viernes, 31 de enero de 2020

Volcán de Conchagua


(Relato)

René Ovidio González

«Los funcionarios públicos eran ciegos guías de ciegos, que esquilmaban a más no poder a sus coterráneos.» 


A esas horas de la noche se sentía ya un poco de frío. Serían como eso de las diez y debo explicar que aunque nos encontrábamos muy cercanos al mar, nos separaba de este una distancia mayor a los mil metros…

El volcán de Conchagua, en realidad tiene una altura de 1243 metros sobre el nivel del mar; y yo siempre he tenido la duda si es volcán o es cerro. Entiendo, por la información que da el diccionario, que volcán es una abertura en la superficie terrestre por la que salen materiales procedentes del interior (sólidos, líquidos, y gaseosos) a temperatura muy elevada. Hay otras definiciones, desde luego, casi todas en sentido figurado. Por ejemplo, bien pudiéramos nosotros decir: “estoy parado sobre un volcán”, para indicar que nos amenaza un grave peligro. O que vivimos en El Salvador. Recordemos: los altos niveles de violencia nos han llevado a ser un país inseguro por excelencia, superando a todos los países de Latinoamérica y quizás del Planeta entero…

Pero hay un decir del populacho que nos explica que el que por su gusto es buey hasta la coyunda lame. Y no es que diga que somos un país de bueyes, ponga atención, lo que estoy a punto de relatar demuestra con claridad meridiana que a veces no.

He luchado con mis recuerdos y los he volteado del derecho y del revés y nada, no he podido hallar el nombre de la hacienda. Una cooperativa, sí, pero igual: el nombre ha desaparecido de mis archivos. Dos apellidos, fusionados en uno, pero es demás, fue hace tantos siglos. El caso es que William Castillo y yo planeábamos bajar de aquel montículo de 1243 metros erguido frente al golfo, a esas horas noctámbulas. “Vámonos a la chingada”, me retaba William, “la idea es descender, bajar por donde subimos, caminar, no importa si llegamos mañana o si caemos en la bahía”…

Cercanas, arriba todavía, un grupo de antenas de radios o televisoras, nos miraban con burla. Del bosque se escapaba juguetón un aliento refrescante…
 —Nos engancharon, hermano. Dijeron que venía el viejo Simón y ya ves…

Era evidente. Nos pusieron la carnada, que iba a estar el jefe de los comunistas, al que cuestionaríamos, y nosotros caímos en la trampa. La reunión fue decepcionante, se suponía que se discutiría en grupos de trabajo, con agenda libre y que continuaría por la noche, alrededor de fogatas, mientras se bebía café caliente y se cantaba con guitarras. Nada de nada, yo, sin embargo, participé del plato de demagogia a la carta, haciendo un par de preguntas a la diputada que hablaba frente a un nutrido número de cooperativistas y obreros, tal era el caso de William; y simpatizantes o miembros orgánicos del partido de “izquierda”. Utilicé frases con palabras filosas que fueron necesarias, para desenredar la madeja de la inconformidad y el desacuerdo de la clase trabajadora hacia aquellos impostores desvergonzados:
 —La gente no está de acuerdo con el incremento de salario que ustedes se han recetado, esos ocho mil colones debieran orientarse a resolver otras necesidades…

Entonces la diputada, sabiéndose en un pantano de arenas movedizas, no hizo otra cosa que hundirse cada vez que abría la boca para justificar tamaña barrabasada. Al oírla, con su chorrito de voz a cuestas, nunca pude comprender cómo una voz así de endeble y gangosa podía conducir a un grupo de aguerridos combatientes, e insuflarles ánimo, poniéndoles la moral en alto ante un enemigo salvaje y despiadado, ¡aquello era imposible, por lo menos en la vida real!
 —Mire, compañero, si no es nada, ya con los descuentos son menos de ocho mil. Dígame: ¿qué son ocho mil colones? Mire, no me lo pregunta pero, yo necesito secretaria, necesito teléfonos, computadoras, un vehículo nuevo porque el que ando es nacional, me lo han dado por mi cargo dentro de la asamblea, acuérdese que yo soy una de las vice presidentas, pero yo necesito uno propio, que sea mío, fíjese, en la legislatura pasada usé el de mi esposo, y eso no es justo…

Confieso que devastó mis intenciones de seguir averiguando. Aquella exposición fue contundente. La señora necesitaba todo lo enumerado, y lo no enumerado, pues lo que hizo fue centrarse en lo relevante. Claro, ella era parlamentaria y necesitaba un vehículo full extras, secretaria, teléfonos…

Después agregó, simulando haberlo olvidado antes, dándole importancia al informe:
 —Por cierto, nosotros no votamos a favor de ese decreto…
—Pero tampoco votaron en contra…
—¿De qué servía oponernos si íbamos a perder? Le repito: haciendo cuentas, esos siete mil y algo no son nada, nada, si comparamos con el costo de la vida, no son nada…

Por suerte, yo siempre cargo un libro, para distraerme de los pensamientos nocivos, que dañan el corazón y destruyen la inteligencia. Así que salí, busqué en mi mochila y ahí estaba, esperándome de brazos abiertos para que yo lo leyera. El título de la obra: “En el país del Siemprejamás”. La siguiente es una selección adrede dentro del relato:
 En el país del Siemprejamás los ciegos deambulaban huérfanos de lazarillos. Los funcionarios públicos eran ciegos guías de ciegos, que esquilmaban a más no poder a sus coterráneos. La corrupción estaba en la genética de los políticos electoreros.                                                                                                                     
En el país del Siemprejamás existía la gran prensa. Su objetivo: voltear la verdad. Por ejemplo: A la gente “le vale” el dengue, decía el titular de un periódico. Cuando la realidad es que a los funcionarios “les vale” la gente…
          
En el país del Siemprejamás ser funcionario era un floreciente negocio: en pocas horas se pasaba de pelagatos a potentado. La clave era el uso irracional de un recurso que en el país del Siemprejamás se volvió renovable: la creciente ignorancia de los habitantes…
           
En el país del Siemprejamás, no se podía jugar de policías y delincuentes, pues ambos bandos del drama estaban mezclados. El cuerpo policial era híbrido, como las mulas son mezcla de asno y yegua, pues el cuarenta y nueve por ciento de policías eran policías que se hicieron delincuentes, y otro cuarenta y nueve por ciento eran delincuentes que se hicieron policías. El restante dos por ciento de agentes fue obligado a renunciar o expulsado de las filas de la institución policíaca por ser agentes honestos y eficientes.
        
Almorzábamos de pie, plato en mano. De repente oigo que alguien me llama: “Compa, compa…”
        
Y de inmediato me avienta la pregunta:
—¿Y usted qué opina de la respuesta que le dio la diputada?
         
Triste era la realidad en el país del Siemprejamás, ya que no se podía jugar siquiera a los policías y ladrones pues aquellos, los policías, estaban del mismo lado de los ladrones. Resulta que en el país del Siemprejamás, ningún niño se atrevía a jugar al policía porque los delincuentes siempre imponían sus leyes, sí señor, y tenían al país al borde de la esquizofrenia…
         
Solo me encogí de hombros e hice una mueca de resignación. Mi interlocutor se acercó un poco para lograr mayor confianza y que menos oídos perceptivos profanaran las palabras que deseaba pronunciar, y a la vez, dejar sepultadas en el sarcófago del abandono.
—Déjeme contarle mi rollo, camarada: yo tengo un tallercito de estructuras metálicas en mi casa. Fíjese que casi no hay trabajo. Son temporaditas. A veces hago mil colones al mes. Tengo mujer y tengo hijos. Y con esos mil colones la pasamos… ¿Cómo la ve de ahí? Y la diputada dice que son nada siete mil y algo… ¡sobre el salario que ya tiene!
—Esto así es compa, hay que hacerse el loco...
— No es fácil… No crea, uno se indigna…
—Es cierto: indigna si se tiene un charquito de dignidad.
—Es que esta chusma ya habla como los funcionarios del gobierno. Ahí los tiene: haciéndole cochinadas al pueblo. Hoy se hacen pupú los funcionarios. Al día siguiente la prensa dice que fue maná que cayó del cielo. ¿Pensarán que la gente va a seguir comiendo caca?
        
En el país del Siemprejamás existía lo que se ha dado en llamar la prensa independiente. O la gran prensa.  Esta prensa, cuando utilizaba el medio escrito, por ejemplo, se encargaba de desinformar a diario para mantener incólume la felicidad de los habitantes, que en masa acudían a los centros de distribución de periódicos con el objetivo de obtener un ejemplar, antes que se agotaran; y de esta manera darse cuenta que el país del Siemprejamás, siempre andaba mal, pero que para eso estaban sus gobernantes, que seguirían mintiendo, pues ellos pensaban que el que nació para martillo del cielo le caen los clavos.
         
Era el caso de los mal gobernados ciudadanos del país del Siemprejamás. Para eso existía la policía híbrida, además; mal dirigida a propósito por lobos vestidos de ovejas, piratas de la seguridad que con los pies entrecruzados arriba de sus escritorios, proyectaban su accionar creando departamentos para el mantenimiento del desorden, pues igual que en todos lados, en el país del Siemprejamás no existían ya peterpanes.
          
Entrando la noche me llegó de improviso a la memoria, la letra de uno de mis poemas: Cuando pregunten incisivos/ Si yo estaba/ Con ellos/ Les diré tres veces “no”/ Sin pensarlo/ El gallo no cantará/ Se habrá quedado sin voz/ Y yo no podré sostener mi alegato/
          
Fue cuando divagué intentando recordar otros de mis trabajos literarios en prosa. Yo no podía ser político, era un escritor, sin ninguna discusión, y no supe explicarme qué diantres hacía en las estribaciones del Conchagua, rodeado de multitud de fantasmas en penitencia…
—Aprovechamos la luz de la luna, y lo fresco de la brisa— William insistía que en bajada el trayecto se acortaría. —No creo que nos extraviemos—y señalaba seguro de sí—, allá se ven las luces del puerto, mirá…
        
Yo en cambio, con dudas, tratando de bromear:
—De perdidos nos tiramos por esos barrancos, rodando como pelotas…
Y la gente en el país del Siemprejamás padecía de ceguera o de locura congénita. O tal vez de cobardía. Ya que no se atrevían a jugar a hacer un Siemprejamás diferente, sin funcionarios corruptos y sin rabia en las calles…
           
Fue entonces que sentimos el ruidaje de un motor que se encendía. Y vimos surgir la luz que se precipitaba a la salida de la hacienda. Una señal de estación y hacemos la pregunta de rigor:
—¿Para dónde van?
—A San José…
—¿Ustedes son ticos, acaso?
—A San José de la Fuente, usted no deja que le explique…
—¿Por San Alejo o por Santa Rosa?
—Por Santa Rosa…
—¡Como anillo en trompa de cuche! ¿Sale el aventón?
—¡Sale! ¡Súbanse!
         
Antes de la media noche arribaríamos, sanos y salvos, con el calorcito tropical de costumbre, a nuestros destinos. Atrás fue quedando la carretera oscura y serpenteante. Y allá, al fondo, el silencioso volcán de Conchagua, con sus 1243 metros de altura, que inmóvil contemplaba embelesado, ahí a sus pies, al pintoresco golfo Chorotega.


Imagen: Ilustración de Fredis González.


viernes, 10 de enero de 2020

Eran treinta con él



(Relato)
René Ovidio González

(Luis Enrique habla de su hija y de Sandino)

La biografía que me entregaron los compañeros era extensa. Yo debía sintetizar aquellas seis páginas a la hora de la presentación. Los amplios detalles biográficos, puedo asegurar sin temor a equivocarme, eran interesantes.  Trato de sintetizar: “Luis Enrique Mejía Godoy ha difundido no solo su música sino también la de grandes compositores latinoamericanos, incluyendo a su hermano Carlos, Pablo Milanés, Alí Primera, Daniel Viglietti, y Silvio Rodríguez.  Viajó por diferentes países entre 1973 y 1979. Participó en conciertos en su tierra natal, Nicaragua, cada año hasta 1974, presentándose en centros de trabajo, universidades, barrios populares y otros lugares. Luis Enrique fundó el grupo Tayacán con el que dio a conocer el Movimiento de la Nueva Canción, del cual es promotor junto a otros cantautores y grupos musicales nicaragüenses.”

Dos años pasaron desde que los combatientes bajaron del monte, cuando se firmaron los Tratados de Paz y cesó la guerra. En este mismo lugar (la gente lo llamaba “La Curva”, una intersección de calles en la famosa ciudad: la avenida  “Benítez” y la antigua “Ruta Militar”, esta última polvosa y con una pequeña curva que iniciaba frente a la gasolinera de la esquina), el 16 de enero de 1992, organizamos el recibimiento de los insurgentes que se integraban a la lucha política.

A unos veinte metros al sur de la gasolinera está la escuela que yo dirigía. Días atrás recibía la solicitud del local firmada por Claribel N, que yo conocía por “Clarita”, y sellada por una ONG. La susodicha nota fue redactada bajo mi orientación: no debíamos decir que en la escuela se recibiría a los combatientes para darles cierto nivel de seguridad, más bien se dijo que se realizaría una cena para las personalidades invitadas y miembros de la ONG organizadora del recibimiento. Con la solicitud en estos términos yo me zafaba de cualquier reacción gubernamental, pues hasta la Ministra de Educación, en comunicación oficial, nos pedía las “mayores facilidades para el proceso de pacificación del país”. Aquella petición de la Ministra sería mi amparo legal o mi escudo. Para la reacción de la derecha más irracional, en cambio, no preví ninguna defensa, lo único había de ser mi alianza con los exguerrilleros…

Recuerdo al gran mar de gente. Esa gente ignoraba que el día anterior, la Policía desarrolló cateos en los alrededores. Por la tarde, a eso de las tres o cuatro, el sitio se llenó de policías, catearon casas vecinas, unas estaban desocupadas, buscaban de seguro armas, propaganda o quizás pensaron que los guerrilleros podían estar cerca. Yo me senté en el andén frente a mi oficinita de director y, diferente a otras ocasiones, disfruté del operativo, me reía con mucha malicia; y entonces se me ocurrió llamar a algunos docentes para bromear con ellos:
 —¡Escondan las armas, que vienen los cuilios, no tardan en catear la escuela!

No llegaron tan lejos. Tal vez ni se imaginaron que la escuela… digo, algunos de nosotros, teníamos qué ver en la bulla. El acto político había sido promocionado en los medios de difusión locales, y el pueblo se consideraba invitado de honor. No hubo falla, después del acto multitudinario, único en la historia de esta ciudad, en el que participó el jefe insurgente del norte de La Unión, un paisano llamado José Yánez, alias comandante Pepe, y que tenía el grado de coronel en el ejército rebelde (esta situación sí nunca pude explicarme: rebeldes de izquierda con grados militares del ejército de la derecha, al que combatían y se quería eliminar porque sus elementos abusaban del poder que les otorgaban dichos rangos; más cuando los insurgentes no ganaban la guerra), después del acto, repito, se “barrió” la escuela: los compas con su experiencia revisaron cada centímetro del patio y de los salones. Debían asegurarse que no había peligro para los chicos que pronto iniciarían su año escolar…

                                            

Dificultoso sintetizar tanto: detalles de discos grabados, giras por incontables sitios del planeta, artistas con quienes ha compartido el escenario, otros que han cantado sus canciones, países donde han editado sus discos, festivales internacionales en los que ha participado, discos con otros artistas, en fin… “Vuelve a su patria hasta 1979, tras cinco años de ausencia por la represión despiadada del régimen somocista. De inmediato se integra al Ministerio de Cultura junto al gran poeta Ernesto Cardenal. Funda el grupo Mancotal, con este realiza giras internacionales, desde 1980 hasta 1990. En esos años funda la Empresa Nicaragüense de Grabaciones Culturales y, además, graba distintos discos LP en Holanda, Alemania, México, Costa Rica, Uruguay y Canadá. Siendo un experimentador nato, Luis Enrique prueba distintos ritmos como el son, el palo de mayo, la mazurca, el bolero. Incorpora también influencias musicales del Caribe y del sur de América, e incluye instrumentos del jazz latino.”

El día seis de marzo, casi dos años y dos meses después de cuando los combatientes bajaron del monte, Luis Enrique se presentaba en el acto de cierre de la campaña proselitista del, ahora partido político legal, Frente Farabundo Martí Para la Liberación Nacional. Fui asignado como Maestro de Ceremonias. Antes tuve una conversación con Luis Enrique, acerca de la naturaleza de su actuación, de su música, de cómo veía a los dos pueblos: salvadoreño y nicaragüense. Recuerdo que él no paraba de hablar. Hablaba de Sandino, de los treinta que eran, con él. Hablaba de la canción preferida de la tropa, La Adelita: Si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar, si por mar en un buque de guerra, si por tierra en un tren militar…

Mis dos hijas, Evelin de ocho años y Linda de seis, me acompañaban. Entonces Luis Enrique dejó de ponerme atención (eran cosas muy serias las que yo hablaba, estábamos bajo la tarima principal, sentados en viejas sillas, acosados por un tremendo calor), y se dirigió con gran amabilidad a mis chiquillas:
 —A ver, dime, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Evelin Marisol…
—¡Mira, pero qué precioso nombre! ¿Y tú…?
—Linda Claribel González Mejía.
—¿Mejía dijiste? Oye y… ¿no seremos parientes?
—No sé…— dijo Linda y volvió a verme como interrogándome.
         
Yo intervine para no quedar mal puesto:
 —Es probable, si tenemos los mismos orígenes, además, por Adán y Eva…
         
Luis Enrique sonrió, e ignorando mi chascarrillo, siguió su plática con las niñas:
 —A ver tú, chavala, te llamas Marisol, ¿no es cierto?, ¿te gusta la música?
—Sí… La de Cepillín.
 —¿Y la de Luis Enrique?... Bueno, no importa… A ti —dijo dirigiéndose a Linda— quiero contarte algo, fíjate, yo tengo una chavalita de tu edad, es así de pequeña, y no me vas a creer, le gusta cantar y bailar. Es muy parecida a ti. Cuando yo regrese a Nicaragua, ¿sabes por dónde queda Nicaragua?, le voy a contar que te conocí aquí en El Salvador y que tiene que ser tu amiga, así como Sandino fue amigo de Farabundo, ¿sabes algo de Sandino? ¿Te han hablado de Farabundo? Un día haré muchas canciones, para ti y para tu hermanita, para mi hija y para todos los niños del mundo…

Luego nos despedimos. Luis Enrique Mejía Godoy dio un abrazo a cada una de mis niñas. Estrechamos nuestras manos y él se quedó preparando el material para el concierto. Mientras tanto cantaba en voz baja: Le decían bandolero por mirar el sol de frente, quería tanto a su gente, no quería ser presidente. Aprendió de la montaña y de su reino animal que hay que matar la serpiente y su veneno mortal, y se fue, se fue, eran treinta con él…


Fotografía en blanco y negro: Guerrilleros del FMLN histórico participando del acto político.