domingo, 3 de diciembre de 2017

La casa del callejón


              (Relato)

José Víctor González
…Continuación

Mas, si pareciera que lo antes dicho fue un triste y deprimente espectáculo que por amistad tuve que presenciar, ahora déjenme relatarles lo que sucedía en otras partes de la tétrica morada: Lagartijas y cantiles libraban una lucha feroz cuerpo a cuerpo en la superficie de las paredes de adobe, se disputaban la supremacía del territorio; o bien rodaban en un abismo quizás sin fondo para ellos, desde seis o siete metros de alto. Las termitas consumían con hambre insaciable el interior de la poca madera que aun quedaba buena en una gula sin fin, creando una constante y rarificada llovizna formada por infinidad de granitos de aserrín. Mientras una araña bajaba pendiente de un hilo desde el artesón, verbigracia como aquel rescatista que desciende por medio de una cuerda desde un helicóptero para salvar algo o alguien tirado en el suelo; o aquella otra que se lanza al vacío por alcanzar las vigas que aun mantienen el techo en su lugar, haciendo mil acrobacias sin arnés para tejer sus finísimas redes como en un macabro circo donde la muerte acecha a cada paso....Leña apoltronada en un rincón, quizás traída de la finca; mareantes aromas a pulpa de café...

Pero olvidándome del asunto fijé mi atención de repente en una cucaracha que mataba un alacrán con sólo ponerle sus alas sobre la espalda, lo cual aseguraba su propia subsistencia por unos cuantos días. Prolongando la mirada, penetré hasta más allá de la pared donde comenzaba el patio.... Una nube de mosquitos viajaba a lomos de un cerdo que muy tranquilamente metía su hocico en un lodazal y en todo lo que podía... Un flaco y pulgoso perro se rascaba desesperadamente y a ratos ladraba lúgubremente a una cherenqueca que parada en una hoja de “pan caliente”, me miraba amenazante inflando su garganta.

Más allá, una famélica yegua dormitaba solitaria bajo un descalabrado techo, mientras, horribles zancudos que más bien parecían pequeñas avionetas, sobrevolando mi cabeza con sus agudos zumbidos amenazaban con hacer estallar mis oídos...

Absorto como estaba, en medio de aquel sombrío panorama, algo escuché de una herencia, pues la discusión al interior de la espantosa alcoba se tornó tirante y cáustica: acusaciones de un lado, quejas del otro; palabras hirientes de ambas posiciones.

Mientras, yo libraba mi propia batalla con mis traumas, miedos y sinrazones...

Ni “Mari-Sol” ni “Milo” querían la casa, los dos ansiaban la finca. Quedarse con la casa significaba hacerse cargo del viejo misántropo y estar viéndole día y noche el serio semblante que parecía una tenebrosa máscara, pues nunca se le vio sonreír; lidiar con los nidos de hormigas y ratas; las culebras, ratoneras o las temibles “zumbadoras” que silentes se deslizaban por entre el matorral; la peligrosa cascabel que enroscada en si misma aguardaba el momento de atacar; las cuevas de escorpiones; las colonias de murciélagos que llenaban de residuos de capulín toda la casa; el moribundo gato que ya de viejo no salía a cazar dejando las ratas vivir a sus anchas y correr libremente por el techo; o toparse todos los días con la silente mirada sin parpadear del búho; y ni qué decir de los fantasmas que habitaban la casa y que se rumoraba se paseaban tranquilos por los pasillos y los cuartos o hasta “leían” tranquilamente dentro de la pequeña biblioteca las terribles y tortuosas historias de Ágata Christie, José de Espronceda, Edgar Allan Poe y todos “los poetas malditos”; es más, para sobrevivir ahí, había que andar tratando de robar los huevos a las iguanas verdes que crecían sin sobresaltos en los árboles ....y eso no lo quería ninguno.

Pero “Sol” ya no se encontraba en casa y no existía manera de saber hacia dónde se había marchado. Sin su presencia no se podía llegar a ningún arreglo en cuanto a posesiones.

Uno a otro se insistían sobre el paradero de la huidiza joven, a quien alguien vio salir una fría madrugada con destino desconocido (siempre hay alguien que ve), dicen que se sentaba en las esquinas por unos segundos leía en voz baja y luego proseguía caminando, llevaba entre sus manos su adorado libro: “Las Flores del Mal”, de Charles Baudelaire, ella tenía especial predilección por dos poemas del mismo: “Una mártir “ y “Alegoría” los cuales repetía en su lectura una y otra vez obsesionadamente...

Al alcanzar la vieja fuente con sus paredes de adobe se sentó muy cerca del “árbol de pan” sin poder alcanzar sus frutos y sin poder beber de las aguas cristalinas que fluían del interior de la tierra... A nadie le dijo nada, solamente esperó y esperó mas como el primer autobús nunca llegó, caminó por el callejoncito de la Iglesia que va a dar a la canchita y se detuvo un momento frente al templo, arrodillándose entre las dos columnas curvas que como dos poderosos brazos de hierro y cemento sostenían todo el peso de la estructura... ahí, murmuro una oración que se elevó hasta el cielo.

Eran las dos y media de la madrugada en el viejo reloj situado en lo alto de la torre del Cabildo Municipal cuando continuó rumbo al sur, se fue en dirección al cementerio recorriendo la vieja calle que lleva al pueblo más cercano y jamás volvió, desapareció entre la multitud que para la hora en que llegó ya abordaba los autobuses que iban hacia la capital.

Dos preguntas sin respuestas flotaban en el ambiente: 1a. ¿Por qué se fue sin decir una palabra? 2a. ¿Cómo hace la gente para observar tanto detalle...? ¿Fue el terrible bullicio de los niños de la escuela en donde ella trabajaba lo que le provoco esquizofrenia y decidió largarse...? ¿Quizás la atmósfera asfixiante de aquella casa la desesperó y quería liberarse...? O era tal vez el triste ladrar del perro y la mirada de un garrobo, que como nadie lo cazaba de grande que estaba ya parecía un lagarto, o incluso, el siniestro cantar de la aurora posada en el ciprés... ¿Fue el silente observar de la lechuza, o el espantapájaros con la cabeza caída, su mirada triste y sus pies y manos de paja...?

Pudieron ser también los fantasmas mentales formados en su adolescencia que no la dejaban en paz y tornándose reales atormentaban su alma en su espantosa soledad y sintió el inmenso deseo de huir. ¿Fue acaso la “rabia” de amar y no ser amada... con sus consiguientes convulsiones? Quién sabe si se fue buscando a su amor secreto y allá, en lontananza, le aguardaba su “príncipe azul”... pues todas las jóvenes tienen uno en su mundo de ilusión.

fue el ansia de amar y no ser correspondida la que la obligó a dejar la casa paternal, tirándose al abandono y a lo mejor estaba por ahí, llorando en un rincón, sentada en un andén de una gran ciudad... O más grave aún: ahora se ríe (con risita nerviosa) hacinada junto a otros de la misma condición en algún horrible hospital, víctima de un repentino ataque de locura.... o en fin, se fue huyendo de un sauce que la perseguía, pues según cuentan antiquísimas leyendas, dicho árbol tiene la capacidad de desenraizarse e irse detrás de todo aquel caminante trasnochador y solitario, y repetir todo aquello que a este se le ocurra ir diciendo... (Recordemos que ella iba leyendo).

La verdad es que está muy difícil saber realmente qué fue lo que paso y quizás nunca lo sabremos, pues aparte de los fugaces encuentros cuando iba para la escuela, yo jamás la volví a ver.

Yo estaba profundamente entretenido con toda una procesión de pensamientos cuando el estruendo de un espantoso rayo me hizo volver en mí mismo, afuera la tempestad se había desatado con furia inaudita amenazando con destruirlo todo. Los relámpagos iluminaban por doquier en fracciones de segundos... el huracán soplaba horrible y yo me encontraba atrapado...

Los grandes árboles se abrazaban unos a otros con sus ramas para evitar ser arrancados de cuajo... La yegua ni se movió, el pulgoso perro dando tres vueltas se echó, el búho ni parpadeo, los animales rastreros buscaron velozmente donde cubrirse, mientras yo bajaba todos los Santos y las once mil Vírgenes para que la lluvia cesara y poderme ir a casa. El inmenso techo crujía bajo el torrencial aguacero y los truenos estallaban uno tras otro como protestando... La guerra civil estaba en su apogeo y el ambiente peligroso, era mejor que me fuera a casa, ahí me sentiría un tanto más seguro... Miles de pensamientos pasaron por mi mente al darme cuenta en donde estaba metido pero mantuve la fe que saldría bien de esta y sin recibir daño alguno.

Al cabo de unos 25 minutos mis ruegos fueron escuchados y la tormenta comenzó a decaer, momento que aproveché para retirarme poco a poco del interior de la casa buscando la salida, dejando allá dentro al amigo que les mencioné. Todavía con temor abrí la puerta y me di cuenta que la oscuridad se había apoderado de la calle (bueno, en este rincón de la ciudad la oscuridad reinaba siempre, ya que su foco del alumbrado público permanecía todo el tiempo quemado y nunca lo cambiaban); así que, caminé unos metros hacia el poniente tratando de no deslizarme en la acera mojada rumbo a mi casa cuando... ¡¡¡Ay Dios...!!! Me topé con aquello que nunca esperé, era en verdad algo terrible para mí, aún lloviznaba cuando a la luz de un relámpago mis ojos me revelaron lo espantoso: El Callejón de la Muerte...! El autentico y tenebroso callejón que jamás en mi vida hubiera deseado ver...! El horripilante sendero, terrible cual ninguno se abría delante de mí como queriéndome devorar...!

Durante mucho tiempo yo creí que le llamaban callejón a la calle empedrada, pero ahora salía de mi error. ¡Cuán grande era mi equivocación! Este otro era el verdadero..., era este el que había sido bautizado por la “vox populi” con el nombre de “El Callejón de la Muerte”...

Comencé a sentir frío y no era por la lluvia, pensé que me iba a enfermar... Al fondo del mismo se escuchaban unas confusas voces, por un momento creí oír un disparo a lo lejos... (¿O fue cerca no lo sé?), la tormenta seguía retumbando cerca de mí (y a lo lejos también), rugía como un león enfurecido, o como si en el cielo se librara una gran batalla... Los rayos refulgían por acá, por allá y acullá y al caer parecían tamborazos macabros que estremecían toda la ciudad.

Estoy realmente asustado, pero me rehago en mí mismo y me armo de valor, doy unos pasos y luego... Una, dos, tres, cuatro, cinco sombras dentro del callejón.... ¡¡¡Unos ojos piadosos que se abren para ver y otros que se cierran...!!! Debo estar delirando... -me dije a mi mismo- Realmente no hay nadie ahí dentro, estoy viendo visiones. Tengo el corazón convulsionado: escucho risas de satisfacción..., y más allá, desesperación...; chirridos como cuando un viejo portón se cierra, un escándalo como cuando un poco de trastos se caen al suelo con estrépito, terribles pasos, alguien que huye y se esconde, terror de terrores.... a lo lejos se percibe un ruido como si una persona arrastrara una gran cadena, llanto de niños, gritos furiosos, etc.

Tal como me lo imaginara en mis ataques de miedo, ahora enfrentaba la realidad: era pavoroso... Este tenebroso callejón era para mí la entrada al mismo infierno... ¡de eso estaba totalmente seguro! Por un momento sentí que como al dios Mercurio me nacieron alas en los talones, y enmudecido corrí sin parar tan siquiera un momento hasta que alcancé a ver la puerta de mi casa, a la cual entre disimulando lo que me había pasado.

Oscuro, desgraciado e infame callejón de traiciones: ¡¡¡cuánto susto y dolor me provocaste...!!!!

Días después hube de alejarme de la ciudad quizás para siempre, y me refugié en tierras lejanas donde me quedé a vivir desde entonces...



Imagen: “El grito” (1893), pintura de Edvard Munch.

José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.