sábado, 1 de diciembre de 2018

A lo lejos



(Poema)

Omar Gabrielí

A mi amiga Marta
(San Francisco Gotera)

Más allá de tu sonrisa en calma
ilumina el horizonte tu mirada,
incendiando internamente una alborada
así como se incendia el alma.

Incendio es poesía desde luego
quemando las escorias que fabrica
la pasión que mata y mortifica.

Luz superior que se convierte en fuego
que reduce a cenizas nuestro ego
que libera el alma y purifica.

Después todo brilla como brilla el universo
todo rima y todo gira como entonces,
tu sonrisa que se mezcla entre mis versos
tu mirada regresando al horizonte…



Omar Gabrielí es colaborador de La piedra encadenada.

sábado, 6 de octubre de 2018

Compañera

   


(Cuento)

René Ovidio González

Ella le dio en bandeja las montañas, y las noches frías bajo las estrellas; las tardes mojadas por la lluvia, las caminatas eternas sembradas de abrojos, la sed fatigosa a pleno sol… Compartió generosa con él los pedazos de lo único que quedaba: la utopía.

Aunque sabía hacerla, él adivinaba que ella no había inventado la guerra y que el ardor de sus llagas la agobiaba…

Entonces dijo desbordado por la emoción: «Ven compañera, alivia la carga que llevas, libera un poco la presión de tus botas. Ven compañera, cantaré tu himno y curaré tus heridas…»



Fotografía: de una publicación de Daniel Guevara, en Facebook.


sábado, 1 de septiembre de 2018

A popo chin: una tradición perdida


(Relato)
José Víctor González

Continuación...

Eran un poco más de las diez y media cuando decidí retirarme del lugar para dormir un poco, no sin antes aventarme un par de tamales y una taza de café de palo que ya comenzaban a circular; pero allá por la madrugada, por vivir tan cerca, entre dormido y despierto, hasta mis piadosos oídos llegaban las tristes notas de una canción: “Sombras nada más” ...

Agarré mi cobija y me arropé de pies a cabeza, ya que se decía que muchachitos como yo, no debían andar viendo fallecidos, pues en la noche venía el muerto (o la muerta) y le halaba los pies, y así, <embozado> como estaba, tenía la esperanza que no me pudiera encontrar...

Al día siguiente, durante toda la mañana, en las alas del viento viajaba la música y sus notas llegaban muy lejos; en el medio ambiente circundante se dejaban oír las conocidas notas de aquellas melodías que impactaban el alma: “El amigo que perdí”. “¿En qué quedamos pelona...?” (¿Me llevas o no me llevas...?), “Te vas, te vas…” (¿por qué te vas...?).

Yo almorcé como de costumbre y más tarde me preparé para seguir observando aquel evento que me tenía realmente desconcertado. El viejo reloj de la torre del antiguo Cabildo marcaba exactamente las tres de la tarde cuando decidieron levantar el féretro; pues habría misa de cuerpo presente; sus hijos se aferraban al mismo con el supremo dolor del desprendimiento, mientras afuera ya esperaba la Banda tocando aquella canción cuyo nombre no recuerdo pero que tiene un versito que dice así : “...abrázame fuerte porque me voy”.

A estas alturas yo no sabía quién le dedicaba las canciones a quién, pues parecía que unas iban de parte de los familiares para la fallecida, pero otras parecían venir de parte de la fallecida para aquellos que la rodeaban en vida o los que andábamos de mirones.

Como quiera que la casa mortuoria se encontraba muy cerca del templo parroquial, en cuestión de segundos dio inicio el servicio religioso. La Banda se calló por un momento pues allá arriba, en lo más alto, resonaba majestuosa La tercera Sinfonía...

Mientras dentro del templo se escucha la voz del Padre diciendo entre otras cosas: <Oremos hermanos por el eterno descanso del alma de quien en vida fuera nuestra hermana M. viuda de R., quien se ha quedado ahora dormida en la paz del Señor...> <Hermanos, únicamente el Cristo es quien puede conducirnos de las tinieblas a la luz, de la muerte a la inmortalidad...>,      <Roguemos también hermanos, por todos aquellos que murieron con la esperanza de la resurrección... Señor no mires nuestros pecados sino la fe de tu iglesia...>, <Estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la luz y muy pocos son los que lo hallan>, <Hermanos, solamente naciendo el Cristo en nosotros podemos alcanzar la resurrección>. ¡Podéis ir en paz!

La misa terminó, y el cortejo fúnebre se fue a recorrer algunas calles de la ciudad; como se decía en esos tiempos <a dar el último paseo>; la Banda acompañaba solemnemente con una preciosa melodía: “Espérame en el cielo...”

Mientras tanto, una multitud de curiosos se fue formando al final de la cuadra donde estaba la  Escuela de Varones (mejor conocida como “la 14”), entre los cuales estaba yo.

De pronto, allá por la fuente se dejaron ver algunas gentes y se oía el “a popo chin” de los músicos (como solía decir un tío mío), cuando alguien se apresuró a decir: ¡Allá viene ya...!  ¡Allá viene la carroza...! ¡¡¡Ya se acerca la carroza funeral...!!!

Y yo me dije para mí mismo: ¡¡¡Ay, ay, ay, cuánto hiere este dolor musical... !!!

El cortejo funeral pasó lentamente por enfrente de nosotros y se perfiló rumbo al sur; varias cuadras se llenaron y yo seguía tan impresionado como al principio. Sinceramente nunca vi en mi vida tanta gente acompañando un entierro.

El carro fúnebre giró a la derecha una cuadra antes de La Cruz del Perdón y se enfiló rumbo al estrecho puente buscando alcanzar su destino inexorable. Un río de gente iba detrás, en silencio, despacito, muy despacito, cuesta abajo en la pendiente...

Tan lento era su andar que por un momento creí que hasta se habían detenido, pero no, continuaron descendiendo por aquella vía dolorosa; pero la que sí no paraba era la música, pues ante la proximidad del Cementerio Municipal arreció como cuando estalla una tormenta en lo tranquilo de una noche cualquiera, con truenos y relámpagos, haciéndonos estremecer de aflicción en lo más profundo del alma.

Y se destaparon con una seguidilla: “Dolor de ya no verte”, “Pa'qué me sirve la vida”, “Las golondrinas”, “Cruz de olvido”, “Cuando un amigo se va”, “Hasta la tumba mujer”, “Dos coronas a mi madre”, “La retirada”; incluyendo también a “México lindo y querido”.

¡Cuántas canciones para celebrar la muerte! Mientras cuando nacemos solo hay llanto...

Era intensa la emoción tanto como mi oración... sí, porque yo rezaba para que a esos músicos no se les fuera a ocurrir en su frenesí, tocar “Que se mueran los feos”, “La india Motilona”, “Chambacú”, o “El himno a la alegría”, ¡pues ahí, cualquier cosa podía pasar...!

Un carcomido portón de madera nos recibió abierto de par en par en el Panteón, el carro se estacionó al frente del mismo y sacaron el ataúd para ubicarlo enseguida en la entrada y abrirlo por última vez.

Había tristeza reflejada en la cara de las gentes y angustia en todos los corazones; y si te digo, amable lector o lectora, que aquel tétrico portón aun en pleno mediodía inspiraba temor y desconfianza y daba pánico mirar hacia dentro del Camposanto, aunque hubiese sol, ¿me creerías...? Solamente faltaba encontrar en su parte superior aquella frase que halló el Dante a la entrada del infierno: "Vosotros que entráis abandonad toda esperanza...", ¡pero no! Aquí no estábamos a la entrada del infierno ni mucho menos... solamente era la entrada del Panteón Municipal.

Jovis Pater (Padre Júpiter, Jove, Juve, Dios mío) iluminadme... Musas del Parnaso inspiradme para terminar con elegancia este relato...

Y luego, es fácil adivinar el final:

Dramáticas escenas de dolor, llorar a carcajadas, desmayos y lamentos... y yo, para mí mismo pensaba: ¡¡Extrañas gentes son estas...!! ¡¡Extrañas sus actitudes...!! ¿Qué es esto de acompañar un sepelio con canciones...? “Reír llorando” como decía Garrick.

¿Por qué será que los seres humanos vamos riendo donde deberíamos ir llorando y vamos llorando donde deberíamos ir riéndonos...?

Mientras, la Banda seguía con sus arpegios tocando lúgubremente: 'Ya ni llorar es bueno'.
En el horizonte, ya la estrella vespertina asomaba con su luz e inevitablemente había que ponerle fin al evento.

El féretro fue colocado en su sitio final y mi estimado amigo H. M.  quien también era un niño y muy poco entendíamos entrambos lo que estaba sucediendo, parados los dos bajo el árbol de clavellina me dijo: ―La última y nos vamos..., fue entonces que la tan llevada y traída Banda Regimental, decidió ejecutar aquel bello arreglo musical que inmortalizó Germaín de la Fuente y Los Ángeles Negros que dice así:  “Murió la flor...” (y en mí , su esencia se quedó...) ¡Chin Chin...!  



José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.

sábado, 4 de agosto de 2018

A popo chin: una tradición perdida


(Relato)
José Víctor González

   “Dios mío, Dios mío, qué solos se quedan los muertos...”
                                                                                     La Bruyere.

A po po... A po po... A po po… Así decían las gentes de mi pueblo que sonaban los tambores, en lugar del conocido bom-bom, pero en realidad había un tanto de error en la percepción ya que más bien, diría yo, tal sonido era producido por ese instrumento musical conocido como la Tuba, ya que por su forma y tamaño, producía un sórdido rumor que servía de complemento para el resto de sonidos que formaban la melodía total, bien ejecutada por las bandas musicales que nos visitaban.

Era costumbre del Comité de Festejos Patronales traer alguna Banda para motivar a la gente a la alegría de nuestras fiestas, o incluso en algunas ocasiones, venían de parte de sí mismas sin invitación y voluntariamente se hacían presentes en la parte sur del parque central para alegrar las mañanas después de la misa dominical, bajo la centenaria ceiba.

Y es que nací y crecí en una época en donde la alegría y la tragedia se perseguían mutuamente, tanto podíamos estar de un lado como de otro, siendo para nosotros aquello tan cotidiano.

En llegando el mes de diciembre, se sobrevenían uno tras otro, acontecimientos ante los cuales uno jamás podía substraerse; siendo tan así las cosas que ahora me mueve trasladarles un par de relatos.

Gozando todavía de cierta relativa tranquilidad, y digo relativa ya que de repente en cualquier reunión, celebración o fiesta salían a relucir los machetes o pistolas de algún borracho irresponsable que no respetaba vidas ni honras, una noche cualquiera de fin año, mi hermana mayor decidió ir a bailar a los famosos “Tabales de San Benito” Estos siempre fueron una especie de baile popular donde se exhibía una imagen del Santo y ya fuera que te cobraran por entrar o pagaras por canción bailada, el mismo  le servía de solaz a la gente que se preparaba para las fiestas de navidad y año nuevo.

En una de esas ocasiones yo decidí acompañarlas, y solamente mirando me divertía más, pues siendo apenas un doncel no bailaba; cuando de pronto decidí abandonar la algarabía ya que sentí un poco de sueño.

La fiesta se celebraba en la salida del pueblo en casa de la Sra. Gertrudis Aparicio y esta continuó muy animada mientras yo empecé a recorrer las calles que a esa hora ya estaban solitarias; tras de mí quedaron las gentes danzantes que muy alegres gozaban, mientras yo anhelaba fervientemente llegar a casa y reposar un poco; solamente uno que otro perro callejero me encontré al paso y el canto de los grillos me hacía compañía.... allá, arriba, las estrellas me miraban titilantes en su lejanía.

Enfilé mis pasos por esos callejones que conducen al Mercado Municipal, doblé al poniente y luego gire hacia la derecha nuevamente con rumbo norte, cuando alcancé a llegar a la casa donde vivía la Sra. Mauricia Morales, por aquel entonces trabajadora municipal (encargada general de la limpieza del Mercado); dicha Sra. y su hija, me constaba fehacientemente, se habían quedado en el baile antes apuntado; su casa estaba sola y su puerta que daba acceso al interior del solar, bien cerrada; cuando de pronto sin decir agua va, de entre esa misma puerta salió una mujer caminando (no se con cuáles pies ya que no se los vi), pero el verla atravesar la madera sin recibir daño alguno me pareció espectacular; era alta y toda ella era de color blanco, giró su cabeza como para verme (no se con cuáles ojos) tal como si se sorprendiera al coincidir conmigo en el mismo punto... No sé sinceramente quién de los dos se asustó (en realidad no sabría decir si los fantasmas se asustan al verlo a uno de repente); pero como cuando a una persona le preocupan otras cosas y no lo que tiene al frente, como sin darme importancia volteó la espalda y meditabunda siguió su camino hacia dentro del solar para finalmente perderse en la obscuridad como una sombra entre las sombras, mientras yo, aligeré mis pies hasta mi casa dos cuadras adelante.

A pesar de todo, jamás comenté estos hechos a nadie, pues de harto conocía lo supersticiosa que era la gente de esa época; tampoco me dio fiebre ni cosa por estilo, ya que algo había leído al respecto a una edad temprana y traduje dicho acontecimiento de acuerdo a lo aprendido. Ya había yo tenido experiencias similares anteriormente, pero haber leído un libro titulado “Mirando al misterio” me dio una idea exacta de dichos fenómenos y me permitió reaccionar adecuadamente ante tales circunstancias.

A pesar de todo, yo estaba un tanto arisco por aquellos hechos que en derredor mío se suscitaban, sin saber que iba a ser sorprendido una vez más por la vida... (¿O por la muerte...?)

Ya íbamos casi a la mitad de la década del setenta cuando muy cerca de casa, donde de forma sencilla vivíamos como familia, falleció una agradable ancianita muy querida por todos; dicha señora gozaba ciertamente de una buena posición económica en la Ciudad y su deceso fue verdaderamente un acontecimiento para el pueblo, ya que se consideraba ser la persona que mayor edad había alcanzado en ese tiempo dentro de la comunidad.

Como dicha Sra. ya casi alcanzaba el siglo de vida, yo andaba pensando, en mi cabecita infantil, que había personas que venían a este mundo para vivir por siempre, mas cuando me enteré de su muerte me dije: Así que no hay excepción, todos nacemos para un día morir...  vaya...!  vaya...!

La noticia corrió como pólvora encendida por todas las calles y los “agencios” propios del velatorio no se hicieron esperar; los preparativos para el mismo incluían la contratación de una Banda musical que acompañara semejante circunstancia y he ahí, lo que me llamó poderosamente la atención: ¡¡¡Morir contento...!!! ¿Qué cosas, no? Este había sido el último deseo de la fallecida y no quedaba más remedio que cumplir. Algunos familiares y allegados se ofrecieron para ir al Destacamento Militar más cercano y hacerse de los servicios de la conocida Banda Regimental, que ya muy frecuentemente nos visitaba como lo menciono renglones arriba.

El sol se ocultó en el poniente como una inmensa brasa que se apaga lentamente, más triste que de costumbre dando paso a la obscuridad de la noche; enseguida, el ataúd fue ubicado del lado norte de la espaciosa y aireada sala de aquella casa señorial. Las gentes comenzaron acercándose para ver en qué podían ayudar, la Banda también llegó muy rápido y empezó a afinar sus instrumentos en medio de mi asombro. 

De pronto, aquel ambiente lleno de dolor se inundó con las primeras notas de una canción: “Esta noche la paso contigo” de Los Ángeles Negros. Las gentes que iban llegando se entusiasmaron y comenzaron, en voz baja, a pedir o a sugerir algunos títulos de composiciones de moda en esa época... y en menos de media hora los músicos se “despacharon” con varias de ellas, claro está, complaciendo a quienes los rodeaban, tales como: “Llorarás, Llorarás”, “Cuatro cirios”, “Grítenme piedras del campo”, “Guitarras, lloren guitarras” (Violines lloren también); “Te vas ángel mío” (ya vas a partir); “Sufrir”.

Yo me quedé verdaderamente frío, estupefacto, y no sabía definir si había comenzado una velación... ¡o una fiesta! 

Continuará...


José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.

sábado, 7 de julio de 2018

Juventud

 

               (Poema)
      
      René Ovidio González

Éramos jóvenes
cuando la augusta utopía palpitante
de un mundo mejor
era una roja flor fresca y abierta
Cuando el amor por la humanidad
vestido con traje de domingo
nos empujaba a la brega impetuosa
y lidiábamos
haciéndole mil muecas al miedo
Éramos jóvenes
cuando moríamos de risa
ante decrépitos dictadorzuelos
ahogándolos de furia
Éramos jóvenes alocados y lúcidos
con banderas flotantes
con aclamaciones atrevidas
con canciones y poemas sediciosos
Éramos jóvenes
cuando incubábamos
el propio nuevo ámbito superior
y ganábamos el pulso al tiempo y al olvido
Éramos jóvenes
                 campeones en la pelea de la vida



La fotografía que acompaña la publicación es del autor, de tarde junto a un río, con juventud en abundancia. Usaba el cabello largo, escuchaba a Los Beatles y desde ya era acechado por los gendarmes del poder, quizás porque sus ideas las expresaba a quien quisiera oírle, quizás porque para un teniente del ejército de apellido Batres, el profesor despertaba sospechas. El acto de pensar y hacer pensar a otros era entonces ─y sigue siendo hoy día─ un atentado a la estabilidad gozosa de este país de maravillas y a su flamante democracia. En varias ocasiones el joven docente y novel escritor, con ayuda de habitantes de la zona evadió el asedio del rabioso militar…
                  


sábado, 9 de junio de 2018

¡Líbreme Dios...!



(Cuento, del libro El Ermitaño)

René Ovidio González

Estaba yo en esta desconocida población por primera vez. El sol del trópico me hacía sudar profusamente. Deprimido y completamente desorientado miraba ansioso a aquella multitud que pululaba bajo el asediante calor del sol de mediodía.

Dicen que la memoria es traicionera, pero en su oportunidad acudió generosa en mi auxilio: en la Unidad de Salud del lugar seguramente encontraría a Tula*, una antigua compañera de bachillerato; ella laboraba aquí desde algún tiempo. Esperanzado busqué su orientación: como ángel de la guarda apareció por el pasillo vestida toda ella de blanco y con una fresca sonrisa mezcla de asombro y complacencia:

―¡Puta vos! ¿Qué vientos te traen por aquí?
 ―¡Uf! Si supieras…
 ―¿Ajá? Pero entrá, debés de estar cansado, sentate y contame…
 ―Pues verás: yo…

Bueno, tuve que confesarle que para mí aquellos vientos eran huracanados, con sabor a tempestad. Después, por influencias de mi amiga (que me advirtió de lo difícil del camino y el peligro que representaba el río en época de lluvia como la presente), me enganché en un huesudo caballo…

Mi idea de pernoctar en el pueblo se fue al suelo abatida por el destino y… ¡Aquí iba!, tirando por primera vez de las riendas de un caballo y este llevando en ancas a su propietario. Pienso ahora en lo ridículo que debimos parecer: una bestia flaca, un par de maletas y dos hombres encima… ¡Don Quijote y Sancho Panza cabalgando sobre Rocinante con el botín de sus frustraciones!

Me fue difícil dirigir al cuadrúpedo entrando en el río, él lo conocía mejor: lo vadeaba, metía sus belfos jadeantes, tanteaba sobre las piedras y avanzaba. Por mi parte, a causa de mi total falta de destreza estuve a punto de caer de bruces dentro del agua. Tan largo fue el viaje que mi acompañante acostumbrado a estos azares de la vida empezó y no terminó contando chistes, cuentos, y según creo, hasta una película de Cantinflas de principio a fin; interrumpiendo sus animadas narraciones únicamente para soltar demoledoras carcajadas…

Recordé un chiste, pero tan deteriorado estaba mi ánimo que ni escuché ni pude contar ninguno. Creo que sonreí cuando lo recordé:

Empezaba la guerra. Las guerrillas incursionaban en los poblados esporádicamente, muchos iban uniformados de verde olivo. La señora Nacha, viejita murmuradora no sabía ―¡Milagro de Dios!― de la presencia de los insurgentes en la población; dos de ellos llegaron, pidieron que les vendiera comida y agua. Y ella: Que no se las vendía, que se llevaran toda la comida y bebieran el agua que quisieran y que otra vez le avisaran con tiempo para prepararles unas quesadillitas. Y que las quesadillas se las iba a mandar al cuartel. Que ella sentía miedo y cerraba las puertas cuando llegaban los otros, los “subversivos”, que les dicen; pero que ella nunca, ¡líbreme Dios y el santo papa de la sonrisa!, nunca los había visto…

El enclenque ejemplar de la especie de los équidos trastrabillaba a punto de lanzarnos por las abruptas veredas, los niños recostados sobre los sostenes de las puertas, nos miraban con timidez y asombro, con alegría y lástima; tal vez por la suerte corrida por la bestia, tal vez de presentir mi inutilidad como jinete… Los adultos, en cambio, movían sus ojos de bambas tras las paredes de varas.

El caballo avanzaba con dificultad y a mí me pareció que transcurría un siglo cuando la voz del campesino me sobresaltó:

―No se agüeve compa…
 ―¿Ah…? ¿Por qué lo dice?
 ―Porque lo miro todo triste…
 ―No, es mi manera de ser, así soy yo.
 ―Humm…, es que en todo el viaje no ha dicho “esta boca es mía”.
 ―Es cierto, discúlpeme. Muy bonita la película…
 ―¿Qué película? ¡Ah, sí! ¡Cantinflas es cachimbón!
 ―Sí, un magnífico actor. Y cambiando de plática, parece que va a llover, ¿no cree?
 ―A la puta con usté primo: “parece” es nada. Si es talegazo de agua el que viene…

Era muy entrada la tarde y se avecinaba un vendaval: los árboles aledaños al camino empezaron a moverse con impaciencia, el cielo volvióse hosco y pintó su semblante de negro; de cuando en cuando un parpadeo revestía de plata todo cuanto se ocultaba tras el velo gris del atardecer, y en fin, el aguacero nos mojó hasta el alma… Subíamos pendientes igual que un piojo subiría las gibas de un camello, más allá, las bajábamos como noctámbulos; la bestia emitía relinchos reprimidos bajo nuestro peso y resoplaba semejando un toro en el rodeo…

Yo, volvía la vista queriendo comprobar el tramo caminado: a lo lejos azotaba la tormenta, ya sobre las casitas campesinas diseminadas como manchitas dermatológicas, ya sobre las elevadas serranías o las profundas hondonadas…


Fotografía cortesía de Linda Claribel González.




sábado, 5 de mayo de 2018

Madre


(Canción)

J.Osmín Aparicio

Me distes la vida, me mantuviste en tu vientre
cautivo por meses solo entre tinieblas;
desde tus entrañas sentía tus vibras, ahí donde
el ser vive de un hilo de amor.
No nos conocíamos y ya nos amábamos,
mágica armonía de la gestación;
entre contracciones y dolores de parto por fin
llegó el día en que vi la luz.
Madre, madre, divino ser sobre la tierra, fuente
de amor y de la vida, madre, madre, madre... te amo.
Sola como muchas, de manos sacrificadas, amasó
conciencia bajo la pobreza; flor de abnegación,
sencilla y serena, manjar de consejos su mejor oficio.
Cobijastes mis sueños, dibujastes mis pasos con
brazos de ternura, cimientos de valores; frenastes mis
desvíos con sabiduría, besastes mis alas y un día volé.
Madre, madre, divino ser sobre la tierra, fuente de amor
y de la vida, madre, madre, madre... te amo.



Fotografía cortesía de J.Osmín Aparicio

 J.Osmín Aparicio, cantautor colaborador de La piedra encadenada.



sábado, 7 de abril de 2018

Isaac, mi amigo


(Cuento)

René Ovidio González

Mañana de diciembre. Brisas heladas. La carretera es una cinta oscura intentando esconderse en el manto verdoso de la vegetación circundante. Al sur, la visión de la cordillera Jucuarán Intipucá aparece y reaparece indecisa detrás de la lechosa neblina del amanecer. Son las 5:30, hora joven y promisoria de un hermoso día. En la pendiente curvada del trayecto antes de llegar al desvío El Brazo un hombre con fusil y uniforme verde olivo hace señal de parada…

«Hoy madrugaron los soldados», dijo el conductor de la camioneta.

Como iba detrás de él en primer asiento me incliné y le murmuré: «No son soldados». Aquel supuesto militar no usaba botas, me fijé en ello, sino unos zapatos amarillos bastante maltratados. El motorista incrédulo miró por el espejo retrovisor y preguntó: «¿Y qué son, entonces?».

«Hasta la pregunta es necia», pensé. Me disponía a responderle cuando un muchacho con vestimenta oscura y sombrero, fusil en ristre, se acercó sonriendo:

«Buenos días, ¿nos hace el favor de colocar el vehículo cruzado, aquí no más?».

Al divisar una casa al otro lado del desvío, sobre la vía principal, saqué impulsivo mi cabezota por la ventanilla y…

«Compa, ¿por qué no deja que nos bajemos y nos vayamos a aquella casa?»

«No», dijo con amabilidad. «Solo van a ser cinco minutos, vienen unos compas del volcán y ya están cerca, no se preocupen: no les pasará nada». Acto seguido se comunicó con los del volcán: pajarito aquí, pajarraco allá, zopilote no sé qué, cuervo no sé cuánto…

En minutos el cruce de calle verdeaba de muchachos guerreros. Dejaron atrás la pavimentada. En eso emergieron de cercos y vegetación muchos a quienes no vimos antes, con bazucas, ametralladoras de trípode y otro tipo de armas de grueso calibre… «Adiós, adiós, adiós», ellos, divertidos. «¡Que les vaya bien!», nos decían.

Con los años supe por crónicas escritas que esa vez la radio clandestina iba de Morazán al sur. El destino de aquel contingente era uno de los campamentos instalados en la cordillera.

Es imperativo aclarar que estudiábamos en San Miguel la última etapa de nuestra preparación para el ejercicio de la docencia. De Ciudad Normal nos echó el Ministerio de Defensa pues llegaba de USA un batallón contrainsurgente, y el gobierno creyó era más útil al país que el pelotón de profesores dispuestos a desterrar la ignorancia. Nosotros saldríamos expertos en enseñanza. Ellos venían duchos en una modalidad de guerra llamada tierra arrasada, y ocuparían las instalaciones de Ciudad Normal convirtiéndolas en cuartel…
                                               ***                      ***                     ***
El susto pasó. Salimos con vida y enteritos. Y al llegar al Tecnológico, ya se sabía la noticia con colas y adornos. Aseguraban que estábamos atrapados en medio de fuego cruzado, que varios quedábamos heridos o desaparecidos, y empezaron la joda. Isaac Lizama el primero:

«Y al ver a los guerrilleros, ahí mismito te surraste».

«¿Y por qué me iba a surrar?», dije fingiendo malestar por la chacota. Y arremetí con saña: «Te has confundido chamaco: ¿me mirás afligido? ¿O no tengo los bigotes bien puestos? Vos sí te hubieras ido en curso, que si no te ponían un tapón inundabas el río Grande y la laguna».

Isaac era sagaz. Incisivo. Uno tenía que lidiar con sus mismas armas para salir airoso. En los recesos me mantuve alejado, mostrándome bravucón. Pero al llegar la hora de salida fue él quien se acercó y me indicó:

«Vendrá un microbús, si querés te vas con nosotros, por Las Placitas». «De este otro rumbo no están corriendo buses, y por tu seguridad…»

Desde el momento de subir al microbús Isaac empezó la mojiganga. Se burlaba y celebraba su diversión, decía que me iba a trasladar a un hospital, que me veía deshidratado por la embarrada; que habría sido de su gusto verme suplicándole a los muchachos, que me iba a extender un salvoconducto y cada vez debía mostrárselo a…

«Sí, don Moscandante», confundía yo adrede la palabra comandante.

Él haciendo caso omiso de mis embates seguía: que si me desmayé al ver los fusiles, que si me escucharon rezándole a la virgen de Candelaria, que mejor su abuelita siendo mujer era más arrestosa; y que… ¡En todo el camino! Quería retarlo a que nos diéramos penca. Pasamos por Las Placitas… «Dicen que en las cercanías de San Jorge a veces salen los compas», dijo. «Entonces alistá el papel higiénico: ¡me va tocar limpiarte!», le respondí a carcajadas. Y le solté una retahíla de chabacanadas…

Fue nuestro último encuentro. Semanas o meses después, no lo sé, partió a la contienda. De José Isaac Lizama pasó a un sucinto Froilán, nació así el comandante Froilán. Deseaba encontrármelo, para saludarlo y echarle un par de pullas, reafirmarle que no me surraba al verlo y que, si lo disponía así, botara el fusil y nos diéramos penca, entre machos, y reírnos después, para siempre. Al detenerme en los retenes insurgentes mis ojos examinaban los rostros buscando los rasgos de Isaac, y jamás lo vi.

A veces mi madre murmuraba a mi oído: «Hoy llegó Isaac al mercado. Me saludó y preguntó por vos».

En cierta ocasión ella tornó más temprano. Se aproximó. Puso su mano sobre mi cabeza, alisaba suave mi cabello de adelante hacia atrás… «Ahí anda Isaac», dijo. «¿Por qué no vas a verlo, hijo». «Sé que quisieras hablar con él». Y con su corazón de madre en un hilo dejó ir el presagio: «No sabemos lo que le pueda suceder».

Emprendí una búsqueda desafortunada. Isaac y su tropa iban lejos.

Tras el término de la refriega busqué entre el cúmulo de historias la de mi amigo. Las versiones de tres excombatientes rebeldes no logran coincidir: Jeremías, Pepe y Daniel me revelaron distintas formas de morir de Isaac. Hay una cuarta versión: la de los paisanos, derivada supongo de la narrada por Daniel. Jeremías dijo que Isaac murió mientras ejecutaba un sabotaje a un poste del tendido eléctrico: la carga le explotó en las manos al tratar de colocarla. Pepe expresó que Isaac murió por un descuido en tanto limpiaba su fusil: el arma se disparó por accidente. Daniel me refirió lo que a él le contaron: Froilán dio una orden, disparar a lo que se moviera por un flanco de acceso al campamento eventual, pues sospechaba era la ruta de avance del enemigo. Él mismo olvidó la orden y salió a explorar con otros guerrilleros. Al regresar entraron por el camino prohibido: los compas abrieron fuego sin saber que tiroteaban a sus compañeros y mataban a su propio comandante…
                                               ***                       ***                       ***
Escribo estas letras a la sombra de los cerezos en flor, viendo trepar en los pepetos, atropellándose en la corrida, a las iguanas verdes. Observando a los basiliscos que huyen de sus propios miedos con la testa levantada. En el cielo sin nubes un gavilán acecha poniendo los ojos en las palomas que reposan en las ramas elevadas de la ceiba. Lo veo y escribo. Escribo y recorro las veredas de la memoria. Persigo al escribir que Isaac, mi amigo, no caiga malherido en ninguna de las versiones difundidas de su muerte. Preciso prevenirlo y socorrerlo de las guasas de la parca. Para que no se extinga su entusiasmo y su brío entre los nuestros…
 



sábado, 3 de febrero de 2018

Cantando encontré el camino


(Cuento)

René Ovidio González

Mirándolos y oyéndolos de tan cerca, imaginaba al guionista de Voces Inocentes, escribiendo la historia vivida. La película Voces Inocentes es un testimonio verídico y un homenaje a los que sufrieron la violencia militarista de la época de guerra. Oscar Torres, un chico salvadoreño que se autoexilió cuando solo tenía doce años, después de mucho tiempo, confesando admiración por su música, quiso hacerles un homenaje rescatando su historia como grupo musical. Lo que resultó es una revelación autobiográfica del dolor, de la inocencia violentada…

Supongo que saben de lo que hablo. El título de este trabajo literario es una frase de una de sus canciones. Surgieron en la década de los setenta, cuando los militares marcaban el paso de la moda en América Latina. Cuando los pueblos sufridos empezaban a responder con furor a los ejércitos y cuerpos policiales. Con canciones. Con muchas manifestaciones artísticas…

Año 2005. Noviembre 23. Treinta años han pasado. La lucha armada ha terminado en El Salvador. Muchos de los comandantes de la lucha pasada hoy son diputados, viajan en vehículos con vidrios polarizados marca Mitsubishi o Chevrolet y tienen secretarias sensuales y guardaespaldas fornidos. Si bien la pobreza persiste, la injusticia; y las leyes nocivas para los pobres,  la mentira institucionalizada y la desvergonzada impunidad.                                                                                                                                                                                                            
El grupo musical venezolano Los Guaraguao se presenta en Usulután, ciudad del oriente del país, cabecera del departamento homónimo al que llaman aún “El Granero de la República”. Ellos lo explican para disipar dudas: son los originales guaraguao, los fundadores del grupo. Amenazados, perseguidos. A pesar de ello, vivos y coleantes…

A cien metros al sur, una Discomóvil tuvo que silenciar sus estridencias. Antes el charro salvadoreño, imitador de los charros aztecas, que se presentara en la tarima que durante las fiestas populares mantienen frente al Palacio Municipal, había cerrado su participación para dar paso a Los Guaraguao, que se presentarían en el otro escenario, el que se hallaba en la bocacalle al poniente del Palacio. Enfrente adonde antes fue el conocido Hotel España. Yo estaba con Alejandro Gómez, con Lorena y sus hijas. Aquel mar de gente luciendo sus atuendos rojos y sus banderas desafiantes esperaba ansioso la música. Todos la esperábamos. Bueno, casi todos, vaya que la vida es irónica y a veces paradójica…

(Si yo afirmara en este momento que el Che Guevara visitó Chalchuapa para conocer las ruinas de Tazumal, llevado por su instinto de antropólogo y su interés por las culturas indígenas de América, de seguro habría dirigentes políticos que refutarían mi afirmación, por una sola razón: no saben nada. En realidad el que visitó Chalchuapa, no fue el Che, pues Ernesto Guevara de la Serna no era el Che todavía, sino un joven doctor de más o menos  veinticinco años que iría a parar a Guatemala para conocer in situ, los cambios generados por el gobierno democrático de Jacobo Arbenz; gobierno que pronto caería azotado por el torbellino del norte y la oligarquía chapina. A su entrada a El Salvador el futuro Che sufrió el decomiso de libros, durmió a la intemperie y pasó miserias.  La visita a Chalchuapa la recuerda Calica Ferrer, amigo de infancia y juventud del Che que le acompañó en su segundo viaje por distintos países. Ferrer se lo cuenta en entrevista al escritor argentino Mario Pacho O’Donnell, cuya familia fue amiga de la familia del Che).

Los Guaraguao preparan sus instrumentos, afinan, ensayan. Van a comenzar el concierto. La plebe congregada hace ondear el rojo de las banderas. Euforia generalizada. ĺmpetus de rebelión. Consignas. Alegría. 

Habla un miembro de la Comisión Política del partido de “izquierda”:

Yo ya los escuché cinco veces. Ya me aburren. He estado en cinco conciertos. Lo que sucede es que ellos no tienen mucha animación y eso les baja un poquito la calidad… 

Se lo decía a Alejandro Gómez. No obstante yo no pude evitar pensar y pronunciar en el pensamiento la palabra cabal: “¡Imbécil!” Y no quise detener mis ideas vulgarizadas que se desbordaron en cascada interminable: “Este idiota está acostumbrado a cantantes comerciales, verbigracia: aquella colombiana que mueve las nalgas como si tuviera un motor, con giros vibratorios insinuantes; o a bandas de majaderos gritando bayuncadas como: ¿A ver, dónde están los del Real?, o ¿Dónde están los del Barҫa? Vale que este inepto es miembro de la Comisión Política, ¿y si no fuera?...”

Llegó al colmo de pedir a Alejandro que le regalara un ejemplar de su último libro “para llevarlo a la escuela política del Partido” (¿?) A muchos les cuesta valorar el esfuerzo de los demás y la actitud de aquel puñetero es un ejemplo justo. Debía haber propuesto comprar el libro, pagar el privilegio de conocer las ideas de un escritor, de un cuentista; debía entender que hacer un libro no es solo sentarse, como se sienta uno en el inodoro, a dejar ir las heces…

Lo dijo como quien dice: Calín Calula prestame la mula para ir a Esquipulas. Es decir, como cualquier tontería. A la manera de cualquier cipote arrabalero, iletrado y sin experiencia.

Cuando se presentó la oportunidad aproveché mi irritación para aconsejar a Alejandro. No reparé a tiempo en la presencia de Corina, su hija adolescente, que antes fue alumna en mi clase de Lenguaje y Literatura:

—¿Te pidió un libro ese abusivo? ¡No le des ni mier…perdón, perdón…!

Corina, condescendiente conmigo y de forma inteligente, con una sonrisa cómplice explicó:

—No escuché, no se preocupe, no estoy aquí…

Cantábamos con Los Guaraguao. Disfrutábamos la música. Amábamos aquella voz inimitable. La de Eduardo Martínez: Cantando encontré el camino, un sendero y una luz… Gozábamos la energía manifiesta de José Manuel Guerra en cada golpe de sus baquetas.  Y el inepto volvió. Volvió para solicitar un aventón a Alejandro y para preguntarme, a manera de iniciar conversación, dificultosa por cierto debido a los códigos distintos que manejábamos y a mi sordera circunstancial, si estaba yo escribiendo otro libro:

(Fíjense que hablando de códigos ilegibles o de sorderas adrede, me cayó de repente en el pozo de la memoria un cuenterete que escuché siendo yo chico, del repertorio de los viejecitos simpáticos de antaño en sus formatos originales: El hombre necio vagabundeaba para matar el tiempo. El otro trabajaba. El necio diciéndole desde la calle: Adiós compadre. Y el otro respondiéndole: Cortando varas. El necio: Adiós le digo. El otro: Para un tapexco. El necio ya enfadado agarrándose los genitales por encima de sus pantalones: Aquí está su tapexco, compadrito. Y el otro parsimonioso: Para su madre, que lo necesita).  

—Yo nunca dejo de escribir, ni de leer.

Mi respuesta trataba de ser lacónica y engreída.  

En cuanto al aventón, siendo Alejandro como es, le prometió hacer un espacio en el vehículo. Y fue en el vehículo, ya en camino que se dio la siguiente conversación, a instancias de una constante provocación del susodicho miembro de la Comisión Política del partido de oposición. Iba blablablá en todo el trayecto. De repente Alejandro interrumpió aquel blablablá:

—¿Y cómo va el Partido? Y tu participación…

Y el inepto con todas las ínfulas del mundo diciendo:

—¡Bien! Fijate que he salido del país quizás unas siete veces.
—¿Ah? Entonces te ha ido bien. ¿Cuáles son los criterios para enviar fuera a alguien?
—Se decide en las sesiones. Los compañeros han insistido en que yo vaya, aunque yo les diga que no quiero ir, que manden a otro. En estos días estoy redactando el informe del último viaje…
—¿Adónde fuiste?
 —A Vietnam…

(Y yo sin hablar, pensando. Ya me imagino: este analfabeto va a decir en su informe que allá hay muchos arrozales, y que hombres y mujeres andan con un cucurucho ancho volteado sobre la cabeza, y que hablan bien raro, como chinos comerratones, que no entendió ni jota de lo que parlaban…)

El analfabeto no se detenía en su parloteo, “engolando” la voz como diría un radialista que conozco. Una urraca se quedaría pachita:

—Estos reportes ayudan a planificar la estrategia del Partido para echar a andar el socialismo a la salvadoreña…
—¿Y qué es eso?— preguntó Alejandro.
—Este… Eh… Bueno… Un socialismo, bueno, cada país es distinto… y el modelo de socialismo… tiene que ser… diferente para cada uno…

Fue entonces cuando yo intervine, hastiado de las respuestas trilladas que daba el susodicho personaje. Entré con los tacos por delante, o si se quiere, con el machete desenvainado:

—Para establecer el socialismo, el Partido debe ser más democrático, debe aprender a oír a la gente, cambiar esa forma impositiva, pareciera que solo lo que dicen los dirigentes tiene validez, o sea, se creen dueños de la verdad; los demás que se callen, que voten por ellos y nada más…
—No, mire, el Partido es democrático, el Partido oye las opiniones…
—Las de aquellos pícaros que buscan congraciarse o que andan a la pesca de un cargo, y que dicen lo que los dirigentes quieren escuchar…
—Todas las opiniones son analizadas. Es lógico que debemos estar adentro para cambiar las cosas. Mire: la dirigencia entiende que el Partido tiene que hacer un viraje…
—¿Hacia la derecha o hacia la izquierda?
—Este… Bueno… Eh…

El analfabeto se trabó todo. Pese a que la respuesta era tan fácil como aventar una piedra, y tan sencilla como abrir la ventana para ver llover (Debió responder que el viraje sería estratégico y no ideológico).

Era casi la medianoche. Para mi beneficio, llegábamos al primer pasaje de la colonia San Emilio, cerca del lugar conocido como El Rebalse, a la entrada de la ciudad, donde yo terminaba mi jornada, lleno mi antojo de escuchar, en concierto allá en Usulután, al admirado grupo musical venezolano.



Fotografía: Los Guaraguao, tomada de la cubierta de un disco.