sábado, 7 de abril de 2018

Isaac, mi amigo


(Cuento)

René Ovidio González

Mañana de diciembre. Brisas heladas. La carretera es una cinta oscura intentando esconderse en el manto verdoso de la vegetación circundante. Al sur, la visión de la cordillera Jucuarán Intipucá aparece y reaparece indecisa detrás de la lechosa neblina del amanecer. Son las 5:30, hora joven y promisoria de un hermoso día. En la pendiente curvada del trayecto antes de llegar al desvío El Brazo un hombre con fusil y uniforme verde olivo hace señal de parada…

«Hoy madrugaron los soldados», dijo el conductor de la camioneta.

Como iba detrás de él en primer asiento me incliné y le murmuré: «No son soldados». Aquel supuesto militar no usaba botas, me fijé en ello, sino unos zapatos amarillos bastante maltratados. El motorista incrédulo miró por el espejo retrovisor y preguntó: «¿Y qué son, entonces?».

«Hasta la pregunta es necia», pensé. Me disponía a responderle cuando un muchacho con vestimenta oscura y sombrero, fusil en ristre, se acercó sonriendo:

«Buenos días, ¿nos hace el favor de colocar el vehículo cruzado, aquí no más?».

Al divisar una casa al otro lado del desvío, sobre la vía principal, saqué impulsivo mi cabezota por la ventanilla y…

«Compa, ¿por qué no deja que nos bajemos y nos vayamos a aquella casa?»

«No», dijo con amabilidad. «Solo van a ser cinco minutos, vienen unos compas del volcán y ya están cerca, no se preocupen: no les pasará nada». Acto seguido se comunicó con los del volcán: pajarito aquí, pajarraco allá, zopilote no sé qué, cuervo no sé cuánto…

En minutos el cruce de calle verdeaba de muchachos guerreros. Dejaron atrás la pavimentada. En eso emergieron de cercos y vegetación muchos a quienes no vimos antes, con bazucas, ametralladoras de trípode y otro tipo de armas de grueso calibre… «Adiós, adiós, adiós», ellos, divertidos. «¡Que les vaya bien!», nos decían.

Con los años supe por crónicas escritas que esa vez la radio clandestina iba de Morazán al sur. El destino de aquel contingente era uno de los campamentos instalados en la cordillera.

Es imperativo aclarar que estudiábamos en San Miguel la última etapa de nuestra preparación para el ejercicio de la docencia. De Ciudad Normal nos echó el Ministerio de Defensa pues llegaba de USA un batallón contrainsurgente, y el gobierno creyó era más útil al país que el pelotón de profesores dispuestos a desterrar la ignorancia. Nosotros saldríamos expertos en enseñanza. Ellos venían duchos en una modalidad de guerra llamada tierra arrasada, y ocuparían las instalaciones de Ciudad Normal convirtiéndolas en cuartel…
                                               ***                      ***                     ***
El susto pasó. Salimos con vida y enteritos. Y al llegar al Tecnológico, ya se sabía la noticia con colas y adornos. Aseguraban que estábamos atrapados en medio de fuego cruzado, que varios quedábamos heridos o desaparecidos, y empezaron la joda. Isaac Lizama el primero:

«Y al ver a los guerrilleros, ahí mismito te surraste».

«¿Y por qué me iba a surrar?», dije fingiendo malestar por la chacota. Y arremetí con saña: «Te has confundido chamaco: ¿me mirás afligido? ¿O no tengo los bigotes bien puestos? Vos sí te hubieras ido en curso, que si no te ponían un tapón inundabas el río Grande y la laguna».

Isaac era sagaz. Incisivo. Uno tenía que lidiar con sus mismas armas para salir airoso. En los recesos me mantuve alejado, mostrándome bravucón. Pero al llegar la hora de salida fue él quien se acercó y me indicó:

«Vendrá un microbús, si querés te vas con nosotros, por Las Placitas». «De este otro rumbo no están corriendo buses, y por tu seguridad…»

Desde el momento de subir al microbús Isaac empezó la mojiganga. Se burlaba y celebraba su diversión, decía que me iba a trasladar a un hospital, que me veía deshidratado por la embarrada; que habría sido de su gusto verme suplicándole a los muchachos, que me iba a extender un salvoconducto y cada vez debía mostrárselo a…

«Sí, don Moscandante», confundía yo adrede la palabra comandante.

Él haciendo caso omiso de mis embates seguía: que si me desmayé al ver los fusiles, que si me escucharon rezándole a la virgen de Candelaria, que mejor su abuelita siendo mujer era más arrestosa; y que… ¡En todo el camino! Quería retarlo a que nos diéramos penca. Pasamos por Las Placitas… «Dicen que en las cercanías de San Jorge a veces salen los compas», dijo. «Entonces alistá el papel higiénico: ¡me va tocar limpiarte!», le respondí a carcajadas. Y le solté una retahíla de chabacanadas…

Fue nuestro último encuentro. Semanas o meses después, no lo sé, partió a la contienda. De José Isaac Lizama pasó a un sucinto Froilán, nació así el comandante Froilán. Deseaba encontrármelo, para saludarlo y echarle un par de pullas, reafirmarle que no me surraba al verlo y que, si lo disponía así, botara el fusil y nos diéramos penca, entre machos, y reírnos después, para siempre. Al detenerme en los retenes insurgentes mis ojos examinaban los rostros buscando los rasgos de Isaac, y jamás lo vi.

A veces mi madre murmuraba a mi oído: «Hoy llegó Isaac al mercado. Me saludó y preguntó por vos».

En cierta ocasión ella tornó más temprano. Se aproximó. Puso su mano sobre mi cabeza, alisaba suave mi cabello de adelante hacia atrás… «Ahí anda Isaac», dijo. «¿Por qué no vas a verlo, hijo». «Sé que quisieras hablar con él». Y con su corazón de madre en un hilo dejó ir el presagio: «No sabemos lo que le pueda suceder».

Emprendí una búsqueda desafortunada. Isaac y su tropa iban lejos.

Tras el término de la refriega busqué entre el cúmulo de historias la de mi amigo. Las versiones de tres excombatientes rebeldes no logran coincidir: Jeremías, Pepe y Daniel me revelaron distintas formas de morir de Isaac. Hay una cuarta versión: la de los paisanos, derivada supongo de la narrada por Daniel. Jeremías dijo que Isaac murió mientras ejecutaba un sabotaje a un poste del tendido eléctrico: la carga le explotó en las manos al tratar de colocarla. Pepe expresó que Isaac murió por un descuido en tanto limpiaba su fusil: el arma se disparó por accidente. Daniel me refirió lo que a él le contaron: Froilán dio una orden, disparar a lo que se moviera por un flanco de acceso al campamento eventual, pues sospechaba era la ruta de avance del enemigo. Él mismo olvidó la orden y salió a explorar con otros guerrilleros. Al regresar entraron por el camino prohibido: los compas abrieron fuego sin saber que tiroteaban a sus compañeros y mataban a su propio comandante…
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Escribo estas letras a la sombra de los cerezos en flor, viendo trepar en los pepetos, atropellándose en la corrida, a las iguanas verdes. Observando a los basiliscos que huyen de sus propios miedos con la testa levantada. En el cielo sin nubes un gavilán acecha poniendo los ojos en las palomas que reposan en las ramas elevadas de la ceiba. Lo veo y escribo. Escribo y recorro las veredas de la memoria. Persigo al escribir que Isaac, mi amigo, no caiga malherido en ninguna de las versiones difundidas de su muerte. Preciso prevenirlo y socorrerlo de las guasas de la parca. Para que no se extinga su entusiasmo y su brío entre los nuestros…