miércoles, 20 de abril de 2016

César Diablo



      (Cuento)
      Omar Gabrielí

       Continuación...
     
      Contaba ya con edad para afligirse, heredero de una tradición, heredero de una gran pobreza, su espigado cuerpo comenzaba a ceder a los años, la ropa raída reflejaba su olvido, el ancho sombrero cubría su sueño y la enmohecida pistola en su cintura le aseguraba nuevas aventuras.
     ─Don César, ¿qué tal?, ¿cómo le va?, ¿qué ha hecho?
     ─Pues no más pasándola, “orita” voy a traer unas balas de plata que tengo en el molde, no me tardo…
     ─¿Balas de plata? Don César, por favor…
     ─Sí pues no más que solo las uso yo, ¿ve esta 45 y esta 3.57?, para ellas son; también hago para este checo, son especiales, solo yo les sé el truco, con otro no funcionan; tengo suficiente arma y munición. Es que estoy pensando ir a tirar al cerro, sssííí mi amigooo estoy pensando ir a tirar…
      Cualquiera que hubiera oído dijera que aquel hombre tenía un buen arsenal escondido.
     ─Siempre quise saber si había buena caza en ese cerrro y una noche jui, y por poco vengo chupaíto…
      Las gentes se agrupaban en derredor. El semblante variado de los que gustaban de sus narraciones era para reírse todo el día y parte de la noche, algunos hasta goteaban baba.
       En llegando a “San Jerónimo” avisté veloz venado como nunca había visto correr un diablo de esos… todos se rieron. Si se riyen no les cuento nada todos callaron . Saqué mi fusil que siempre llevo cargado, me apoyé en una rama que hacía horqueta y apunté, el frío me hacía temblar, la oscuridá lo cubría todo, solo vi brillar los dos ojos en medio del matocho y ¡pum!, la bala entre ceja y ceja… el Diablo rio por sí mismo , no era venado el que maté prosiguió. ¡Maté un caballo!
       La sonora carcajada que inundó el ambiente llegó muy lejos. Aún reían cuando continuó:
     ─Seguí caminando y ladeando la finca “La Bélgica” subí con mi peruana hasta la misma silla de la piedra “encadenada”, póngase a pensar usté. Bala por aquí, bala por allá, era una amenaza para los animales monteses, todos huían ante mi presencia; de repente siento un frío y algo me eriza los vellos: ¡el cadejo! Le puse el sombrero. Por suerte era el blanco, si hubiera sido el negro me lleva tu agüela…
     ─La suya don César…
      Me subí a la piedra y quise ver el pueblo: todo dormía, pero no veía la torre del reló; alcancé a ver el campanario de la iglesia. Ah, me dije, ya sé porqué no veo el reló, el ceibo del parque lo tapa. Juentonces cuando lancé la mirada hacia el “pueblón”: la una de la mañana, ese reló sí se mira desde lejos…
       Quién sabe de dónde pero al parecer aquel hombre tenía una gran cultura, una templanza en asuntos donde se requiere entereza, una sabiduría de quien se las puede todas y una actitud visionaria apta como para predecir los subsiguientes acontecimientos de la vida de nuestra patria, o más bien de lo que queda de ella.
       Su pasmosa habilidad para narrar los hechos le hacía semejarse a un cuentista, su capacidad para alterarlos sobrepasaba la mente más febril de algunos periodistas, su dramatismo era tal que cualquiera diría era cantor o poeta, su seriedad, su estilo, no desdecían en nada el asunto de su historia, la cual había de creerse a pie juntillas. Su presencia era motivo de celebración. Los velorios se animaban, los mollejones agarraban más calor, las visitas a sus “viejos amigos” tenían un tinte de alegría, de algo nuevo que contar.
     ─Esa noche siguió el cuento me tiré por el otro lado, me vine por El Nanzal y mi peruana más que correr volaba por aquellas veredas que van a dar al cementerio, pues yo quería salir exactamente a tres cuadras de mi vivienda; era muy de madrugada y se vino una tormenta, “jinqué” con l’espuela a mi yegua, había jurado no mojarme y el corte del’agua me traía cerca desde el cantón: yo que’ntro a mi casa y la lluvia que cae. ¿Me cree? Mi yegua se mojó no más la punta de la cola…
      ¡Ah, don César!, ahora se convierte en una sombra, en un recuerdo. Quería hacer creer que tenía una bestia al estilo Doctor Fausto o al más no haber como la de Don Quijote. Nadie supo valorar sus cualidades según su decir, él esperaba que lo condecoraran con el título de “Hijo Meritísimo”, “Gran Parquero”, “Guardafuente”, o por lo menos “Excelentísimo Cuidandero de la Piscina Abandonada”.
      Quizás tenía razón, de haberlo descubierto antes tal vez hubiera llegado a ser Presidente de la República, pues para eso en su tiempo no se necesitaba mucho o al más no poder, un buen Alcalde Municipal.
      ¿Que por qué le decían “Diablo”?

              

          En septiembre 25 y octubre 2 de 1988, las páginas dominicales de un periódico de circulación nacional contaron la historia de César Diablo, el personaje “de espigado cuerpo, cara alargada, y una rapidez al hablar y caminar”, que “haciendo uno y mil gestos, narraba, las más extraordinarias historietas…”
          Algunos aprovecharon la coyuntura para opinar. Quienes lo conocían y tuvieron la oportunidad de escuchar sus pasadas, se inclinaron a que el mencionado estaba muy bien retratado, que no había vuelta de hoja, ese era don César; y destacaron las potencialidades del escritor: un narrador cuyo nombre sonaba a música nueva en los oídos: Omar Gabrielí. Los menos informados, aquellos con escasos argumentos de carácter literario, que para no perder descargaron baterías contra el misterioso cuentista,  opinaron que para publicar aquellos cuentos  debía solicitarse un permiso especial al susodicho personaje. Esto último fue aniquilado por el mismo don César, al expresar con toda la seriedad del mundo en referencia a las publicaciones:    “…yo le hubiera dado (al escritor) material en paleta, de haber venido a hablar conmigo antes de escribirlo (el cuento)…”
      En septiembre y octubre de aquel año, todo El Salvador debió leer su historia. Las pasadas de César Diablo quedaron impresas en dos entregas que publicó el periódico, cada una ocupó media página literaria. ¿Cuántos elénicos, coterráneos de don César y de su biógrafo prístino, un tal Omar Gabrielí, conservan todavía en la memoria aquellas páginas?
 (Nota del Administrador)

Omar Gabrielí es colaborador de La piedra encadenada.

martes, 5 de abril de 2016

César Diablo


        (Cuento)
        Omar Gabrielí
      
      La terrible seriedad y ronca voz con que narraba sus historias que para él eran verdades completas obligaban guardar el debido respeto y decoro al estar frente a él escuchando y creyendo firmemente la veracidad de cuanta ocurrencia iba apareciendo.
      Una y otra vez observé pasar frente a mi casa a aquel personaje a quien le cubría el manto de tener el más insigne galardón: ser el hombre con quien se las habían visto un sinnúmero de espantos, cosas encantadas, aparecidos, y no más de alguna que otra cualidad visionaria o enfrentarse a las más difíciles e inverosímiles situaciones.
      Todo esto y más había hecho de aquel hombre una especie de libro de aventuras, adquiriendo por lo tanto gran fama en su lugar y alrededores.
      De espigado cuerpo, cara alargada, y una rapidez al hablar y caminar, haciendo uno y mil gestos, narraba  las más extraordinarias historietas a quienes tenían “voluntad de oírle”.
     ─Cualquiera que me ve…, no parezco, ¿verdad?, tal vez crea que soy un pelagatos comecuanduay, pero no saben que soy descendiente de la raza más pura que ha existido, la raza alemana.
     ─¡Alemanes les dicen a los del Nisperal!
     ─Shh, ¡sho cipote malcriado…!
       Era la casa de Cruz Martínez, don Eligio fue su padre. Ella los recibía a todos, desde los que bajaban al pueblo a traer sus comprados, echarse sus tragos y guardar el machete, hasta los que jugaban chivos o con pelotas de trapo en la calle.
     ─Mi padre decía César con aires de grandeza era alto, ojos azules, doble, pelo amarillo, de buena raza, su nombre aún lo recuerdo Conrad Frederick Volkenborn se vino huyendo durante lo más triste de la Primera Guerra Mundial, estaba joven todavía; y mi madre una bellísima mujer…
      Todos se vieron. Todos callaron. Todos ocultaron dentro de sí una estridente carcajada ya que al más mínimo intento de burla se exponían a ser hasta excomulgados si en sus manos estuviera esa arma para deshacerse del más ruin apóstata. Era de popular conocimiento que su padre había muerto de alcoholismo y que siempre vivió en las afueras del pueblo, camino al Rebalse; su madre aún vendía tomates en la tienda.
      Con su adusta mirada, austero semblante, la palabra grave, pose de pistolero, de supuesto valor extraordinario, merecedor de veneración y respeto con que se digna a los grandes hombres, se honra a los héroes y la cual misma se justiprecia a los próceres de todos los órdenes y lugares (claro está, cualidades todas las anteriores que él mismo se había adjudicado, autocoronado y autoproclamado; lleno así todo él de una aureola de misterio, de leyenda, de aventura) se convirtió al paso de los años en un símbolo del pueblo, un celoso guardián de sus habitantes o un “justo juez del día y de la noche”.  Iba y venía por las calles polvosas, por veredas, por huatales, buscando “chanchitos”, zapotíos o guaycumes, aguacates o pipianes; o quizás era él quien se llevaba las anonas del huatal que pertenecía a los “chimbolos”:
     ─Adiós don César va de prisa…
     ─¡Adiós!, y días le’dios, me saluda a ña Carmela.
     ─¡Graaaciaa!
     ─Mama él es don sesha diabio…
     ─Shhh, ve te vo’yir el hombre.
       Era creencia general considerar al mencionado caballero poseedor de inmensas riquezas extraídas por ignorados métodos, vastas haciendas, minas, y además una poderosa fábrica donde se construían extraños artefactos, filtros o quién sabe si hasta conjuros, ¿fábrica de qué? No lo sé, pero sí era una fábrica.
       El alcalde andaba en asuntos importantes en la gobernación: en corto tiempo el pueblo recibiría el título de ciudad y era de hacer preparativos y papeleo con anticipación para que así cuando allá “arriba” tuvieran tiempo, dieran el buen visto.
       El cura no estaba, andaba en la Diócesis, pronto cumpliría veinticinco años de atender la iglesia (los “herejes” decían 25 años de estar comiendo del pueblo y estarle dando paja, y el pueblo no cambiaba…) En las calles empedradas con hoyos que se convertían en lodazal cuando llovía lo que más abundaba eran los “cuches” y los perros aguacateros; César suplía con creces la innecesaria presencia de tales funcionarios.
     ─Dejémonos de babosadas otro cuento en tiempos que yo estaba cipote ahí po’onde la Chepa Soto pude ver que salían tres niños tiernitos a medianoche, estaban pelados y berriaban como no se lo imagina usté y por favor no se riya porque’s cierto…
     ─Un cipote que comía ceniza en la cocina de la tamalera pegado al convento… Venía yo de los Tabales de San Benito…y comenzaba otra historia de esas que paran el pelo.

Continuará...



Omar Gabrielí es colaborador de La piedra encadenada.