sábado, 1 de julio de 2017

El vagabundo de la ciudad desierta


(Cuento)

René Ovidio González
                                                          
¿No ves que sigo aferrándome a la razón?

Las frías baldosas de los corredores de las casas de la ciudad conocían su presencia nocturnal. Su demencia era inusual. Según frecuentes insinuaciones se originó por antiguos amores frustrados o traumas de adolescencia, de donde le devino un insaciable deseo de leer. Sus lecturas eran casi rituales y las había practicado a diario a lo largo de muchos años.
          
Durante las tardes llenas de hastío, colmaba su tiempo de lecturas prohibidas por la censura de la época, hasta que, sorpresiva caía la noche, gélida noche; y él, vándalo de la verdad, advertía su arribo agradable y envolvente. Meditaba. Luego con sagacidad evadía la vigilancia siempre contritiva de las gentes y con pasos seguros deambulaba por las calles de la ciudad desolada…
          
Era en las altas horas de la noche. El solitario noctívago curiosamente miraba la indiferencia del lejano firmamento repleto de luceros; espléndido e intrigante. Y al suave murmullo del silencio se entregaba a sus sueños magnánimos de idealista acosado por una dura, trágica y cruel realidad.
          
Huésped amistoso de las calles se movilizaba con derroche de parsimonia, trajinaba ataviado de un hastío perenne y una tragedia habitual; dicen que lloraba de amargura, que con sus lágrimas escribía páginas epopéyicas de su pueblo; dicen que movía su cabeza como sacudiéndose una pesadumbre; ciertamente buscaba el lugar idóneo donde refugiar su tormento, donde esconder su pena; es probable que buscara, y con razón, alejarse del género humano…
          
Era un soñador perdido en los senderos de sus sueños. Era el vagabundo de la ciudad desierta… Era a ratos el poeta, era el cuentista de siempre, el amigo olvidado, un actor ignorado en el teatro de la vida.
          
Auscultaba minuciosamente todos los signos del cielo y revolviendo sus ideas, transitaba las rutas en penumbras: cruzaba por las viejas aceras, por las anchas y frías baldosas de los patios de las casas solariegas; y al ocaso de sus paseos ritualistas bebía sorbo a sorbo el brebaje de su pesar y de su soledad, desandando con prisa el trecho recorrido, regresando a su rutinaria devoción por los libros. Y mientras leía la gente pensaba, viéndolo sumergido en sus plácidas lecturas, que estaba demente…