sábado, 5 de enero de 2019

Leónidas, llamado Jesús


(Cuento)

René Ovidio González

Le decíamos Chompipón, no voy a mentir que cariñosamente, más bien era por incomodarlo. A mí me daba mucha risa verlo correr encogiendo y estirando su cuerpo enorme, en movimiento ondulatorio, cuando jugábamos al fútbol en la cancha de atrás del Instituto Nacional. «Parece chompipe»,  opinaba alguien. «¡Pero un chumpe grandulón!», remachaba otro bromista. En verdad era un gigante, un gigantón inofensivo y llevadero.
     
Cierto es que a Leónidas no preocupaban aquellas chanzas de sus compañeros. Él estaba dedicado a otra faena trascendente y peligrosa: se convertía sin vacilar en insurgente. Había quienes le acompañaban en tal ejercicio formando movimientos de agitación política, sublevando al estudiantado, volanteando propaganda de las organizaciones.
     
Recuerdo aquella vez, yo de trasnochador: iba pasando por un costado del parque y de súbito escuché un soplido apagado y vi una verdadera nube de papeles esparciéndose a mi derredor. Al intentar descifrar lo que ocurría vi a Nel Funes y a Leónidas que escapaban sosegados de la escena. Ambos me hicieron señas para que yo desapareciera.
     
Fue al pasar el tiempo que Leónidas conversó conmigo acerca de sus asuntos. Mostró entera confianza. En varias oportunidades hablamos y en una de ellas yo señalaba estábamos en una banca del parque a pocos pasos del amate inclinado la inconsistencia de un compañero, del que no recuerdo su nombre pero que quizás se llamaba Patricio, pues le decíamos Pato. ¿O era por su manera de caminar y su aspecto típico de palmípedo?
     
«Mirá, Leónidas», le reclamaba yo. «Si ese Pato fuera rebelde tantito siquiera, no hubiera salido con eso»
     
El tal Pato abandonó sus rebeldías y de inmediato se metió a una organización burguesa, asociación localista que aludía a lo cultural, pero que en la práctica su rol era promover bailes y recaudar fondos a saber para qué, y que tenía otra forma de ingresar dinero a sus arcas: la sala de billar que funcionaba donde antes fue la Tienda La Palmera…
     
«Si ese que yo digo tuviera una pizca de consciencia, no estuviera ahí», insistía yo señalando al sitio donde funcionaba el billar. Y vaya usted a saber: por aquello de las carambolas el aludido palmípedo se asomaba a la puerta, echaba sus miradas a la calle, y viéndonos de reojo se hacía el pato. Supuse entonces que Pato era casero del billar, y que lo movía la paga, sería pues una forma de empleo…
     
«¿Y la lucha qué ondas?» «¿Valió pinga?»
     
«No lo interpretés mal, yo lo entiendo de otro modo», dijo Leónidas con calma. «Un revolucionario igual que cualquier persona en su vida cotidiana, tiene altas y bajas, requiebros, dudas y obstáculos». «Es probable que a Pato lo hayan amenazado, tal vez su situación monetaria es crítica y necesita tiempo para resarcirse, o será que no logra los niveles de claridad…»
     
«O es un charlatán o es un vil traidor, así de simple», dije tratando de contrarrestar sus argumentos.
     
Leónidas sonrió, y tras una pausa agregó cogiéndose de su idealismo:
     
«Estamos hablando con él, no sabemos lo cierto», dijo. «De lo que sí puedo dar fe es que si algo nos llegara a pasar en esta lucha que libramos, estando él retirado, Pato va a llorar, te lo aseguro».
     
Un día me di cuenta que los tiempos corrían aprisa al enterarme que Leónidas Bonilla Maravilla, el comandante Jesús, caía con sus ideales al hombro y abonaba de sangre el suelo patrio. 
    
«Chusón ha muerto», me dije, no sin consternación, sintiendo caer en ráfagas de tormenta los versos del cubano Silvio Rodríguez:
                       
                     Supo la historia de un golpe,
 sintió en su cabeza cristales molidos.
 Y comprendió que la guerra
 era la paz del futuro.
 Lo más terrible se aprende en seguida
 y lo hermoso nos cuesta la vida…
  
No sabré jamás si Pato lloró al conocer la noticia de la muerte en combate de Chusón. De lo que sí puedo ser asertor es que tanto Leónidas como otros luchadores por la libertad y la justicia, debieron vivir más sus vidas valiosas. Sus muertes duelen en la profundidad del recuerdo, envueltas en las franelas de la amistad, de la juventud alocada, del sufrimiento lastimero y las privaciones habituales. Pero también de las mofas, las insolencias y los motes agudos lanzados cual dardos de alegría. Recuerdos irrenunciables de tiempos impresionantes.


Ilustración de Fredis González.