sábado, 9 de junio de 2018

¡Líbreme Dios...!



(Cuento, del libro El Ermitaño)

René Ovidio González

Estaba yo en esta desconocida población por primera vez. El sol del trópico me hacía sudar profusamente. Deprimido y completamente desorientado miraba ansioso a aquella multitud que pululaba bajo el asediante calor del sol de mediodía.

Dicen que la memoria es traicionera, pero en su oportunidad acudió generosa en mi auxilio: en la Unidad de Salud del lugar seguramente encontraría a Tula*, una antigua compañera de bachillerato; ella laboraba aquí desde algún tiempo. Esperanzado busqué su orientación: como ángel de la guarda apareció por el pasillo vestida toda ella de blanco y con una fresca sonrisa mezcla de asombro y complacencia:

―¡Puta vos! ¿Qué vientos te traen por aquí?
 ―¡Uf! Si supieras…
 ―¿Ajá? Pero entrá, debés de estar cansado, sentate y contame…
 ―Pues verás: yo…

Bueno, tuve que confesarle que para mí aquellos vientos eran huracanados, con sabor a tempestad. Después, por influencias de mi amiga (que me advirtió de lo difícil del camino y el peligro que representaba el río en época de lluvia como la presente), me enganché en un huesudo caballo…

Mi idea de pernoctar en el pueblo se fue al suelo abatida por el destino y… ¡Aquí iba!, tirando por primera vez de las riendas de un caballo y este llevando en ancas a su propietario. Pienso ahora en lo ridículo que debimos parecer: una bestia flaca, un par de maletas y dos hombres encima… ¡Don Quijote y Sancho Panza cabalgando sobre Rocinante con el botín de sus frustraciones!

Me fue difícil dirigir al cuadrúpedo entrando en el río, él lo conocía mejor: lo vadeaba, metía sus belfos jadeantes, tanteaba sobre las piedras y avanzaba. Por mi parte, a causa de mi total falta de destreza estuve a punto de caer de bruces dentro del agua. Tan largo fue el viaje que mi acompañante acostumbrado a estos azares de la vida empezó y no terminó contando chistes, cuentos, y según creo, hasta una película de Cantinflas de principio a fin; interrumpiendo sus animadas narraciones únicamente para soltar demoledoras carcajadas…

Recordé un chiste, pero tan deteriorado estaba mi ánimo que ni escuché ni pude contar ninguno. Creo que sonreí cuando lo recordé:

Empezaba la guerra. Las guerrillas incursionaban en los poblados esporádicamente, muchos iban uniformados de verde olivo. La señora Nacha, viejita murmuradora no sabía ―¡Milagro de Dios!― de la presencia de los insurgentes en la población; dos de ellos llegaron, pidieron que les vendiera comida y agua. Y ella: Que no se las vendía, que se llevaran toda la comida y bebieran el agua que quisieran y que otra vez le avisaran con tiempo para prepararles unas quesadillitas. Y que las quesadillas se las iba a mandar al cuartel. Que ella sentía miedo y cerraba las puertas cuando llegaban los otros, los “subversivos”, que les dicen; pero que ella nunca, ¡líbreme Dios y el santo papa de la sonrisa!, nunca los había visto…

El enclenque ejemplar de la especie de los équidos trastrabillaba a punto de lanzarnos por las abruptas veredas, los niños recostados sobre los sostenes de las puertas, nos miraban con timidez y asombro, con alegría y lástima; tal vez por la suerte corrida por la bestia, tal vez de presentir mi inutilidad como jinete… Los adultos, en cambio, movían sus ojos de bambas tras las paredes de varas.

El caballo avanzaba con dificultad y a mí me pareció que transcurría un siglo cuando la voz del campesino me sobresaltó:

―No se agüeve compa…
 ―¿Ah…? ¿Por qué lo dice?
 ―Porque lo miro todo triste…
 ―No, es mi manera de ser, así soy yo.
 ―Humm…, es que en todo el viaje no ha dicho “esta boca es mía”.
 ―Es cierto, discúlpeme. Muy bonita la película…
 ―¿Qué película? ¡Ah, sí! ¡Cantinflas es cachimbón!
 ―Sí, un magnífico actor. Y cambiando de plática, parece que va a llover, ¿no cree?
 ―A la puta con usté primo: “parece” es nada. Si es talegazo de agua el que viene…

Era muy entrada la tarde y se avecinaba un vendaval: los árboles aledaños al camino empezaron a moverse con impaciencia, el cielo volvióse hosco y pintó su semblante de negro; de cuando en cuando un parpadeo revestía de plata todo cuanto se ocultaba tras el velo gris del atardecer, y en fin, el aguacero nos mojó hasta el alma… Subíamos pendientes igual que un piojo subiría las gibas de un camello, más allá, las bajábamos como noctámbulos; la bestia emitía relinchos reprimidos bajo nuestro peso y resoplaba semejando un toro en el rodeo…

Yo, volvía la vista queriendo comprobar el tramo caminado: a lo lejos azotaba la tormenta, ya sobre las casitas campesinas diseminadas como manchitas dermatológicas, ya sobre las elevadas serranías o las profundas hondonadas…


Fotografía cortesía de Linda Claribel González.