sábado, 4 de noviembre de 2017

La casa del callejón


(Relato)
José Víctor González

“El que entre aquí vencedor será, el que mate al dragón el escudo ganará”
 Edgar Allan Poe

Fue desde niño que siempre evité pasar por aquel sector de la ciudad (y creo que la mayoría de la gente lo hacía). Yo me regía únicamente por la costumbre del instinto general, pero a decir verdad, jamás escuché a nadie aconsejar, ni tan siquiera sugerir que tal cosa se debía hacer así: Lo que la gente sabía era que mientras pudiera y no fuera tan imperante pasar por ahí, lo mejor era soslayar el camino.

Siempre que a temprana edad me fui llorando detrás de mi Madre, cuando a buenas cinco de la mañana se levantaba para ir a comprar el famoso “Pan de papa”, sabroso pan francés horneado por don Miguel Flores en su panadería del barrio Analco evadíamos recorrer tal calle, ubicada en el centro del pueblo, rodeando la antigua “Comandancia Local”, que por esa época ocupaba la casa de la esquina, donde vivía don Margarito junto a su familia.

Enquistado en el mismísimo subconsciente, por alguna razón hasta entonces desconocida para mí, el miedo hacia torcer los pasos de la población cuando por azares de la vida tenían que pasar demasiado cerca del lugar.

Una extraña fuerza les repelía en las cercanías de la solitaria callejuela, y una poderosa impresión que emanaba de las gigantescas paredes hacían presagiar lo peor; así que lo mejor era evitarse de voltear la mirada. Sin embargo, muy a pesar de lo que arriba escribo, siempre hay algunos que haciendo “de tripas corazón” afirmaban el haberse aventurado al interior del armatoste de casa y relatando cosas muy espeluznantes, le ponían a uno “la piel de gallina”.

En lo particular puedo decirles que cuando crecí un poco, también crecieron mis dudas y mis traumas, me llené de varias preguntas que nadie deseaba responder.

¿Qué insondable misterio encerraba el viejo edificio? ¿Por qué la gente no quería pasar tan cerca del mismo? ¿Vivían personas en la tétrica mansión? ¿Por qué aparentaba ser siempre una casa vacía? ¿Era real todo lo que se tejía alrededor de la casa o sólo era producto de una febril imaginación?....

Algunos que espiaban por encima de los trascorrales de las casas vecinas afirmaban haber visto “cosas” dentro de la misma. ¿Cosas? ¿Como cuáles? Yo me pregunto y les pregunto a ustedes mis estimados lectores: ¿No sería que a la gente le gustaba mucho el “chisme”?...

Sí, llegó el momento en el cual, enterándome que la casa estaba efectivamente habitada por dos personas me llamó más la curiosidad aun cuando desde lejos se podía apreciar que sus puertas estaban todo el tiempo cerradas; yo juraría que iba a ser imposible reponerme del monstruoso miedo que me devoraba con sólo la idea de pasar enfrente; ya que según comentaban los pocos que osaban cruzarse por ahí, y que nunca faltan, al interior del viejo caserón se escuchaban extraños ruidos. A pesar de todo no me parecía justo valerse de puras “invenciones” para echar a rodar toda clase de intrigas alrededor de la misma, todo esto destrozaba mis nervios y por las noches, negros nubarrones mentales y pesadas sombras oprimían mi pecho al momento de caer en los brazos de Morfeo, mientras en mis sueños vagaba errabundo en regiones creadas por el miedo...

Jamás pensé que un día el destino me tendiera una emboscada, cuando a “quemarropa”, como se dice a veces, recibí una invitación que más bien parecía un reto. Yo tenía un caro amigo de nombre Romilio, un día me lo encontré cerca del parque y me dijo: Vamos donde mi papá... Vaya, vaya, quienes vivían en la famosa casa eran ni más ni menos que el padre y una medio hermana de mi amigo y eso yo no lo sabía.

Por un momento me detuve a pensar: ”Bueno quizás ya entre dos sea menos el temor”, y le respondí: ¿A la casa del callejón?... ¡pero ya es tarde!....  No me voy a estar más de treinta minutos -replico él -si ni a mí me gusta llegar ahí. Bien, -le dije -déjame ir al telégrafo pues quiero hacer una llamada... -jmjm...-murmuró, y nos fuimos.

Al llegar al telégrafo traté de hacer más corta la llamada pues nos fijamos que se estaba “poniendo” una tormenta de aquellas que se formaban del lado del mar y debíamos apurarnos, pues si no...

Cuando ingresamos a la calle lo hicimos doblando la esquina de la “Tienda y Farmacia”, caminando de oriente a poniente; en el horizonte, el sol se ocultaba detrás del cerrito que parecía incendiarse... La tarde ya se despedía al momento de penetrar al caserón...un fuerte olor a esencia de “Los Siete Espíritus” se percibía en la estancia, impregnándose en todas las cosas; serían las cinco y treinta; y por los tragaluces todavía se filtraba la luz crepuscular que iluminaba por reflejo el interior, mientras en la parte trasera las ramas de los árboles creaban un raro contraste, un juego entre luz y sombra... Un radio transistor se escuchaba al otro lado del trascorral en la casa donde vendían aguardiente; cuando la tenue luz de un candil de kerosene le llamó la atención a “Milo” y este se dirigió hacia esa parte recóndita de la casa.

Mientras él se adentraba en la morada buscando la alcoba, donde probablemente se encontraría con el anciano, yo me aposté en un estratégico lugar desde donde podía husmear cuanto había y sucedía alrededor con todo lo que alcanza la mirada humana, así fue como pude ver sembrado por ahí, un amate; un poco más allá, un ciprés; y mucho más al fondo, la fila de sauces; ya no se diga del muérdago, la “espada del diablo”, albahaca, ruda, y otras tantas hierbas que en un ambiente neblinoso conspiraban.

Don Narciso, un hombre por demás retraído, casi nunca hablaba con nadie. Jamás pude explicarme como una persona así podía tener tanta riqueza: dinero en el banco, ganado, una casa como esa, una finca tan grande y dos hijos, Romilio y María de la Soledad, que vivían esperando su muerte para saber qué les iba a dejar. -Mas creo que don “Nacho” ya sabía que la gente se hacía muchas preguntas acerca de él, y que además murmuraban demasiado acerca de los orígenes de su riqueza y sus costumbres extravagantes, así que había mandado a grabar en la vieja puerta de una habitación un raro letrero que quién sabe de dónde lo había sacado, o cómo se le había ocurrido, y que a la letra decía: “QUE SEAN ANIQUILADOS QUIENES ATACAN MI NOMBRE, MIS EFIGIES, LAS EFIGIES DE MI DOBLE Y MI FUNDACION...SERAN PRIVADOS DE SU NOMBRE, DE SU DOBLE, DE SU KA, DE SU BA, DE SU KHU...”

Me apresuro a comentarles al estar dentro de la casa, acerca del nauseabundo olor que la invadía, como renglones arriba lo hice; y es que esta se encontraba en un descuido total y era de una insufrible tristeza, ropa tirada por doquier sin lavar a lo mejor, un plato con residuos de comida y una taza de café ya frío; zapatos lodosos, una toalla deshilada, una cuma mohosa junto a una montura y alforjas llenas de hormigas (quizás por migas de pan dejadas dentro); en el dintel de la puerta de la alcoba colgando estaba una herradura, ya que el hombre era un tanto supersticioso, más esta se caía en pedacitos a causa de la herrumbre que la atacaba desde hacía décadas, y al penetrar en el aposento mi amigo encontró al viejo recostado sobre una cama de cordeles, tal y como lo suponíamos; ya las chinches, pulgas y telepates no le hacían cosquillas, estaba tan acostumbrado...

Sobre una mesa de tres patas reposaba una rara y esquelética figura que portando en su diestra una antorcha, parecía querer incendiarlo todo. Imperaba el desorden y el abandono, y yo me preguntaba: ¿Por qué? ¿Acaso no vivía una mujer ahí? ¡Ah!, por cierto, era maestra y daba clases en la escuela primaria cercana y siempre cargaba entre sus brazos, como un bebe pegado a su pecho, un libro que significaba todo para ella.

Al andar de curioso tratando de observar lo que había adentro, jamás me percaté que a mis espaldas estaban colgadas unas extrañas pinturas, simbólicas imágenes que reflejaban las inclinaciones del personaje de mi relato que ahora les traslado a ustedes: “Las Parcas”, (Cloto, Láquesis y Átropos) en pleno ejercicio de sus funciones; y a un lado “Perseo: Decapitando a la Medusa”... mas cuando giré la mirada hacia la izquierda otra mucho más terrible me llamó la atención: “La Diosa Kali, Reina de los Infiernos y la Muerte”, quien como una maravilla funeral con sus brazos abiertos me invitaba a ir hacia ella con una sonrisita satírica; me puse a tantear moviendo el cuerpo en diferentes direcciones y descubrí que eran de esos cuadros que te muevas para donde te muevas siempre te siguen con la mirada...

Mi corazón ya estaba intentando salirse de mi pecho por la boca, pero “la manzana” se lo impedía... Y me regañé a mi mismo: ¿Para qué vine...? ¿Qué estoy haciendo aquí...? ¿Quién me mandó a aceptar esta invitación...?. Y comencé a pensar en cómo ir escapándome sin mostrar alarma (silbando).

Continuará...

Ilustración: labitacoradelmiedo.com


José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.