sábado, 24 de octubre de 2015

Borregolandia


         (Cuento)
         
         Fredis González
      
      Era un pueblito muy pintoresco situado en la zona costera del país, sus ciudadanos vivían de lo que hubiera chance y chance casi no había porque ya todas las plazas estaban ocupadas. El nombre de Borregolandia lo obtuvieron por decreto legislativo varios siglos atrás, debido a que por su plaza central se paseaba a sus anchas todo el tiempo una manada de burros que entraban y salían como Pedro por su casa y algunas veces entraban y se quedaban por tiempo indefinido y una vez dentro nadie se atrevía a sacarlos porque quien quisiera hacerlo se exponía al escarnio público ya que los burros eran considerados sagrados en aquel bonito pueblo, al igual que las vacas en la India, con la única diferencia que hoy en Borregolandia las vacas producen leche y carne para el sustento de los ciudadanos y los burros en cambio lo único que logran es que los ciudadanos se contagien con sus burradas.
      Las fiestas religiosas de aquel pueblo eran muy alegres, lo mismo las fiestas deportivas con equipos de muy buena casta de los que los poblanos se sentían altamente orgullosos; cuando se realizaban las fiestas patronales o lo mismo cuando se efectuaba un encuentro deportivo, la gente se ponía sus mejores parches para asistir, parches que compraban con el dinero que les sobraba o quizás que les faltaba después para comprar frijoles, porque es cierto, eran tan adeptos que se quedaban hasta sin comer por asistir a uno de tales eventos; todo esto provocaba una gran algarabía pero lo que más alboroto hacía eran las elecciones, ya fueran estas presidenciales o municipales o bien elección de la reina de los festejos no importaba, lo bueno era que habrían elecciones y aquello demostraba que el pueblo estaba evolucionando, que ya no era el mismo de antes porque ahora sabía utilizar los instrumentos que la democracia le proporcionaba, no importaba que los candidatos o candidatas fueran los mismos y las mismas (me provoca estrés esa nueva denominación de géneros) de siempre y que las elecciones se hubieran convertido en una rueda de caballitos en la que se subían unos y otros por turnos.
      Y cuando alguno se emborrachaba de tanto dar vueltas y de tanto tomar (lo que no le pertenecía) el que más aguantaba (el más descarado diría yo) se quedaba por más tiempo y ya sabía que el candidato o candidata para la próxima elección sería él mismo o ella misma y que solo bastaba con regar la bola que el pueblo ya no lo quería por corrupto, porque parece ser que al decir que un candidato es corrupto eso produce un estado de frenesí en las masas adormecidas con el brebaje de la demagogia y les eleva la adrenalina y terminan idolatrando al corrupto, al fin y al cabo ya la cúpula partidaria había dictado su sentencia: “el candidato es el mismo”… y no se podía contradecir la orden, había que seguir la línea y todo aquel que se opusiera se convertía en piedra de tropiezo y tendría que ser eliminado a como diera lugar porque ya lo decía la Biblia: “Ay de aquel que haga tropezar a uno de mis pequeños, más le vale que se cuelgue una piedra de molino al cuello y se arroje al mar”…muchos estaban dispuestos hasta a darle una ayudadita al desdichado.
      En fin, volviendo al tema de Borregolandia, en tiempo de elecciones solo había que regar la otra bola que el candidato esta vez sería don Bernabé R. y luego después desvirtuarlo diciendo que dicho señor estaba loco y que “¿Quién quiere a un loco en ese puesto?”. Estos rumores tenían que llegar a oídos de todo el mundo pero no a los de don Berna, como se le conocía, pues él era una pieza esencial en el engranaje para que la maquinaria siguiera funcionando y con la ventaja que no cobraba ni un céntimo; solo era necesario hacerle unos pequeños sobornos al cura del pueblo diciéndole que se le remodelaría la iglesia que tan diligentemente pastoreaba y en la cual a su vez por influencia de los borregos mayores él se estaba convirtiendo sin darse cuenta en un verdadero déspota con sus feligreses, él mismo decía en sus prédicas: “¡Dios tarda pero no olvida hermanos y cuando sea el día del diluvio de fuego, en la nave de Noé no se permitirán burros!”



Fotografía: de Wikipedia, "la enciclopedia libre".



Fredis González es colaborador de La piedra encadenada. 


         

sábado, 10 de octubre de 2015

El día que llegó Cirilo


          (Relato)
     
          René Ovidio González

        Nos reuniríamos en aquella casona antigua que estaba por La Fuente, al rumbo por donde sale el sol, pasando la calle. El compañero que me avisó del encuentro pidió estricta discreción al respecto. «Viene Jehová Márquez Lizama», me informó con aires de misterio. ¿Qué clase de dirigente era aquel que debíamos cuidar celosamente? ¿Quién sería ese Jehová mentado? ¿Su distintivo de deidad suprema era real o ficticio?
       La estampa del joven que entró saludando a medio mundo igual si saludara a viejos conocidos está nítida en mi memoria. Tomó asiento frente a nosotros, cinco o seis asistentes, estudiantes todos de bachillerato. Antes, había sacado su arma: metió su mano bajo la camisa que andaba por fuera, en un movimiento rápido y seguro, ensayado quizás, y puso la nueve milímetros en la mesita de enfrente.
       Por su aspecto de muchacho muy bien tratado, nadie hubiera tenido asomos siquiera de imaginar lo que él era. No sé si a estas alturas del tiempo transcurrido yo altere sin intención las percepciones vividas, pero puedo asegurar que lo vi pasadito de libras. ¿Y este gordito es guerrillero?, pensé. Las dudas brotaban de los ímpetus de mi entender impaciente.

       «Soy Jehová, supongo les habrán informado», dijo de romplón. Y prosiguió aclarando detalles.

       Explicó la coyuntura social y política del país. Criticó la injerencia descarada y siniestra de los yanquis. Y defendió el derecho de organización de la gente. En breves momentos yo advertí su desarrollo intelectual y su audacia. Mientras él hablaba, y para sorpresa unánime, en la emisora La voz del litoral comenzó a oírse aquella canción de Los de Palacagüina:
                   
                     La tumba del guerrillero dónde, dónde, dónde está.
                    Su madre está preguntando, nadie le responderá.
                    La tumba del guerrillero dónde, dónde, dónde está.
                    El pueblo está preguntando, algún día lo sabrá…   

       «Esa va para nosotros», dijo Jehová sonriendo. «Qué a propósito de la reunión, ¿no les parece?»

          Se despidió, argumentando que tenía otra obligación trascendente. Tomó el arma, la colocó en su sitio y se marchó. Nosotros dimos continuidad a la sesión…
      Años después yo había de recordar aquellos tiempos pretéritos, cuando una noche al escuchar la radio de los rebeldes supe la nefasta noticia. La radio daba a luz un parte de guerra de la Comandancia General, en el que evocaban a combatientes caídos en las últimas batallas contra el ejército de la dictadura. La voz pastosa del locutor detonaba sin prisas las palabras, lastimadas pero firmes. Leía nombres de pila  y seudónimos:
   
       «Compañero Jehová Márquez Lizama, comandante Cirilo: ¡Hasta la victoria siempre!»

       Desde entonces yo busqué la canción de los músicos nicaragüenses para guardar ahí el recuerdo. Ahora, cuando el tiempo inexorable empieza a teñir de blancura mi ideario, surge la sinfonía de imágenes, brota de los ríos inagotables de la memoria y se conjuga en el aire añejo de aquella casona antigua, que ya no es. Y al cobijo de las ceibas ancestrales y por las calles inveteradas del pintoresco barrio retoñan las notas musicales, los ritmos, los ecos que desde el ayer, el hoy, y el siempre escoltarán al compañero Jehová, o Cirilo, comandante insurgente… 

La tumba del guerrillero dónde, dónde, dónde está.
Su madre está preguntando, nadie le responderá…
La tumba del guerrillero dónde, dónde, dónde está.
El pueblo está preguntando, algún día lo sabrá…
  
       Uno no muere por completo mientras haya alguien que lo recuerde. Honor a los héroes de esta tierra.