sábado, 1 de septiembre de 2018

A popo chin: una tradición perdida


(Relato)
José Víctor González

Continuación...

Eran un poco más de las diez y media cuando decidí retirarme del lugar para dormir un poco, no sin antes aventarme un par de tamales y una taza de café de palo que ya comenzaban a circular; pero allá por la madrugada, por vivir tan cerca, entre dormido y despierto, hasta mis piadosos oídos llegaban las tristes notas de una canción: “Sombras nada más” ...

Agarré mi cobija y me arropé de pies a cabeza, ya que se decía que muchachitos como yo, no debían andar viendo fallecidos, pues en la noche venía el muerto (o la muerta) y le halaba los pies, y así, <embozado> como estaba, tenía la esperanza que no me pudiera encontrar...

Al día siguiente, durante toda la mañana, en las alas del viento viajaba la música y sus notas llegaban muy lejos; en el medio ambiente circundante se dejaban oír las conocidas notas de aquellas melodías que impactaban el alma: “El amigo que perdí”. “¿En qué quedamos pelona...?” (¿Me llevas o no me llevas...?), “Te vas, te vas…” (¿por qué te vas...?).

Yo almorcé como de costumbre y más tarde me preparé para seguir observando aquel evento que me tenía realmente desconcertado. El viejo reloj de la torre del antiguo Cabildo marcaba exactamente las tres de la tarde cuando decidieron levantar el féretro; pues habría misa de cuerpo presente; sus hijos se aferraban al mismo con el supremo dolor del desprendimiento, mientras afuera ya esperaba la Banda tocando aquella canción cuyo nombre no recuerdo pero que tiene un versito que dice así : “...abrázame fuerte porque me voy”.

A estas alturas yo no sabía quién le dedicaba las canciones a quién, pues parecía que unas iban de parte de los familiares para la fallecida, pero otras parecían venir de parte de la fallecida para aquellos que la rodeaban en vida o los que andábamos de mirones.

Como quiera que la casa mortuoria se encontraba muy cerca del templo parroquial, en cuestión de segundos dio inicio el servicio religioso. La Banda se calló por un momento pues allá arriba, en lo más alto, resonaba majestuosa La tercera Sinfonía...

Mientras dentro del templo se escucha la voz del Padre diciendo entre otras cosas: <Oremos hermanos por el eterno descanso del alma de quien en vida fuera nuestra hermana M. viuda de R., quien se ha quedado ahora dormida en la paz del Señor...> <Hermanos, únicamente el Cristo es quien puede conducirnos de las tinieblas a la luz, de la muerte a la inmortalidad...>,      <Roguemos también hermanos, por todos aquellos que murieron con la esperanza de la resurrección... Señor no mires nuestros pecados sino la fe de tu iglesia...>, <Estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la luz y muy pocos son los que lo hallan>, <Hermanos, solamente naciendo el Cristo en nosotros podemos alcanzar la resurrección>. ¡Podéis ir en paz!

La misa terminó, y el cortejo fúnebre se fue a recorrer algunas calles de la ciudad; como se decía en esos tiempos <a dar el último paseo>; la Banda acompañaba solemnemente con una preciosa melodía: “Espérame en el cielo...”

Mientras tanto, una multitud de curiosos se fue formando al final de la cuadra donde estaba la  Escuela de Varones (mejor conocida como “la 14”), entre los cuales estaba yo.

De pronto, allá por la fuente se dejaron ver algunas gentes y se oía el “a popo chin” de los músicos (como solía decir un tío mío), cuando alguien se apresuró a decir: ¡Allá viene ya...!  ¡Allá viene la carroza...! ¡¡¡Ya se acerca la carroza funeral...!!!

Y yo me dije para mí mismo: ¡¡¡Ay, ay, ay, cuánto hiere este dolor musical... !!!

El cortejo funeral pasó lentamente por enfrente de nosotros y se perfiló rumbo al sur; varias cuadras se llenaron y yo seguía tan impresionado como al principio. Sinceramente nunca vi en mi vida tanta gente acompañando un entierro.

El carro fúnebre giró a la derecha una cuadra antes de La Cruz del Perdón y se enfiló rumbo al estrecho puente buscando alcanzar su destino inexorable. Un río de gente iba detrás, en silencio, despacito, muy despacito, cuesta abajo en la pendiente...

Tan lento era su andar que por un momento creí que hasta se habían detenido, pero no, continuaron descendiendo por aquella vía dolorosa; pero la que sí no paraba era la música, pues ante la proximidad del Cementerio Municipal arreció como cuando estalla una tormenta en lo tranquilo de una noche cualquiera, con truenos y relámpagos, haciéndonos estremecer de aflicción en lo más profundo del alma.

Y se destaparon con una seguidilla: “Dolor de ya no verte”, “Pa'qué me sirve la vida”, “Las golondrinas”, “Cruz de olvido”, “Cuando un amigo se va”, “Hasta la tumba mujer”, “Dos coronas a mi madre”, “La retirada”; incluyendo también a “México lindo y querido”.

¡Cuántas canciones para celebrar la muerte! Mientras cuando nacemos solo hay llanto...

Era intensa la emoción tanto como mi oración... sí, porque yo rezaba para que a esos músicos no se les fuera a ocurrir en su frenesí, tocar “Que se mueran los feos”, “La india Motilona”, “Chambacú”, o “El himno a la alegría”, ¡pues ahí, cualquier cosa podía pasar...!

Un carcomido portón de madera nos recibió abierto de par en par en el Panteón, el carro se estacionó al frente del mismo y sacaron el ataúd para ubicarlo enseguida en la entrada y abrirlo por última vez.

Había tristeza reflejada en la cara de las gentes y angustia en todos los corazones; y si te digo, amable lector o lectora, que aquel tétrico portón aun en pleno mediodía inspiraba temor y desconfianza y daba pánico mirar hacia dentro del Camposanto, aunque hubiese sol, ¿me creerías...? Solamente faltaba encontrar en su parte superior aquella frase que halló el Dante a la entrada del infierno: "Vosotros que entráis abandonad toda esperanza...", ¡pero no! Aquí no estábamos a la entrada del infierno ni mucho menos... solamente era la entrada del Panteón Municipal.

Jovis Pater (Padre Júpiter, Jove, Juve, Dios mío) iluminadme... Musas del Parnaso inspiradme para terminar con elegancia este relato...

Y luego, es fácil adivinar el final:

Dramáticas escenas de dolor, llorar a carcajadas, desmayos y lamentos... y yo, para mí mismo pensaba: ¡¡Extrañas gentes son estas...!! ¡¡Extrañas sus actitudes...!! ¿Qué es esto de acompañar un sepelio con canciones...? “Reír llorando” como decía Garrick.

¿Por qué será que los seres humanos vamos riendo donde deberíamos ir llorando y vamos llorando donde deberíamos ir riéndonos...?

Mientras, la Banda seguía con sus arpegios tocando lúgubremente: 'Ya ni llorar es bueno'.
En el horizonte, ya la estrella vespertina asomaba con su luz e inevitablemente había que ponerle fin al evento.

El féretro fue colocado en su sitio final y mi estimado amigo H. M.  quien también era un niño y muy poco entendíamos entrambos lo que estaba sucediendo, parados los dos bajo el árbol de clavellina me dijo: ―La última y nos vamos..., fue entonces que la tan llevada y traída Banda Regimental, decidió ejecutar aquel bello arreglo musical que inmortalizó Germaín de la Fuente y Los Ángeles Negros que dice así:  “Murió la flor...” (y en mí , su esencia se quedó...) ¡Chin Chin...!  



José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.