viernes, 24 de abril de 2020

Con Duarte aunque no me harte


(Relato)

René Ovidio González

Hasta una canción le cantaban. Díganle que no se meta, díganle que no se meta porque a mi pueblo se le respeta. Los estudiantes universitarios lo recibieron en las calles de San Salvador a tomatazos y huevazos. Muchos imaginaron una entrada triunfal para él, después de casi una década fuera del país, pero no, los cipotes de la Universidad Nacional olfatearon la verdad. EL beso público a la bandera estadounidense, siendo presidente de un estado “soberano”, confirmaría después aquella verdad. La negación de la masacre del caserío El Mozote, en los tiempos de la Junta de Gobierno de la cual era integrante, reconfirmaría la misma triste verdad. Dijo más o menos que, siendo él, el presidente provisional y comandante general del ejército no tenía conocimiento de ninguna masacre, que ese era otro de los intentos propagandísticos de la guerrilla…

Este no era el José Napoleón Duarte de 1972, al que robaron el triunfo en las elecciones de ese año. La fórmula presidencial de la Unión Nacional Opositora (UNO), Duarte-Ungo ganaría los comicios, pero, donde manda capitán no manda marinero, el presidente fue escogido, como era habitual, por la oligarquía y la cúpula militar reinante. Duarte y Ungo abandonaron el nido, y el país sería gobernado por el soldado de turno. De este coronel se hizo una variedad de chistes, pero el que más me hizo gracia contaba de una entrevista a la madre del militar, la cuestionaban acerca de por qué leía el hijo tan despacio sus discursos, y tan silabeado… Entonces la madre explicó con expresión de inocencia y, a la vez, de culpabilidad: De haber sabido que iba a ser presidente, lo hubiera mandado a la escuela…

El bolado es que cuando Duarte volvió, el país estaba destartalado. Corrijo: el país seguía destartalado. Lo había estado desde la llegada de los invasores españoles y lo seguía estando con los modernos invasores norteamericanos. Y Napoleón se lanzó en carrera por la guayaba, por la silla presidencial, por el poderoso poder, creyéndose poder ser poderoso, y haciéndole creer a la gente que hoy sí meteríamos el chuzo a los ricos, y que él, José Napoleón, se quitaba el nombre (parte inmaterial, abstracta de su existencia, pues ya muchas partes materiales, tangibles, le fueron seccionadas con anterioridad, unos cuantos dedos, por ejemplo), si no cumplía las promesas. Que su gobierno no sería como el de aquel que le robó la presidencia en 1972, que decía que no daría un paso atrás en la reforma agraria, pero que salió en carrera abierta de retorno, dejando hasta la guerrera con sus charreteras y condecoraciones ganadas en ninguna guerra; y que el chabacán con quien competía por la olorosa guayaba, era solo eso, un charlatán sin cultura, que lo único que aprendió a hacer, es a ofenderlo a él llamándolo viejo cuto, que lo había escuchado en una radio gritando como loco: “Lo que más le encachimba al viejo, es que yo le diga  cuto”. Y que esos dedos a los que hacía alusión ese sinvergüenza los perdió en la lucha, al ser capturado por el ejército, cuando apoyó el golpe de estado dirigido por el coronel Benjamín Mejía; y que los dedos se los cortaron los soldados…

¡Miren!, gritaba Duarte mostrando los ñuñucos y con la baba deslizándosele por las comisuras, ¡Miren mis manos! Después tocaba sus pómulos saltados: ¡Aquí me golpeaban con las culatas de los fusiles! No quiero que mi pueblo sufra lo que yo sufrí… Y los aplausos no tardaban. En los mitines siempre hay “hacedores de aplausos”. Y “hacedores de vivas”. En medio de los discursos siempre alguien rasga su garganta para hacer más emocionante aquel momento: ¡Viva Duarte! Y los demás: ¡Viiiivaaaa! Después traslapan otra cualidad del candidato, actual o futura, real o ficticia: ¡Viva nuestro valiente Presidente! Y los presentes: ¡Viiiivaaaa! 

Otra modalidad en las contiendas es atacar al adversario en medio de los discursos: ¡Abajo la corrupción! ¡Fuera ladrones del poder! ¡Váyanse ineptos! Y el mar de correligionarios repitiendo: ¡Abajo! ¡Fuera! ¡Váyanse! ¡Se siente, se siente, el pueblo está presente! ¡Con Duarte, con Duarte…! Hasta que el orador, en este caso Napoleón Duarte, se ponía listo y mandaba a hacer silencio para proseguir su discurso, antes de que los agitados seguidores se equivocaran por la excitación del momento y complementaran la frase con la otra necesaria: aunque no me harte.

Hay que decirlo. El ingeniero José Napoleón Duarte era un tremendo orador. Orbelinda y yo, asistimos por curiosidad al famoso mitin. Ella apenas cumpliría diecinueve años el mes en que se realizaría la elección. Yo estaba unos años mayor. Ambos queríamos conocer al famoso líder, en persona, de cerca. La multitud era grande. Y el calor sofocante. Duarte hablaba, hablaba, hablaba. Y gesticulaba, gesticulaba, gesticulaba. De repente mi curiosidad se fue transformando en simpatía, en admiración, ¡hablaba tan bien ese gordo! Los ojos azules le brillaban bajo los párpados agobiados, a ratos perdía el grueso de su voz y quedaba colgando de un hilillo, pero se recuperaba, la transpiración le mojaba su camisa verde, babeaba, movía sus brazos, aplausos, aplausos y vivas. El pueblo le creía. Todos creíamos un poquito…

Cuando bajó de la tarima, la multitud se abalanzó sobre él para saludarlo. Fue cuando yo recordé al Chele Ávila. El Chele Ávila fue por mucho tiempo el compañero de Aniceto Porsisoca, en la televisión y en programas radiales. Programas de humor que me gustaban mucho, por la calidad interpretativa de los comediantes. Aunque en aquella época no habría sabido explicar el porqué. Cierta vez, Aniceto colocó una bolsa con harina sobre el dintel de una puerta cerrada, de manera que al abrir esa puerta, la harina se derramaría sobre el atrevido. Aniceto advertía al Chele, “No la abrás Chele”. El Chele necio por la curiosidad de saber. “La curiosidad mató al gato, Chele”. El Chele de testarudo. “Bueno, ahí ve vos, Chele”. El Chele que abre la puerta y ¡plos!, quedó más chele de lo que solía ser. Aniceto, con la cebadera, teniéndose el estómago de la risa: “Yo te lo dije Chele, te lo dije”.

Lo que sucede es que el Chele Ávila era como la voz gemela de Duarte. En el 72 le contrataron para que, en la radio, le imitara. “Si miento”, decía el Chele emulando al candidato opositor, “Si miento, que se derrumbe esta tarima”. De inmediato se escuchaba el efecto radiofónico de un derrumbe de tarima, y los quejidos de Duarte, personificado por el Chele. Aquello era una genialidad. No había discusión: Duarte mentía…

Aun así, la gente quería saludarlo. Se detuvo entre el gentío. Abrazaba a la gente. Estrechaba las manos extendidas que lo buscaban con avidez. Orbelinda se coló entre la muchedumbre, y yo tras ella, se me escapaba, intentaba detenerla pero se escurría sin que yo pudiera evitarlo. Al fin estuvo cerca del líder democristiano. Duarte, que ya iniciaba la retirada, se detuvo. Alargó su brazo y estrechó la mano delicada de aquella jovencita de diecinueve años, de ojos amarillos y cabello castaño, que se acercaba entre el remolino de simpatizantes. Duarte sonrió de una manera impecable, ahora sabía con seguridad que ganaría las elecciones, no porque los gringos se lo hubieran prometido. Ni porque la Fuerza Armada pactara con él, sino porque sí, ganaría, así como triunfó en 1972.

Me miró con una mirada fugaz. Esperaba quizás mi saludo, pero mi instinto me detuvo. Y deteniéndome me rebelaba a la realidad futura. En mis oídos percibí una tonada familiar pero con la letra modificada: Díganle que no se meta, díganle que no se meta, porque aquí le romperán la jeta. No era la orquesta Zúniga, era el grupo Cutumay Camones.  Luego oí con claridad estereofónica los alaridos de la plebe: ¡Con Duarte aunque no me harte! ¡Con Duarte aunque no me harte! La alegría de los cuscatlecos no duraría mucho con el gobierno verde del ingeniero…

A escasos metros del candidato esperé a Orbelinda. La esperé para enfrentar juntos la tragedia que sobrevendría en el transcurso de los tiempos presentes que empezaríamos a vivir, siendo José Napoleón Duarte presidente de El Salvador.


Fotografía del libro Historia de El Salvador, Tomo II, 1994. MINED.



viernes, 10 de abril de 2020

Cienfuegos


(Poema)
René Ovidio González

Cienfuegos es joya entre las joyas de Cuba.
¡Qué monumento de ciudad imaginaron sus autores!
¿Sería  otra Venecia? ¿O sería otra París?
Cienfuegos jamás cambiaría nada que le pertenezca
por nada de  lo hermoso de esas urbes modernas.
¡Ah, si las calles fueran canales!
¡Ah, si el Sena desembocara en la bahía!
Caminar por un alegre bulevar bullicioso,
próximo está el Malecón y es suficiente:
el mar Caribe dormitando adentro de su límite
y brisas del sur retozando entre barcos fondeados en la ría.

No tendría torres Eiffel  ni arcos del Triunfo.
¿Para qué  necesita arcos y torres
si solaza las miradas de riquezas arquitectónicas?
Un Teatro Tomás Terry,
un histórico Colegio San Lorenzo, el Palacio de Valle...
Inquieta y radiante de sol como está,
desde el Malecón, en la ribera salobre,
se descubre su hermosura diamantina
al abrazo de su vigorosa lozanía.

Cienfuegos: planicie perfecta y trazo matemático.
La deslumbrante lejanía reverbera
exhibiendo en dimensión inmensurable
las oscuras espigas humosas de los Centrales Azucareros…
¿No es aquella silueta profunda y difuminada
el imponente macizo montañoso?
¿No es aquella mancha grisácea la serranía de El Escambray?

Cienfuegos es la huella fresca
del transitar de Tania rumbo a la historia.
Aquí anduvo Fidel con su tropa el 7 de enero de 1959.
Aquí nació, refieren, la legendaria Cubanita
en las luchas de Martí…

Benny Moré lo dijo:
«¡Cienfuegos es la ciudad que más me gusta a mí!»
¿Y cómo no?