miércoles, 20 de julio de 2016

De sustos, apariciones y otros mangos



       (Relato)
       Fredis González

       Continuación...

     Años más tarde mi familia avanzó una cuadra hacia el sur, buscando rumbo al parque central pero quedando dos cuadras al poniente del mercado municipal, como para no alejarnos mucho pues ahí estaba la vida. Mi padre compró una parte del terreno de doña Ofelia Castellón en donde con mucho sacrificio y con la colaboración de todos (me refiero a los hermanos) se construyó una casita decente, pero lo relevante es que nos ubicamos casa y callejón de por medio con la casa donde antiguamente viviera la señora Chepa Soto, que era según se decía, por donde se aparecía un par de niños "chulones y berriando" en palabras de don César Diablo, pero no fue el único que los vio; contaba un vecino, que casi a la medianoche regresando él de la hacienda El Tercio donde trabajaba, llegando desde el mercado y a unos treinta y tres metros de la casa de doña Chepa, observó a los dos niñitos agarrados de la mano que cruzaban la calle séptima, de sur a norte, manifiesta el mencionado que se preguntó: "¿Qué andarán haciendo Ana y Tano en la calle a estas horas de la noche?”. Ana y Tano, eran los hijos pequeños de Marta y Joaquín Soto (hijo de Chepa) que en ese tiempo vivían en esa casa. Decidió el vecino acelerar el paso y alcanzarlos pero cuando llegó al cruce de calle, los niños habían desaparecido, trató de ubicarlos recorriendo la calle con la mirada en medio de aquella gran obscuridad, incluso fijó la vista detrás de la gran piedra que se ubicaba a la vuelta de la esquina; la cual quién sabe cómo habría llegado hasta ahí pues era inmensa, solamente los Dioses pudieron haberla hecho rodar porque un mortal jamás habría podido, a lo único que yo aspiraba era pararme sobre ella todas las mañanas  para recibir los rayos de luz solar que aparecían por el Oriente y divisar desde ahí el horizonte al igual que el indio Atlacatl en espera de la llegada de los invasores; pero ni en ese lugar encontró a los mencionados niños, pensó entonces apresurarse a llegar a su propia casa que estaba a solo unos metros en dirección contraria. La casa de doña Chepa, estaba bloqueando la cruz de calle, personalmente creo que esa puede ser la razón del misterio, que la cruz está incompleta, solamente el "paral" y el "travesaño", pero solo es suposición mía, ¡no vayan a ir por ahí mazo y piocha en mano destruyendo casas y haciendo cruces!

      Con respecto al jinete que según díceres de la gente, se cruzaba de sur a norte y del norte para el sur casi todas las noches en su caballo, muchos lo escucharon, solo uno lo vio; algunos aseguraban que se trataba del "caballo choco" de Chepe Lion, otros decían que era un señor del barrio El Calvario quien tenía una su concubina en parroquia'rriba de manera clandestina y que para no ser observado por los curiosos, se desplazaba sigilosamente por toda la orilla del pueblo; acaso no sabría este señor que siempre hay alguien "que ve" las cosas (pues el demonio siempre anda buscando a quién tentar, incluso se atrevió a tentar al maestro de maestros en el desierto), ya sea alguien que padece de insomnio que sale al patio de la casa para refrescarse o que simplemente sintió ganas de orinar y salió a botar el líquido al pie del palo de limón y estando en eso vio cuando el hombre entraba o salía de la casa de la vecina, si acaso lo primero, él se agazapó junto al cerco de bítamo para ver a qué horas salía y poder contarlo con pelos y señales; si lo segundo, solo era cuestión de identificar claramente al sujeto para no equivocarse a la hora de narrar los hechos (es nuestra "indio sin gracia").

     Pues bien, yo quisiera decirles que no lo vi pero si le escuché (al caballo, que al final no sé si habrá sido caballo): una noche aproximadamente en el año 2002, yo reposaba en la hamaca de la casa (siempre me gustó dormir en hamaca, me parecen más cómodas que las camas), mi hermana mayor Ana Rubidia (+) dormía a unos metros de distancia, cuando escuché en la calle los pasos de aquél terrible animal, no sentí miedo alguno pues había escuchado la historia tantas veces que ya me parecía algo "natural", pero por un momento pensé que estaba soñando o quizás alucinando, cuando escuché la voz de mi hermana que dijo: ¿Fredis estás despierto?, dije Sí, y ella continuó, ¿Oíste que ahí va Aquel? (sin mencionar ningún nombre, obviamente era "el innombrable") yo dije, ¿Será?, ella dijo, ¡Sí es Él! Por un momento tuve la intención de abrir la puerta, pues tenía curiosidad de saber quién era Él, ya que "Él" es uno de los tantos nombres que los hebreos (no los ebrios), daban a su Dios en los relatos bíblicos; pero me contuve porque me acordé en ese instante de la otra leyenda que contaban los abuelos sobre el "entierro con todo y rezadoras" que se cruzaba algunas noches por el pueblo y que en cierta ocasión un curioso quiso saber de que trataba el asunto y para su sorpresa cuando él abrió la puerta, una rezadora le entregó una vela encendida que a la mañana siguiente se había convertido en hueso humano y desde entonces esa persona comenzó a perder vitalidad hasta llegar al punto de casi morir de no haber sido por el Cura que practicó en él un "exorcismo", porque los curas hacen eso y muchas cosas más, no sé por qué razón o con autorización de quién pues según entiendo los exorcismos son cosa del demonio.

     Volviendo al susodicho "caballo", muchos decían que esas eran cosas de "vivos" que se convertían en otras cosas solo para hacer maldades (en pocas palabras "cosas de gente mala"), lo curioso es que las cuestiones de "aparecidos" comenzaron a desaparecer tan pronto comenzó la guerra y aparecieron de nuevo cuando ya ésta se apaciguó (¿sería que los que andaban en la guerra asustaban a los espantos?), lo cierto es que aquella noche el animal caminaba pausado pero no cansado, parecía no llevar carga ni prisa (bien se nota la diferencia), como si hubiera descargado a su jinete en alguna casa del barrio, llegó exactamente hasta la orilla del cerco de alambre donde cayó abatido a machetazos el difunto, ahí el animal pegó un relincho que retumbó por todo el pueblo, como si aquello fuera un acto de protesta por la sangre del caído... Minutos después lo escuchamos desandar el camino, ¡Tacás, tacás, tacás, rumbo al sur, hasta perderse en el silencio eterno de la noche...!



Fredis González es colaborador de La piedra encadenada.


martes, 5 de julio de 2016

De sustos, apariciones y otros mangos



         (Relato)
          Fredis González

     Mi abuelo materno Ramón Alfredo Pineda, falleció cuando yo tenía aproximadamente cinco años de edad pero aún recuerdo que él había estado agonizante por más de dos semanas, mi madre contaba después que la noche de su deceso ella y su hermano Gilberto, que habían estado cuidando al anciano, decidieron salir al patio del rancho en que vivíamos para hacer alguna necesidad fisiológica y que cuando hubieron terminado, ambos escucharon un ventarrón que se iniciaba una cuadra hacia el sur por toda la séptima avenida norte del barrio La Parroquia, en ese tiempo habitábamos al poniente y al final de donde vivía la señora Cruz Martínez; decía mi madre que cuando ellos volvieron la vista hacia la calle, el tío Gilberto desenfundó su linterna que siempre portaba como todo buen caporal de la finca la "Bélgica" pero al querer alumbrar esta no funcionó, una, dos, tres veces "click" y nada; fue entonces cuando observaron la figura de una mujer vestida de blanco, que parecía volaba al ras del suelo pero que al llegar a la esquina en donde había un cerco de alambre muy alto, la silueta pareció elevarse un poco y desapareció; después sí, la linterna funcionó (jamás había fallado antes), ellos retornaron al interior del rancho en donde como a los diez minutos el abuelo dio el último suspiro. 

     Es preciso mencionar que en el solar de la casa donde se perdió de vista la silueta, había vivido anteriormente la abuela de "Pinedita" (así era conocido mi abuelo), y que también se decía en aquellos tiempos que frente a esa casa, en una piedra que había al pie de un árbol de capulín, se aparecía una señora que lloraba (la famosa llorona), y además se aseguraba que dicha señora no era otra más que la abuela de Pineda, quien lloraba desconsolada porque jamás pudo digerir el hecho de que mi abuelo hubiese sido desheredado por su padre (por motivos que desconozco) y desposeído de los terrenos que por ley le pertenecían; entre ellos el lugar donde se aparecía la difunta. De esa piedra hasta nuestro rancho habían aproximadamente unos treinta metros de distancia y recuerdo muy bien que yo acostumbraba quedarme hasta bien noche en la esquina, ya fuera charlando con la plebe o bien "wachando" la tele donde doña Josefita Aparicio, que era uno de los pocos lugares en que había televisión por esos tiempos; una muy pequeña y con pantalla en blanco y negro en la cual disfrutábamos de los mascones de la selección de aquellas buenas épocas, de las películas de Tarzán de los monos (con Johnny Weissmuller), posteriormente Jim de la selva, las aventuras de "Perdidos en el espacio" (con el Dr. Smith), las locuras de "Los Tres Chiflados" que en realidad eran cuatro (Mou, Larry, Chen y Courly), y no podían faltar las telenovelas del momento como aquella: "Una muchacha llamada Milagro" en la que trabajaba un actor venezolano de nombre "El Puma" al que le decían José Luis Rodríguez o viceversa, al fin y al cabo a muchos actores les gusta más el apodo, sobrenombre, alias, seudónimo (o como quiera que se diga que al final viene siendo lo mismo) que su propio nombre; pero lo que quisiera enfatizar  es que lo de "disfrutábamos"  es sólo un decir, nada más por agregar el verbo, un nombre a la acción, una palabra que encajara al hecho de estar ahí sentado en el piso frente al aparato convirtiéndonos en los héroes o villanos de la película y por qué no decirlo en los galanes de la novela (sucede mucho a esa edad); pues a decir verdad yo no lo "disfrutaba" tanto, ya que a medida avanzaba la noche más pensaba yo en el tramo de obscuridad que tendría que atravesar hasta mi casa, pues el poste de alumbrado eléctrico que se ubicaba al final de la acera y casa de doña Cruz alumbraba un poco más allá de la casa de los Dubón y después oscurana total, así que yo había desarrollado la técnica de agarrar aviada en carrera abierta desde el árbol de "Jagua" un poco antes de que terminara la luz y se fundiera con la oscuridad, de manera tal que al pasar por el capulín si tenía la desdicha de escuchar el llanto por lo menos no viera a la llorona, y entre mayor velocidad imprimía, más sentía que alguien me pondría una mano en el hombro en cualquier momento para detener abruptamente mi carrera y un escalofrío recorría mi cuerpo desde donde comienza hasta donde termina la columna vertebral, pasaba casi volando por aquel caminito que de día me daba a la tarea de reconocer palmo a palmo para no tropezar por la noche; como diría mi hermano René Ovidio: "Crecimos con la cabeza llena de folclore". Pero no era solamente yo quien tenía miedo de aquel espacio de espanto, también había un vecino que vivía unos metros hacia el norte, a quien conocíamos con el nombre de Toño "Verano", el cual acostumbraba llegar a su casa pasada la medianoche y había desarrollado una técnica diferente: cuando estaba a punto de entrar al abismo desprovisto de luz, comenzaba a silbar, a lo cual su madre, doña Lidia, respondía saliendo con candil en mano a esperarlo a la esquina; recuerdo una vez que mis hermanos y yo regresábamos a medianoche de una fiesta y sabiendo que Toño se había quedado en el parque, decidimos hacer la broma y teniendo ya totalmente identificado el silbido comenzamos a imitarlo, cuando observamos que la señora salía de su casa nos escondimos y ella llegó hasta la esquina, esperó un rato y al ver que el hijo no apareció se regresó emitiendo una serie de improperios (maldades de los pilluelos).

      Los recuerdos están pintados en la memoria como si hubiese sido ayer, pero hasta la fecha no alcanzo a comprender el porqué sobre la Séptima Avenida Norte del barrio La Parroquia, ha existido siempre tanto misterio; y específicamente en ese cuadrante que les menciono, al frente del rancho donde yo vivía, calle de por medio, vivía doña Lola, una casa grande con un patio muy amplio lleno de árboles de mango, uno de los cuales dejaba caer sus frutos en la calle y yo había encontrado la manera de entretenerme por las noches pues había descifrado la forma de adivinar el "tamaño" del mango, según el "tamaño" del golpe en el suelo y hasta podía decir con mucho acierto en que cuadrícula de la calle había quedado, decidiendo en base a ello si aventurarme o no, en medio de aquella gran oscurana en la búsqueda de tan preciado tesoro; cuando determinaba que el fruto había rodado hacia el sur por la calle, lo consideraba un "fruto prohibido" y abandonaba la empresa, pues hay que decir que un poco más allá de la casa de los Barahona,  habían asesinado a machetazos a un hombre, contiguo al cerco de alambre y no fuera a ser que "tentando y tentando en busca del mango me fuera a topar con la mano del muerto"; también hay que agregar que al otro lado de la calle donde murió esta persona, estaba el árbol de tamarindo; donde años antes otro "bien muerto" había asustado a un vivo que "se pasaba de vivo haciéndose pasar por muerto". La muerte nos cuenta los pasos desde el mismo día en que nacemos y nos respira en la nuca durante toda la vida, ella es parte del proceso (nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos), no hay "vuelta de hoja", debemos aceptarla como compañera de viaje y aprender a morir en vida mientras esperamos el momento de partir, porque lo único que tenemos seguro en la vida es la muerte y ni siquiera hay que arreglar maletas porque bien dice la canción "nada te llevarás cuando te marches"...

Continuará…


Fredis González es colaborador de La piedra encadenada.