Jucuarán hasta el mar. Allá tomaba un baño. Nadie podía abrir los portones del templo entretanto, y al abrirlos estaba ella en su altar con arenilla y conchitas de mar en sus cabellos húmedos. Esto sucedía durante la noche del uno de febrero  cada año. 
          También supe la historia de santa Elenita, a la que jamás pudieron pegarle su dedito. La Elena real, nacida en la antigua región de Bitinia en Asia Menor, cerca del mar Negro, no perdería un dedo en una de las guerras anteriores. Protegida por sus huestes buscaba la cruz donde clavaron a Cristo, y no se sabe si también buscaría la barca de Pedro, o aquel objeto codiciado que siglos después llamarían Santo Grial: una copa de oro o de madera fina en donde se cree Jesús y sus discípulos bebieron el vino de la última cena, a la que adjudicaban propiedades mágicas o misteriosas. Por fin, la Emperatriz, regresó con unas astillas que, según explicó, eran de la cruz donde murió el nazareo más conocido del planeta; y de mujer abandonada por un cruel emperador, Elena  fue promovida a la categoría de santa…
          La fama de “guerrera” de la santa se difundió hasta nuestros días. Cuando veo su imagen en las estampas, me doy cuenta que su atuendo es de legionario romano. En ese sentido se cuenta un relato muy gracioso. Yo conocí a la protagonista del relato: una anciana de nombre Justificación Corrales. Dicen que llegaron soldados del gobierno a su vivienda. Andaban persiguiendo guerrilleros. O quién sabe si perseguidos por ellos. La abuela los hizo pasar, y siendo conversadora como solo ella podía ser, agarró plática y no la soltaba. Casi dos horas, y los soldados dormitando en unas hamacas. Al disponer marcharse por orden de sus oficiales, la señora les echó la bendición, encomendándolos a santa Elena, “pues la virgencita era guerrillera igual que ustedes…” 
          Al principio de esta narración dije: “Estoy buscando la manera de recordar” Esto es solo retórica, en honor a la verdad digo: Lo recuerdo a la perfección, como si ayer hubiese pasado: era la primera vez que yo vería de cerquita al Obispo de Santiago. Al que después sería Monseñor, a Oscar Arnulfo Romero. Sí, el mismo que diría: “La verdad es siempre perseguida”, o la otra frase: “Sé humilde, no te hagas el humilde”…Es conocido su llamado desgarrador a las bases de la guardia nacional, de la policía, de los cuarteles: “Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos (…) Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla, ya es tiempo de que recuperen su conciencia…”         
          Yo estaba cerca del lugar donde pasaría el Obispo. La procesión recorrería las principales calles de la ciudad. Durante el recorrido se cargaba en hombros la imagen de la Virgen, la “guerrillera” que decía la matusalénida Justificación Corrales. La gente celebraba sus fiestas populares el dieciocho de agosto. La procesión culminaba con la quema del “Castillo”. Era un desparrame de pólvora, de “torofuegos”, de ruidos de juegos mecánicos, las “ruedas” que tanto nos gustaban, de grescas de borrachos y estampidas de fisgones, de cinqueras, de bulla de altavoces anunciando a la “Empresa Mercedes”, de puestos de dulces de higo, conserva de tonto, coco rallado, en fin: la alegría…
          Aquella voz atrapó mi atención y quedó grabada en mis oídos. Iba pasando, a unos cuatro metros de donde yo esperaba el desfile religioso. Caminaba despacio, micrófono en mano. Su voz era impactante.  Fue mi primer encuentro con esa voz solidaria, con su palabra consciente. Nadie sabía entonces que el obispo Romero se enfrentaría con las fuerzas del mal como lo hizo, y que se convertiría en símbolo de liberación universal. Nadie que no fuera él, desafiaría a los sicópatas al ordenar a su pueblo avanzar, con los fusiles de la guardia apuntándoles delante. Cuentan que iba la procesión encabezada por Monseñor. Entonces los guardias intentaron impedir su paso. La ciudad de Aguilares tenía más de un mes de estar sitiada y vejada por militares. La gente dirigió las miradas temerosas al Arzobispo esperando de este la orden de repliegue. Romero decidió lo contrario, proseguir la marcha, y la guardia tuvo que apartarse…
         Al pasar junto a mí, el Obispo de Santiago decía: “Es admirable la devoción de este pueblo por su santa, la Emperatriz Elena, y el respeto que guardan por sus propias tradiciones, por su cultura. Mi admiración para ustedes, hermanos, sigan siendo unidos y solidarios y ante todo, luchen por hacer realidad sus sueños, jamás permitan que les arrebaten ese derecho inalienable: el derecho de soñar…”