domingo, 3 de diciembre de 2017

La casa del callejón


              (Relato)

José Víctor González
…Continuación

Mas, si pareciera que lo antes dicho fue un triste y deprimente espectáculo que por amistad tuve que presenciar, ahora déjenme relatarles lo que sucedía en otras partes de la tétrica morada: Lagartijas y cantiles libraban una lucha feroz cuerpo a cuerpo en la superficie de las paredes de adobe, se disputaban la supremacía del territorio; o bien rodaban en un abismo quizás sin fondo para ellos, desde seis o siete metros de alto. Las termitas consumían con hambre insaciable el interior de la poca madera que aun quedaba buena en una gula sin fin, creando una constante y rarificada llovizna formada por infinidad de granitos de aserrín. Mientras una araña bajaba pendiente de un hilo desde el artesón, verbigracia como aquel rescatista que desciende por medio de una cuerda desde un helicóptero para salvar algo o alguien tirado en el suelo; o aquella otra que se lanza al vacío por alcanzar las vigas que aun mantienen el techo en su lugar, haciendo mil acrobacias sin arnés para tejer sus finísimas redes como en un macabro circo donde la muerte acecha a cada paso....Leña apoltronada en un rincón, quizás traída de la finca; mareantes aromas a pulpa de café...

Pero olvidándome del asunto fijé mi atención de repente en una cucaracha que mataba un alacrán con sólo ponerle sus alas sobre la espalda, lo cual aseguraba su propia subsistencia por unos cuantos días. Prolongando la mirada, penetré hasta más allá de la pared donde comenzaba el patio.... Una nube de mosquitos viajaba a lomos de un cerdo que muy tranquilamente metía su hocico en un lodazal y en todo lo que podía... Un flaco y pulgoso perro se rascaba desesperadamente y a ratos ladraba lúgubremente a una cherenqueca que parada en una hoja de “pan caliente”, me miraba amenazante inflando su garganta.

Más allá, una famélica yegua dormitaba solitaria bajo un descalabrado techo, mientras, horribles zancudos que más bien parecían pequeñas avionetas, sobrevolando mi cabeza con sus agudos zumbidos amenazaban con hacer estallar mis oídos...

Absorto como estaba, en medio de aquel sombrío panorama, algo escuché de una herencia, pues la discusión al interior de la espantosa alcoba se tornó tirante y cáustica: acusaciones de un lado, quejas del otro; palabras hirientes de ambas posiciones.

Mientras, yo libraba mi propia batalla con mis traumas, miedos y sinrazones...

Ni “Mari-Sol” ni “Milo” querían la casa, los dos ansiaban la finca. Quedarse con la casa significaba hacerse cargo del viejo misántropo y estar viéndole día y noche el serio semblante que parecía una tenebrosa máscara, pues nunca se le vio sonreír; lidiar con los nidos de hormigas y ratas; las culebras, ratoneras o las temibles “zumbadoras” que silentes se deslizaban por entre el matorral; la peligrosa cascabel que enroscada en si misma aguardaba el momento de atacar; las cuevas de escorpiones; las colonias de murciélagos que llenaban de residuos de capulín toda la casa; el moribundo gato que ya de viejo no salía a cazar dejando las ratas vivir a sus anchas y correr libremente por el techo; o toparse todos los días con la silente mirada sin parpadear del búho; y ni qué decir de los fantasmas que habitaban la casa y que se rumoraba se paseaban tranquilos por los pasillos y los cuartos o hasta “leían” tranquilamente dentro de la pequeña biblioteca las terribles y tortuosas historias de Ágata Christie, José de Espronceda, Edgar Allan Poe y todos “los poetas malditos”; es más, para sobrevivir ahí, había que andar tratando de robar los huevos a las iguanas verdes que crecían sin sobresaltos en los árboles ....y eso no lo quería ninguno.

Pero “Sol” ya no se encontraba en casa y no existía manera de saber hacia dónde se había marchado. Sin su presencia no se podía llegar a ningún arreglo en cuanto a posesiones.

Uno a otro se insistían sobre el paradero de la huidiza joven, a quien alguien vio salir una fría madrugada con destino desconocido (siempre hay alguien que ve), dicen que se sentaba en las esquinas por unos segundos leía en voz baja y luego proseguía caminando, llevaba entre sus manos su adorado libro: “Las Flores del Mal”, de Charles Baudelaire, ella tenía especial predilección por dos poemas del mismo: “Una mártir “ y “Alegoría” los cuales repetía en su lectura una y otra vez obsesionadamente...

Al alcanzar la vieja fuente con sus paredes de adobe se sentó muy cerca del “árbol de pan” sin poder alcanzar sus frutos y sin poder beber de las aguas cristalinas que fluían del interior de la tierra... A nadie le dijo nada, solamente esperó y esperó mas como el primer autobús nunca llegó, caminó por el callejoncito de la Iglesia que va a dar a la canchita y se detuvo un momento frente al templo, arrodillándose entre las dos columnas curvas que como dos poderosos brazos de hierro y cemento sostenían todo el peso de la estructura... ahí, murmuro una oración que se elevó hasta el cielo.

Eran las dos y media de la madrugada en el viejo reloj situado en lo alto de la torre del Cabildo Municipal cuando continuó rumbo al sur, se fue en dirección al cementerio recorriendo la vieja calle que lleva al pueblo más cercano y jamás volvió, desapareció entre la multitud que para la hora en que llegó ya abordaba los autobuses que iban hacia la capital.

Dos preguntas sin respuestas flotaban en el ambiente: 1a. ¿Por qué se fue sin decir una palabra? 2a. ¿Cómo hace la gente para observar tanto detalle...? ¿Fue el terrible bullicio de los niños de la escuela en donde ella trabajaba lo que le provoco esquizofrenia y decidió largarse...? ¿Quizás la atmósfera asfixiante de aquella casa la desesperó y quería liberarse...? O era tal vez el triste ladrar del perro y la mirada de un garrobo, que como nadie lo cazaba de grande que estaba ya parecía un lagarto, o incluso, el siniestro cantar de la aurora posada en el ciprés... ¿Fue el silente observar de la lechuza, o el espantapájaros con la cabeza caída, su mirada triste y sus pies y manos de paja...?

Pudieron ser también los fantasmas mentales formados en su adolescencia que no la dejaban en paz y tornándose reales atormentaban su alma en su espantosa soledad y sintió el inmenso deseo de huir. ¿Fue acaso la “rabia” de amar y no ser amada... con sus consiguientes convulsiones? Quién sabe si se fue buscando a su amor secreto y allá, en lontananza, le aguardaba su “príncipe azul”... pues todas las jóvenes tienen uno en su mundo de ilusión.

fue el ansia de amar y no ser correspondida la que la obligó a dejar la casa paternal, tirándose al abandono y a lo mejor estaba por ahí, llorando en un rincón, sentada en un andén de una gran ciudad... O más grave aún: ahora se ríe (con risita nerviosa) hacinada junto a otros de la misma condición en algún horrible hospital, víctima de un repentino ataque de locura.... o en fin, se fue huyendo de un sauce que la perseguía, pues según cuentan antiquísimas leyendas, dicho árbol tiene la capacidad de desenraizarse e irse detrás de todo aquel caminante trasnochador y solitario, y repetir todo aquello que a este se le ocurra ir diciendo... (Recordemos que ella iba leyendo).

La verdad es que está muy difícil saber realmente qué fue lo que paso y quizás nunca lo sabremos, pues aparte de los fugaces encuentros cuando iba para la escuela, yo jamás la volví a ver.

Yo estaba profundamente entretenido con toda una procesión de pensamientos cuando el estruendo de un espantoso rayo me hizo volver en mí mismo, afuera la tempestad se había desatado con furia inaudita amenazando con destruirlo todo. Los relámpagos iluminaban por doquier en fracciones de segundos... el huracán soplaba horrible y yo me encontraba atrapado...

Los grandes árboles se abrazaban unos a otros con sus ramas para evitar ser arrancados de cuajo... La yegua ni se movió, el pulgoso perro dando tres vueltas se echó, el búho ni parpadeo, los animales rastreros buscaron velozmente donde cubrirse, mientras yo bajaba todos los Santos y las once mil Vírgenes para que la lluvia cesara y poderme ir a casa. El inmenso techo crujía bajo el torrencial aguacero y los truenos estallaban uno tras otro como protestando... La guerra civil estaba en su apogeo y el ambiente peligroso, era mejor que me fuera a casa, ahí me sentiría un tanto más seguro... Miles de pensamientos pasaron por mi mente al darme cuenta en donde estaba metido pero mantuve la fe que saldría bien de esta y sin recibir daño alguno.

Al cabo de unos 25 minutos mis ruegos fueron escuchados y la tormenta comenzó a decaer, momento que aproveché para retirarme poco a poco del interior de la casa buscando la salida, dejando allá dentro al amigo que les mencioné. Todavía con temor abrí la puerta y me di cuenta que la oscuridad se había apoderado de la calle (bueno, en este rincón de la ciudad la oscuridad reinaba siempre, ya que su foco del alumbrado público permanecía todo el tiempo quemado y nunca lo cambiaban); así que, caminé unos metros hacia el poniente tratando de no deslizarme en la acera mojada rumbo a mi casa cuando... ¡¡¡Ay Dios...!!! Me topé con aquello que nunca esperé, era en verdad algo terrible para mí, aún lloviznaba cuando a la luz de un relámpago mis ojos me revelaron lo espantoso: El Callejón de la Muerte...! El autentico y tenebroso callejón que jamás en mi vida hubiera deseado ver...! El horripilante sendero, terrible cual ninguno se abría delante de mí como queriéndome devorar...!

Durante mucho tiempo yo creí que le llamaban callejón a la calle empedrada, pero ahora salía de mi error. ¡Cuán grande era mi equivocación! Este otro era el verdadero..., era este el que había sido bautizado por la “vox populi” con el nombre de “El Callejón de la Muerte”...

Comencé a sentir frío y no era por la lluvia, pensé que me iba a enfermar... Al fondo del mismo se escuchaban unas confusas voces, por un momento creí oír un disparo a lo lejos... (¿O fue cerca no lo sé?), la tormenta seguía retumbando cerca de mí (y a lo lejos también), rugía como un león enfurecido, o como si en el cielo se librara una gran batalla... Los rayos refulgían por acá, por allá y acullá y al caer parecían tamborazos macabros que estremecían toda la ciudad.

Estoy realmente asustado, pero me rehago en mí mismo y me armo de valor, doy unos pasos y luego... Una, dos, tres, cuatro, cinco sombras dentro del callejón.... ¡¡¡Unos ojos piadosos que se abren para ver y otros que se cierran...!!! Debo estar delirando... -me dije a mi mismo- Realmente no hay nadie ahí dentro, estoy viendo visiones. Tengo el corazón convulsionado: escucho risas de satisfacción..., y más allá, desesperación...; chirridos como cuando un viejo portón se cierra, un escándalo como cuando un poco de trastos se caen al suelo con estrépito, terribles pasos, alguien que huye y se esconde, terror de terrores.... a lo lejos se percibe un ruido como si una persona arrastrara una gran cadena, llanto de niños, gritos furiosos, etc.

Tal como me lo imaginara en mis ataques de miedo, ahora enfrentaba la realidad: era pavoroso... Este tenebroso callejón era para mí la entrada al mismo infierno... ¡de eso estaba totalmente seguro! Por un momento sentí que como al dios Mercurio me nacieron alas en los talones, y enmudecido corrí sin parar tan siquiera un momento hasta que alcancé a ver la puerta de mi casa, a la cual entre disimulando lo que me había pasado.

Oscuro, desgraciado e infame callejón de traiciones: ¡¡¡cuánto susto y dolor me provocaste...!!!!

Días después hube de alejarme de la ciudad quizás para siempre, y me refugié en tierras lejanas donde me quedé a vivir desde entonces...



Imagen: “El grito” (1893), pintura de Edvard Munch.

José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.


sábado, 4 de noviembre de 2017

La casa del callejón


(Relato)
José Víctor González

“El que entre aquí vencedor será, el que mate al dragón el escudo ganará”
 Edgar Allan Poe

Fue desde niño que siempre evité pasar por aquel sector de la ciudad (y creo que la mayoría de la gente lo hacía). Yo me regía únicamente por la costumbre del instinto general, pero a decir verdad, jamás escuché a nadie aconsejar, ni tan siquiera sugerir que tal cosa se debía hacer así: Lo que la gente sabía era que mientras pudiera y no fuera tan imperante pasar por ahí, lo mejor era soslayar el camino.

Siempre que a temprana edad me fui llorando detrás de mi Madre, cuando a buenas cinco de la mañana se levantaba para ir a comprar el famoso “Pan de papa”, sabroso pan francés horneado por don Miguel Flores en su panadería del barrio Analco evadíamos recorrer tal calle, ubicada en el centro del pueblo, rodeando la antigua “Comandancia Local”, que por esa época ocupaba la casa de la esquina, donde vivía don Margarito junto a su familia.

Enquistado en el mismísimo subconsciente, por alguna razón hasta entonces desconocida para mí, el miedo hacia torcer los pasos de la población cuando por azares de la vida tenían que pasar demasiado cerca del lugar.

Una extraña fuerza les repelía en las cercanías de la solitaria callejuela, y una poderosa impresión que emanaba de las gigantescas paredes hacían presagiar lo peor; así que lo mejor era evitarse de voltear la mirada. Sin embargo, muy a pesar de lo que arriba escribo, siempre hay algunos que haciendo “de tripas corazón” afirmaban el haberse aventurado al interior del armatoste de casa y relatando cosas muy espeluznantes, le ponían a uno “la piel de gallina”.

En lo particular puedo decirles que cuando crecí un poco, también crecieron mis dudas y mis traumas, me llené de varias preguntas que nadie deseaba responder.

¿Qué insondable misterio encerraba el viejo edificio? ¿Por qué la gente no quería pasar tan cerca del mismo? ¿Vivían personas en la tétrica mansión? ¿Por qué aparentaba ser siempre una casa vacía? ¿Era real todo lo que se tejía alrededor de la casa o sólo era producto de una febril imaginación?....

Algunos que espiaban por encima de los trascorrales de las casas vecinas afirmaban haber visto “cosas” dentro de la misma. ¿Cosas? ¿Como cuáles? Yo me pregunto y les pregunto a ustedes mis estimados lectores: ¿No sería que a la gente le gustaba mucho el “chisme”?...

Sí, llegó el momento en el cual, enterándome que la casa estaba efectivamente habitada por dos personas me llamó más la curiosidad aun cuando desde lejos se podía apreciar que sus puertas estaban todo el tiempo cerradas; yo juraría que iba a ser imposible reponerme del monstruoso miedo que me devoraba con sólo la idea de pasar enfrente; ya que según comentaban los pocos que osaban cruzarse por ahí, y que nunca faltan, al interior del viejo caserón se escuchaban extraños ruidos. A pesar de todo no me parecía justo valerse de puras “invenciones” para echar a rodar toda clase de intrigas alrededor de la misma, todo esto destrozaba mis nervios y por las noches, negros nubarrones mentales y pesadas sombras oprimían mi pecho al momento de caer en los brazos de Morfeo, mientras en mis sueños vagaba errabundo en regiones creadas por el miedo...

Jamás pensé que un día el destino me tendiera una emboscada, cuando a “quemarropa”, como se dice a veces, recibí una invitación que más bien parecía un reto. Yo tenía un caro amigo de nombre Romilio, un día me lo encontré cerca del parque y me dijo: Vamos donde mi papá... Vaya, vaya, quienes vivían en la famosa casa eran ni más ni menos que el padre y una medio hermana de mi amigo y eso yo no lo sabía.

Por un momento me detuve a pensar: ”Bueno quizás ya entre dos sea menos el temor”, y le respondí: ¿A la casa del callejón?... ¡pero ya es tarde!....  No me voy a estar más de treinta minutos -replico él -si ni a mí me gusta llegar ahí. Bien, -le dije -déjame ir al telégrafo pues quiero hacer una llamada... -jmjm...-murmuró, y nos fuimos.

Al llegar al telégrafo traté de hacer más corta la llamada pues nos fijamos que se estaba “poniendo” una tormenta de aquellas que se formaban del lado del mar y debíamos apurarnos, pues si no...

Cuando ingresamos a la calle lo hicimos doblando la esquina de la “Tienda y Farmacia”, caminando de oriente a poniente; en el horizonte, el sol se ocultaba detrás del cerrito que parecía incendiarse... La tarde ya se despedía al momento de penetrar al caserón...un fuerte olor a esencia de “Los Siete Espíritus” se percibía en la estancia, impregnándose en todas las cosas; serían las cinco y treinta; y por los tragaluces todavía se filtraba la luz crepuscular que iluminaba por reflejo el interior, mientras en la parte trasera las ramas de los árboles creaban un raro contraste, un juego entre luz y sombra... Un radio transistor se escuchaba al otro lado del trascorral en la casa donde vendían aguardiente; cuando la tenue luz de un candil de kerosene le llamó la atención a “Milo” y este se dirigió hacia esa parte recóndita de la casa.

Mientras él se adentraba en la morada buscando la alcoba, donde probablemente se encontraría con el anciano, yo me aposté en un estratégico lugar desde donde podía husmear cuanto había y sucedía alrededor con todo lo que alcanza la mirada humana, así fue como pude ver sembrado por ahí, un amate; un poco más allá, un ciprés; y mucho más al fondo, la fila de sauces; ya no se diga del muérdago, la “espada del diablo”, albahaca, ruda, y otras tantas hierbas que en un ambiente neblinoso conspiraban.

Don Narciso, un hombre por demás retraído, casi nunca hablaba con nadie. Jamás pude explicarme como una persona así podía tener tanta riqueza: dinero en el banco, ganado, una casa como esa, una finca tan grande y dos hijos, Romilio y María de la Soledad, que vivían esperando su muerte para saber qué les iba a dejar. -Mas creo que don “Nacho” ya sabía que la gente se hacía muchas preguntas acerca de él, y que además murmuraban demasiado acerca de los orígenes de su riqueza y sus costumbres extravagantes, así que había mandado a grabar en la vieja puerta de una habitación un raro letrero que quién sabe de dónde lo había sacado, o cómo se le había ocurrido, y que a la letra decía: “QUE SEAN ANIQUILADOS QUIENES ATACAN MI NOMBRE, MIS EFIGIES, LAS EFIGIES DE MI DOBLE Y MI FUNDACION...SERAN PRIVADOS DE SU NOMBRE, DE SU DOBLE, DE SU KA, DE SU BA, DE SU KHU...”

Me apresuro a comentarles al estar dentro de la casa, acerca del nauseabundo olor que la invadía, como renglones arriba lo hice; y es que esta se encontraba en un descuido total y era de una insufrible tristeza, ropa tirada por doquier sin lavar a lo mejor, un plato con residuos de comida y una taza de café ya frío; zapatos lodosos, una toalla deshilada, una cuma mohosa junto a una montura y alforjas llenas de hormigas (quizás por migas de pan dejadas dentro); en el dintel de la puerta de la alcoba colgando estaba una herradura, ya que el hombre era un tanto supersticioso, más esta se caía en pedacitos a causa de la herrumbre que la atacaba desde hacía décadas, y al penetrar en el aposento mi amigo encontró al viejo recostado sobre una cama de cordeles, tal y como lo suponíamos; ya las chinches, pulgas y telepates no le hacían cosquillas, estaba tan acostumbrado...

Sobre una mesa de tres patas reposaba una rara y esquelética figura que portando en su diestra una antorcha, parecía querer incendiarlo todo. Imperaba el desorden y el abandono, y yo me preguntaba: ¿Por qué? ¿Acaso no vivía una mujer ahí? ¡Ah!, por cierto, era maestra y daba clases en la escuela primaria cercana y siempre cargaba entre sus brazos, como un bebe pegado a su pecho, un libro que significaba todo para ella.

Al andar de curioso tratando de observar lo que había adentro, jamás me percaté que a mis espaldas estaban colgadas unas extrañas pinturas, simbólicas imágenes que reflejaban las inclinaciones del personaje de mi relato que ahora les traslado a ustedes: “Las Parcas”, (Cloto, Láquesis y Átropos) en pleno ejercicio de sus funciones; y a un lado “Perseo: Decapitando a la Medusa”... mas cuando giré la mirada hacia la izquierda otra mucho más terrible me llamó la atención: “La Diosa Kali, Reina de los Infiernos y la Muerte”, quien como una maravilla funeral con sus brazos abiertos me invitaba a ir hacia ella con una sonrisita satírica; me puse a tantear moviendo el cuerpo en diferentes direcciones y descubrí que eran de esos cuadros que te muevas para donde te muevas siempre te siguen con la mirada...

Mi corazón ya estaba intentando salirse de mi pecho por la boca, pero “la manzana” se lo impedía... Y me regañé a mi mismo: ¿Para qué vine...? ¿Qué estoy haciendo aquí...? ¿Quién me mandó a aceptar esta invitación...?. Y comencé a pensar en cómo ir escapándome sin mostrar alarma (silbando).

Continuará...

Ilustración: labitacoradelmiedo.com


José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.

lunes, 9 de octubre de 2017

El Che en mi memoria



(Historia)

René Ovidio González

Era octubre de 1967, cursaba yo el segundo grado.  Para mí sigue siendo un misterio inextricable cómo llegó a mis manos aquel periódico.  Un diario de circulación nacional. Fue así que descubrí la noticia: había muerto el Che. La información contaba palabras más, palabras menos que “el terrorista argentino-cubano Ernesto Che Guevara fue muerto en combate por el ejército boliviano…”
    
Desconocido para mí aquel personaje, leí una y otra vez la noticia, examiné con detención la fotografía, una fotografía del Che con mirada baja y en la que destacaba la boina en su cabeza, y al hacerlo comprendí que algo no encajaba. En aquel momento la idea de “terrorista” que yo debía manejar sería terriblemente vaga, estrecha, inexacta. Aquel rostro, no obstante, no podía ser el de un terrorista. El de la mirada baja parecía ser un buen hombre, y ciertamente era un buen hombre. El periódico que lo etiquetaba con ese mote mentía. Eran los verdaderos terroristas quienes calificaban al Che sin ningún pudor.

Corroboré, con el transcurso de los años, que mi apreciación de niño era correcta. Que no había equivocación. Investigué mucho, leí más. La vida del médico guerrillero se presentó, desde su nacimiento en Rosario, Argentina, sus viajes por diversos países, su incorporación a la lucha de liberación de Cuba, su gran propósito de dignificar a los pueblos oprimidos de Latinoamérica y el mundo, en fin, su férreo antiimperialismo.

El retrato que yo tengo en mente de Ernesto Guevara de la Serna, es el de un auténtico ser humano, un muchacho excepcional, un heroico ciudadano del mundo. Un hombre singular de accionar congruente con sus ideas, las que desarrolla ampliamente en sus múltiples escritos. Tal vez por eso mismo Fidel indica que cuando los cubanos digan cómo desean que se eduquen sus niños, deben decir sin vacilación que quieren que se eduquen en el espíritu del Che.

Siempre tuve la seguridad de que algún día visitaría el cementerio donde reposaran los restos de ese  patriota latinoamericano, y vaya que la vida sí es cosa grande: un día, mejor dicho dos días continuos, visité el Mausoleo y Memorial del Che en Santa Clara, ciudad del centro de Cuba. Estar a un metro del nicho donde duerme eternamente el Comandante, muy cerca de donde también descansa su tropa, sus compañeros de gesta, es algo que no se puede estampar en solo palabras…

Una amiga santiaguera Adela es su nombre, residente en Santa Clara desde pequeña, me narró detalles de cuando llevaron los restos del Che de La Habana hasta el Mausoleo en esta ciudad: “Toda la gente estaba en la calle esperándolo, no se podía ni caminar, no cabía más nadie, aquello era conmovedor: ¡todos lloraban! Mira que traían al Che, y ya tú sabes…”

Por esos antecedentes he escrito dos poemas en memoria del Jefe Rebelde. Al primero lo titulé Che Guevara, y al otro Un hombre, en alusión a una frase leyenda o realidad, no lo sé atribuida al Che y expresada a la hora que el asesino entró al salón de escuela rural donde él permanecía prisionero. Al vacilar el verdugo, y sabiendo el Che a lo que iba, dicen que le dijo: “Dispara, cobarde,  vas a matar a un hombre.”


Fotografía tomada por René Ovidio González: Memorial del Che en Santa Clara, Cuba.

sábado, 2 de septiembre de 2017

Meme Maravilla: un médico falta


(Historia)

René Ovidio González
Julio 30 de 1975. Día miércoles. 4:30 de la tarde. La policía y la guardia nacional reprimen violentamente una marcha de estudiantes universitarios a la que se habían sumado estudiantes de secundaria y bachillerato. Quien gobierna es el coronel Arturo Armando Molina, y quien da la orden de dicha acción es el general Carlos Humberto Romero, ministro de defensa. Dos años más tarde Romero sería presidente del país…
Manuel de Jesús Maravilla Aparicio, un joven de veintiún años originario de Santa Elena, del oriente salvadoreño, estudiaba la carrera de medicina en la Universidad Nacional. La noticia lo impacta y lo marca para el resto de su vida: cuatro años que dedicaría a tratar de cambiar las condiciones en las que se debatía su patria. Varios de sus compañeros de estudios resultaron asesinados durante la protesta.
Según testimonios de participantes en la marcha, los cuerpos represores estaban a la altura del paso a dos niveles, cerca del Seguro Social, disparaban y lanzaban gases lacrimógenos. Atacaron a quienes encabezaban la marcha. La multitud estudiantil empezó a retroceder, pero las tanquetas cerraron el paso, aplastaban a los que habían caído, a los heridos. Muchos se lanzaron desde el paso a dos niveles, otros se refugiaron en el hospital cercano, algunos huyeron sin darse cuenta cómo…Los estudiantes desafiaban al régimen militar de Molina y Romero, y la alegría, los cantos, las consignas con que inició la marcha se transformaron en tragedia nacional…
Mirna Perla, entonces de veinte años y con el pasar del tiempo magistrada de la corte de justicia, cuenta rasgos de lo sucedido: Yo me tiré del paso de dos niveles, me fracturé la rodilla izquierda y un grupo de compañeros me llevaron (sic) al Hospital Rosales de donde me sacaron a las 11 de la noche. Ahí estaban los policías buscando los heridos de la marcha, estudiantes de medicina en ese momento muy valientemente nos ayudaron, nos sacaron y expusieron sus vidas…
Dimas Castellón, en aquellos días estudiante del CENAR, otro de los que se manifestaban y que usaba el cabello extremadamente largo hasta llegarle a la cintura, ha dicho: Para nosotros el pelo largo significaba libertad y por libertad era que marchábamos.
Meme, como le decían sus amigos a Manuel de Jesús, también usaba el pelo largo, aunque no tan largo como el de Castellón. Solía hacerse una pequeña cola, y le favorecía el hecho de que su cabello era muy liso, de un color casi castaño.
Sus hermanos mayores José Eduardo y Marta Virginia recuerdan que desde niño a Manuelito le gustaban las artes, la participación en dramas, en actos culturales. Mencionan que en cierta oportunidad hizo el personaje de José Matías Delgado “por su nariz que resaltaba un poco, no como la mía que es chata...”, afirma Eduardo con una sonrisa. Su inquietud fue algo natural, le encantaba aquel juego semejante al tenis, que se practica sobre una mesa, con pelota ligera y con palas pequeñas de madera a modo de raquetas, es decir, el ping pong.
También le gustaba la poesía. Escribió algunos poemas, pero todos se perdieron. Su familia no los conservó. En síntesis bien se pudiera decir que tenía una facilidad para la socialización, aparte de una afición por las artes marciales que lo perseguiría hasta el final. “Meme se reunía en un gimnasio donde aprendía karate. Ese gimnasio quedaba por aquí cerca, en el barrio”, expresa Daniel Guevara, quien además del parentesco con Manuel de Jesús lo acercaba a él una gran amistad. Y agrega: “Aunque yo pienso que ahí era un sitio de reuniones de la gente que ya empezaba a organizarse.”
Habla Eduardo: “Sí, pero también allá en San Salvador estuvo aprendiendo karate, él tenía su traje y su cinta. Tenía una cinta verde. Él tomaba en serio aquel aprendizaje.” “Vivía en una zona casi marginal, El Níspero le decían al lugar, en Mejicanos. Y cuando sucedió la masacre, eso lo marcó para siempre. A los veintiún años se enroló en AGEUS. Yo conocí al dirigente de esa organización: le decíamos el Chele AGEUS, del nombre no me acuerdo.”
Eduardo, siendo pionero de ANDES 21 de junio, conoció a la dirigente histórica de la asociación de maestros: Mélida Anaya Montes, llamada después Ana MaríaMarta Virginia, que poco ha hablado durante la conversación, parece emocionarse al escuchar este nombre: “Conocí y admiré a esa mujer, y en honor a ella Ana María, mi hija, se llama así.”
Para los días de la masacre de estudiantes Eduardo ya estaba organizado. En una de las cinco organizaciones que en el futuro conformarían el FMLN de la guerra. Eduardo recuerda a algunos de sus compañeros de organización o con los cuales tenía algún contacto: Roberto Muñoz, Reynaldo Barías Morán, Rigoberto Bran, Oscar Bran, Mauricio Rivera Zelaya, Meme Chávez, Oliverio Saravia y otros. Entonces Manuelito le recriminaba su labor clandestina: que pensara en su familia, en sus hijos, en su trabajo…
La situación en El Salvador se ponía color de hormiga: al profesor Chávez lo mataron en junio de 1979 y a Barías Morán en junio de 1980. Los demás rebeldes, en su mayoría, optarían por el exilio. Menos Eduardo, debido a que su mamá hizo una advertencia terrible, se haría daño si él se iba. “No estoy dispuesta a perder otro hijo”, aseveró la dolorida madre.
Eduardo explica: “Manuelito se incorpora a la AGEUS después de la masacre, al saber de sus compañeros muertos… A veces tenía que cumplir tareas de seguridad en los alrededores.” “Claro, nosotros sabíamos de sus actividades, aunque, por mi trabajo y su estadía en San Salvador casi no nos veíamos, no coincidíamos en la casa. Ni Marta Virginia ni yo teníamos una relación política con él. Cada quién en lo suyo.” 


        

Casi cuatro años después, el Frente Sandinista de Liberación Nacional de Nicaragua gana la guerra al ejército gubernamental y entra triunfante a Managua, la capital. En la Plaza de la República, la población entera celebró la derrota de la dictadura somocista aquel 19 de julio de 1979, y dio inicio la transformación del país. Entre otras acciones se nacionalizaron los bancos y se realizó una exitosa Campaña de Alfabetización…
Meme se alegró por el triunfo sandinista. Daniel Guevara lo recuerda de esta manera:
¡Derrocaron a Somoza! dijo emocionado, ya vas a ver, pronto van a caer en El Salvador y entonces va a ser diferente, mi sueño va a ser más fácil… Me agarró de la mano y se paró frente a la casa: Voy a instalar una clínica popular para atender a la gente más pobre del pueblo, a los más humildes.
Ese sería el sueño irrealizable de Meme. Quería servir a su gente descalza, a su gente sin pan. Y Daniel continúa diciendo:
Pero Meme, como cariñosamente le llamábamos, encabezaba aquella manifestación. Sus manos, junto a las manos de otros compañeros sostenían la enorme pancarta estudiantil, y su garganta gritaba por justicia para los desposeídos de su patria.
La marcha se efectuaba el día viernes 14 de septiembre de 1979. Los noticiarios televisivos  y radiofónicos daban a saber al público, a su manera, las incidencias de la manifestación de universitarios. La protesta exigía la liberación de estudiantes capturados y torturados en las mazmorras de los cuerpos represivos. Las noticias hablaban de disturbios. Uno de esos informativos se atrevió a dar los nombres de los asesinados… Manuel de Jesús Maravilla Aparicio, estudiante de cuarto año de medicina…
Habla Eduardo: “Yo estaba en Jucuapa. Y mi mamá estaba conmigo. Lo que es el corazón de una madre: al oír la primera noticia, ella dijo: ¡Manuelito! Como presintiendo la desgracia… Cuando dieron la otra noticia, mencionaron los nombres de los masacrados y entonces oímos el suyo: Manuel de Jesús Maravilla Aparicio, estudiante de cuarto año de medicina…” 
“Solo tenía 25 años. Siete más murieron con él. Me dispuse a ir a traerlo. Por cierto la gente no quería que yo fuera. No hallé en Jucuapa a nadie que quisiera hacerme el viaje. Tenían pánico. Y me dije: en Santa Elena debe haber alguien que se arriesgue. Cabal: vino Luis Fernando Águila y me dijo que en lo que pudiera ayudar me ayudaría, que allí estaba su vehículo, que fuéramos a traerlo. También vinieron Goyito Ramírez y Leónidas Bonilla. Nos fuimos…”
Marta Virginia aclara: “A Manuelito lo llevaron a una clínica, al parecer ya iba muerto, la bala penetró arriba de su cabeza, y la parte occipital la tenía destrozada.”
Se asegura que fueron francotiradores de la guardia y la policía apostados en los edificios aledaños. El ataque ocurrió en las cercanías del hospital Primero de Mayo del Seguro Social. Lo afirmado por los hermanos Maravilla Aparicio, da a la versión apuntada sustentación suficiente para considerarla verídica. Y hay un detalle interesante en esta historia: Carlos Mario, el menor de los hijos de Meme, y Mario Ernesto, hijo de Marta Virginia, prometieron ante la tumba del joven revolucionario, que coronarían la carrera que él dejara inconclusa. Así fue: ambos son médicos ahora. Carlos Mario jamás conoció a su padre, pues nació tres meses después de su asesinato. Lorena Yamileth y Manuel de Jesús, sus otros hijos, tal vez apenas lo recuerden.
Después vendrían para Marta Virginia hazañas heroicas en el transcurrir de la lucha guerrillera. Daniel afirma conocer detalles de algunas de esas acciones realizadas por ella, por ejemplo la vez que la joven profesional atendió un parto de emergencia en medio de un algodonal, o el evento del paquete que tuvo que trasladar en bus desde Ozatlán hasta Usulután, siendo que el paquete contenía explosivos.
Marta Virginia esperaba el bus en una de las entradas de Ozatlán, alguien se le acercó y puso el paquete junto a ella, le dijo que debía bajarse en Los Pinos y que allí pusiera el paquete y esperara; le dio el santo y seña, y que iba a llegar un compa. El problema era que adelantito de donde esperaba el bus estaba un retén de soldados. El mismo cobrador cuando subió el paquete al bus le preguntó: ¿Y qué lleva en esta caja señora, que pesa tanto? Los soldados revisaron el bus y es probable que no vieran la caja. Los explosivos llegaron a su destino. Es que ella era enlace de los compas en aquella zona.
Ella no ha querido contar pero ahí en su casa estuvo curándose Leónidas Bonilla, el comandante Jesús, al ser herido en combate.
“Esta casa se convirtió en hospital, pero ese tema es de ella.” Y Eduardo señala a Marta Virginia…Enfermera de profesión puso sus conocimientos al servicio de la lucha revolucionaria. Pero Eduardo, impulsivo, sigue narrando la odisea que vivieron al llegar ya entrada la noche a la Universidad, en donde tenían los cadáveres de los jóvenes asesinados:
“Querían llevarlos a la Iglesia El Rosario. Para enterrarlos ahí. Se negaban a entregarme a Manuelito. Entonces hablé con el Chele AGEUS, le aclaré que a mi hermano aquí lo esperaba una familia, todo un pueblo lo esperaba. Solo así pude convencerlo. Los forenses hicieron el papeleo y me lo dieron. Eso sí, se vinieron dos miembros de AGEUS con nosotros.” “El día 15 lo enterramos, fue un entierro multitudinario. El desfile de ese día se suspendió.”
A partir de entonces, un médico falta en el pueblo. Meme, o Manuelito, tal lo llaman sus hermanos, es otro de esos mártires imposible de olvidar, sacrificado mientras defendía sus ideales. Por eso Daniel Guevara pregunta de manera poética: ¿Olvidarte Manuel? Y aclara para la posteridad: Una bala impactó en el cuerpo de MemeUna bala asesina como era el que la disparó, creyó acabar con el sueño de Manuel, pero no pudo, porque como dice la canción: “Ya no vivo, pero voy, en lo que andaba soñando, y otros que siguen peleando, harán nacer nuevas rosas, y en el nombre de esas cosas, todos me estarán nombrando…”
Todos lo están llorando. Todos lo están nombrando. Todos llevan consigo un vacío, una angustia. Entre ellos Juancito Velásquez que, con el dolor y con una impetuosa decisión y esfuerzo del ánimo pintados en su rostro, expresa: “Nos quitaron a Meme. Pero cuando un compa cae, cien se alzan.” Que así sea.
San Miguel, mayo 24 de 2017.

CENAR: Centro Nacional de Artes.
AGEUS: Asociación General de Estudiantes Universitarios Salvadoreños.
ANDES: Asociación Nacional de Educadores Salvadoreños.
FMLN: Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Guerrilla histórica.
En la primera fotografía: Meme en el área rural de Santa Elena, atrás un niño desconocido. En la segunda fotografía: Meme, su mamá y varios niños. Los dos primeros son sus hijos: Manuel de Jesús y Lorena Yamileth. Los otros niños son los hermanos Soto Aparicio.

sábado, 5 de agosto de 2017

Mi duende literario


(Poema)

J. Osmín Aparicio

Desde las mismas entrañas
entre prólogo y sudor
nos hicimos nudo ciego
en nuestra Gema de Oriente.
Torrentes de humildad
brotaban en cada poro
y el aura de dignidad
en tu singular sombrero.
Luciérnagas testimoniando
un reencuentro de hermanos,
uno laureado escritor
y el otro un cantautor.
Tus versos llenando páginas
y de epílogo mis acordes,
a ti… mi duende literario
de la piedra encadenada.



J. Osmín Aparicio, cantautor de Santa Elena, ciudad del departamento Usulután, El Salvador. Osmín llama a su ciudad natal "La Gema de Oriente".


sábado, 1 de julio de 2017

El vagabundo de la ciudad desierta


(Cuento)

René Ovidio González
                                                          
¿No ves que sigo aferrándome a la razón?

Las frías baldosas de los corredores de las casas de la ciudad conocían su presencia nocturnal. Su demencia era inusual. Según frecuentes insinuaciones se originó por antiguos amores frustrados o traumas de adolescencia, de donde le devino un insaciable deseo de leer. Sus lecturas eran casi rituales y las había practicado a diario a lo largo de muchos años.
          
Durante las tardes llenas de hastío, colmaba su tiempo de lecturas prohibidas por la censura de la época, hasta que, sorpresiva caía la noche, gélida noche; y él, vándalo de la verdad, advertía su arribo agradable y envolvente. Meditaba. Luego con sagacidad evadía la vigilancia siempre contritiva de las gentes y con pasos seguros deambulaba por las calles de la ciudad desolada…
          
Era en las altas horas de la noche. El solitario noctívago curiosamente miraba la indiferencia del lejano firmamento repleto de luceros; espléndido e intrigante. Y al suave murmullo del silencio se entregaba a sus sueños magnánimos de idealista acosado por una dura, trágica y cruel realidad.
          
Huésped amistoso de las calles se movilizaba con derroche de parsimonia, trajinaba ataviado de un hastío perenne y una tragedia habitual; dicen que lloraba de amargura, que con sus lágrimas escribía páginas epopéyicas de su pueblo; dicen que movía su cabeza como sacudiéndose una pesadumbre; ciertamente buscaba el lugar idóneo donde refugiar su tormento, donde esconder su pena; es probable que buscara, y con razón, alejarse del género humano…
          
Era un soñador perdido en los senderos de sus sueños. Era el vagabundo de la ciudad desierta… Era a ratos el poeta, era el cuentista de siempre, el amigo olvidado, un actor ignorado en el teatro de la vida.
          
Auscultaba minuciosamente todos los signos del cielo y revolviendo sus ideas, transitaba las rutas en penumbras: cruzaba por las viejas aceras, por las anchas y frías baldosas de los patios de las casas solariegas; y al ocaso de sus paseos ritualistas bebía sorbo a sorbo el brebaje de su pesar y de su soledad, desandando con prisa el trecho recorrido, regresando a su rutinaria devoción por los libros. Y mientras leía la gente pensaba, viéndolo sumergido en sus plácidas lecturas, que estaba demente…