sábado, 4 de agosto de 2018

A popo chin: una tradición perdida


(Relato)
José Víctor González

   “Dios mío, Dios mío, qué solos se quedan los muertos...”
                                                                                     La Bruyere.

A po po... A po po... A po po… Así decían las gentes de mi pueblo que sonaban los tambores, en lugar del conocido bom-bom, pero en realidad había un tanto de error en la percepción ya que más bien, diría yo, tal sonido era producido por ese instrumento musical conocido como la Tuba, ya que por su forma y tamaño, producía un sórdido rumor que servía de complemento para el resto de sonidos que formaban la melodía total, bien ejecutada por las bandas musicales que nos visitaban.

Era costumbre del Comité de Festejos Patronales traer alguna Banda para motivar a la gente a la alegría de nuestras fiestas, o incluso en algunas ocasiones, venían de parte de sí mismas sin invitación y voluntariamente se hacían presentes en la parte sur del parque central para alegrar las mañanas después de la misa dominical, bajo la centenaria ceiba.

Y es que nací y crecí en una época en donde la alegría y la tragedia se perseguían mutuamente, tanto podíamos estar de un lado como de otro, siendo para nosotros aquello tan cotidiano.

En llegando el mes de diciembre, se sobrevenían uno tras otro, acontecimientos ante los cuales uno jamás podía substraerse; siendo tan así las cosas que ahora me mueve trasladarles un par de relatos.

Gozando todavía de cierta relativa tranquilidad, y digo relativa ya que de repente en cualquier reunión, celebración o fiesta salían a relucir los machetes o pistolas de algún borracho irresponsable que no respetaba vidas ni honras, una noche cualquiera de fin año, mi hermana mayor decidió ir a bailar a los famosos “Tabales de San Benito” Estos siempre fueron una especie de baile popular donde se exhibía una imagen del Santo y ya fuera que te cobraran por entrar o pagaras por canción bailada, el mismo  le servía de solaz a la gente que se preparaba para las fiestas de navidad y año nuevo.

En una de esas ocasiones yo decidí acompañarlas, y solamente mirando me divertía más, pues siendo apenas un doncel no bailaba; cuando de pronto decidí abandonar la algarabía ya que sentí un poco de sueño.

La fiesta se celebraba en la salida del pueblo en casa de la Sra. Gertrudis Aparicio y esta continuó muy animada mientras yo empecé a recorrer las calles que a esa hora ya estaban solitarias; tras de mí quedaron las gentes danzantes que muy alegres gozaban, mientras yo anhelaba fervientemente llegar a casa y reposar un poco; solamente uno que otro perro callejero me encontré al paso y el canto de los grillos me hacía compañía.... allá, arriba, las estrellas me miraban titilantes en su lejanía.

Enfilé mis pasos por esos callejones que conducen al Mercado Municipal, doblé al poniente y luego gire hacia la derecha nuevamente con rumbo norte, cuando alcancé a llegar a la casa donde vivía la Sra. Mauricia Morales, por aquel entonces trabajadora municipal (encargada general de la limpieza del Mercado); dicha Sra. y su hija, me constaba fehacientemente, se habían quedado en el baile antes apuntado; su casa estaba sola y su puerta que daba acceso al interior del solar, bien cerrada; cuando de pronto sin decir agua va, de entre esa misma puerta salió una mujer caminando (no se con cuáles pies ya que no se los vi), pero el verla atravesar la madera sin recibir daño alguno me pareció espectacular; era alta y toda ella era de color blanco, giró su cabeza como para verme (no se con cuáles ojos) tal como si se sorprendiera al coincidir conmigo en el mismo punto... No sé sinceramente quién de los dos se asustó (en realidad no sabría decir si los fantasmas se asustan al verlo a uno de repente); pero como cuando a una persona le preocupan otras cosas y no lo que tiene al frente, como sin darme importancia volteó la espalda y meditabunda siguió su camino hacia dentro del solar para finalmente perderse en la obscuridad como una sombra entre las sombras, mientras yo, aligeré mis pies hasta mi casa dos cuadras adelante.

A pesar de todo, jamás comenté estos hechos a nadie, pues de harto conocía lo supersticiosa que era la gente de esa época; tampoco me dio fiebre ni cosa por estilo, ya que algo había leído al respecto a una edad temprana y traduje dicho acontecimiento de acuerdo a lo aprendido. Ya había yo tenido experiencias similares anteriormente, pero haber leído un libro titulado “Mirando al misterio” me dio una idea exacta de dichos fenómenos y me permitió reaccionar adecuadamente ante tales circunstancias.

A pesar de todo, yo estaba un tanto arisco por aquellos hechos que en derredor mío se suscitaban, sin saber que iba a ser sorprendido una vez más por la vida... (¿O por la muerte...?)

Ya íbamos casi a la mitad de la década del setenta cuando muy cerca de casa, donde de forma sencilla vivíamos como familia, falleció una agradable ancianita muy querida por todos; dicha señora gozaba ciertamente de una buena posición económica en la Ciudad y su deceso fue verdaderamente un acontecimiento para el pueblo, ya que se consideraba ser la persona que mayor edad había alcanzado en ese tiempo dentro de la comunidad.

Como dicha Sra. ya casi alcanzaba el siglo de vida, yo andaba pensando, en mi cabecita infantil, que había personas que venían a este mundo para vivir por siempre, mas cuando me enteré de su muerte me dije: Así que no hay excepción, todos nacemos para un día morir...  vaya...!  vaya...!

La noticia corrió como pólvora encendida por todas las calles y los “agencios” propios del velatorio no se hicieron esperar; los preparativos para el mismo incluían la contratación de una Banda musical que acompañara semejante circunstancia y he ahí, lo que me llamó poderosamente la atención: ¡¡¡Morir contento...!!! ¿Qué cosas, no? Este había sido el último deseo de la fallecida y no quedaba más remedio que cumplir. Algunos familiares y allegados se ofrecieron para ir al Destacamento Militar más cercano y hacerse de los servicios de la conocida Banda Regimental, que ya muy frecuentemente nos visitaba como lo menciono renglones arriba.

El sol se ocultó en el poniente como una inmensa brasa que se apaga lentamente, más triste que de costumbre dando paso a la obscuridad de la noche; enseguida, el ataúd fue ubicado del lado norte de la espaciosa y aireada sala de aquella casa señorial. Las gentes comenzaron acercándose para ver en qué podían ayudar, la Banda también llegó muy rápido y empezó a afinar sus instrumentos en medio de mi asombro. 

De pronto, aquel ambiente lleno de dolor se inundó con las primeras notas de una canción: “Esta noche la paso contigo” de Los Ángeles Negros. Las gentes que iban llegando se entusiasmaron y comenzaron, en voz baja, a pedir o a sugerir algunos títulos de composiciones de moda en esa época... y en menos de media hora los músicos se “despacharon” con varias de ellas, claro está, complaciendo a quienes los rodeaban, tales como: “Llorarás, Llorarás”, “Cuatro cirios”, “Grítenme piedras del campo”, “Guitarras, lloren guitarras” (Violines lloren también); “Te vas ángel mío” (ya vas a partir); “Sufrir”.

Yo me quedé verdaderamente frío, estupefacto, y no sabía definir si había comenzado una velación... ¡o una fiesta! 

Continuará...


José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.