viernes, 22 de enero de 2021

Los sueños, sueños son


(Cuento)

René Ovidio González

De repente he venido padeciendo sueños desconcertantes. En esos sueños irracionales, las cosas o lugares se sitúan en un rumbo que no concuerda con su ubicación en la realidad. He de poner ejemplos: anoche soñé que el volcán de la ciudad en que vivo irrumpía en erupción de manera trepidante. Las bocanadas de gases y materiales incandescentes emergían con fuerza abrumadora y elevaban sus vapores a gran altura con simultáneo rugir del monstruo natural que habita latente entre sus cavidades.

Estábamos en un local en el centro de la ciudad con traza de mesón o de refugio, digo «estábamos», pues había una multitud que pululaba en sus pasillos, todos angustiados por lo inesperado del suceso, un tanto inermes, impotentes y resignados a recibir lo que nos lloviera del núcleo terráqueo. El magma en llamas impulsado por el volcán caía a escasa distancia, poniendo en grave riesgo la vida de los inquilinos eventuales…

Lo ilógico de los sueños viene aquí: al agresivo volcán yo lo miraba al este de la ciudad, un poquito recargado al norte, bien pudiera decirse al noreste, tan cercano que tal vez estaría junto al estadio de fútbol o sobre el reparto de Los Molinos de Viento, o quizás junto al gran río de aguas turbias.

Todos conocen la realidad: el imponente volcán está al oeste de la ciudad, un poco recargado al sur por La Malpaisera, bien pudiera decirse al suroeste…

Otra noche, en un sueño similar, me vi en otra ciudad, en la que viví de niño y adolescente. El cielo azul abierto desde el recinto del parque me indicaba que todos los árboles fueron arrasados quién sabe con qué propósito. Me senté en una banca del lado sur, pues el parque es cortado por una calle, acceso a un templo, y me puse a reconocer el sitio.

Ahí se podía ver el reducido edificio de la alcaldía municipal, también el caserón de portal medio destruido, afirman, por un violento terremoto, y entre ambas estructuras el espacio amplio adoquinado donde enfilaban a los chicos de escuela cada vez que la patria necesitaba recordarnos quiénes la forjaron, bien o mal, para que aquellos, los chicos, cantaran himnos e hicieran malabares a su honra…

Sin poder creerlo vi el volcán local y la serranía que lo escolta. Se extendían al sureste, en donde debía estar la otra cadena de montañas, la Juticá-Incuapurán. Solo que, la visión estaba a muy corta distancia, en Tierra Ancha quizás, o abarcando los potreros de Los Amatales que quedan a quince minutos yendo a pie por el camino vecinal.

Logré ver como si tuviera binoculares una enorme construcción campesina en donde se movían unos hombrecitos. Era una especie de bodega o fábrica, pues desde mi banca podía ver sus movimientos. Junto pasaba un camino que ascendía por la pendiente del volcán. El camino se antojaba magnífico, ancho, balastado y cuidado con esmero…

Ahora entremos deprisa en otro de mis sueños: esa vez soñé que estaba soñando, y en lo que soñaba en el sueño, apareció de nuevo la especie de fábrica y el camino magnífico del sueño anterior. No estaba ya en el parque de la ciudad en que viví de niño y adolescente. Pero sí era la misma ciudad, al norte. El sueño actual corregía de esta manera la ubicación territorial. O geográfica.

Solo que en vez de un camino magnífico había dos. El nuevo no tan magnífico ni con esmero en su cuidado, y para mí, única opción. Ambos caminos eran casi paralelos y no sé cuál capricho de cuál geniecillo o hada de los dormilones me obligaba a transitar por el más dificultoso. Vi a los hombrecillos, en la irrealidad del sueño en desarrollo eran seres minúsculos, que entraban y salían por la puerta única y descomunal de la presunta factoría, ahora más cercana. Avancé sin miedo.

En breves instantes encontré el primer tropiezo: enormes rocas con figuras de cabezas de animales, como caballos risueños, dragones que solo veía en mis horas de letargo, y dinosaurios que frecuentaba a diario en mi trajín de hombre despierto, obstruían el paso de los caminantes. O mejor, eran esas rocas una especie de escalera, gradas con vida propia, que el viajante tenía que sortear. Las cabezas móviles eran maromas a subir por quienes quisieran trasponerlas. Pasar de una a otra no era fácil por lo resbaladizas. Aparte de la semioscuridad que las rodeaba…

En el sueño que gravitaba en el primer sueño recordé que ya antes anduve ese camino en otro sueño y sorteé esas cabezas de leyenda. En tal ocasión escuché risotadas burlescas de caballos y el jolgorio entre dragones y dinosaurios. Esa vez, como dije, pasé de todos modos. Llegué a un punto en donde se abría una espaciosa sala. En la sala, un televisor. En el televisor, las noticias de la tarde.

Y yo atento, escuchando con sorpresa la información detallada de mi encuentro matutino con la huesuda. Los vídeos mostraban, a ese público narcotizado por el amarillismo y adicto al sensacionalismo, mis fotografías de joven y de apenas joven, hasta llegar a mi rostro legítimo, demacrado por el tiempo transcurrido desde mi desaparición. O secuestro. Había traspasado la frontera de las cabezas de piedra y este era ya un territorio prohibido para gente honrada.

Me produjo hilaridad y decidí regresar, y regresé. Debía ir, muriéndome de risa, montado en la mancuerna de sueños. Desconocía cuál iba inmerso en cuál. Ni si las cosas o lugares permanecían en su rumbo debido. No importaba ya. El recuerdo del sueño en que traspuse las rocas me hizo desistir. Además, estaba atardeciendo y la oscuridad entre las cabezas burlonas se acentuaba. Desistí, pues, y me lancé al camino.

Al caer me di cuenta que caí en un típico restaurante, aunque en la irrealidad de los sueños se tornó una caverna vasta, ahí ofertaban un cuarto en que introducían a las personas semidesnudas, elevaban la temperatura a discreción con objeto de que los ocupantes del encierro sudaran. Baño sauna, es el nombre.

Miré de pronto venir a mi padre. Con muchos años de menos y paso seguro, con la misma camisa que lo vi varias veces al verlo fuera de mis sueños. Le hablé, dije que nos íbamos a casa. Él me replicó que no. Que de allá venía y que no deseaba volver todavía. Que se daría un baño en aquella sala térmica. Lo perdí de vista en el sueño en que yo mismo me perdí…

                                                ***                         ***                         ***

Estoy en un cruce de caminos. Hay mucha gente esperando el ómnibus. O la camioneta. Trato de reconocer los caminos. Nada me dice nada. Nadie me habla ni me recuerda nada. La camioneta viene de arriba, de la ciudad en que viví de niño y adolescente… ¿Que no quedaba abajo? Va hacia el sureste, a la serranía, se oye el balido de animal herido, el pitazo sonoro, cuando asoma por la cuesta…

El movimiento de la gente es de satisfacción. Se levantan, se sitúan en un costado de la calle, esperan. El armatoste ruidoso pasa por el cruce de caminos. La gente está pendiente. Pero el ómnibus, o la camioneta, no se detiene, corre veloz con su ruido infernal tras de sí. La gente queda entre sorprendida y fastidiada. ¿Esperar tanto para nada? ¿A qué horas pasa la próxima? ¿Cuándo? ¡Por su madre!

Voy hurgando en mi pensamiento. En mis sueños, debo decir. Comprendo que he extraviado mi capacidad de orientación. Entonces oigo a mi padre roncando, en el salón de sauna, quizás en el mejor de sus sueños. Despierto de los míos. Me doy cuenta en su justa dimensión que los sueños, sueños son. Afuera, circulan envueltos en enorme ruidaje los microbuses de las rutas urbanas que destrozan a diario la ciudad…