(Relato)
René
Ovidio González
(Sucesos de la vida del escritor,
autorizados por el mismo)
A decir verdad nosotros raras
veces hemos volado un papelote. La mayor carencia era y sigue siendo el pisto,
como dicen los cuscatlánidos, descendientes de lencas y pipiles. Por lo
anterior ustedes deducirán que, aunque quisiéramos, la bolsa no daba para
comprar piscuchas. Y los periódicos, de los cuales podíamos haber fabricado las
susodichas, no estaban al alcance de nuestras raquíticas posibilidades. Nos
resignábamos entonces con mucha resignación a mirar de lejitos cómo los otros
cipotes, egoístas por no querer prestar las cometas, enviaban mensajes en
papelitos que se iban, se iban por la escalerita imaginaria del hilito del que
estaba amarradita la piscucha, hasta que llegaban arriba y cada mensaje era
recibido con alegría y entonces el cipote dueño del pececillo del aire sonreía,
las orejas por límite, con sonrisa de invasor en tierras vírgenes. Algo
semejante ocurría con los trompos. En los puestos de las tiendas surtidas del
pueblo, ofrecían a criollos y extranjeros, a invasores e invadidos, las
“monitas” dormilonas de madera fina de guayabo que daba gusto verlas bailar sin
moverse del lugar, bien paraditas y sin hacer ninguna clase de ruido: como si
durmieran plácidas el sueño de la placidez. A nosotros nos tocaba como al
chinito: solo vela pasal...
Esto era igual en todo. De
manera que debíamos buscar un desagüe justo y preciso: algo que no interesara a
otros chicos, o en lo cual tuviéramos cierta ventaja, una tabla salvadora, salvavidas. Y fue así
que empezamos la molotera del fútbol y sus despelotes. Sueños brotaban cual
potros salvajes en el guatal, chúcaros y difíciles de amarrar a la estaca. En
estas andábamos cuando jugábamos en la calle donde la señora Cruz Martínez.
Antes lo hacíamos por donde vivía Erminda Bonilla, que a veces medio manuda,
pues empinaba el codo de cuando en cuando, salía totoleca a aventarnos piedras
si estaba de buenas, y líquidos hediondos, rezagados, si andaba los orines revueltos. Entonces salía su
vecina la Josefa a reclamarle por su cipote, que qué era ese joder con los
bichos que nada le hacían, que siguiera chupando y dejara en paz a los futuros
goleadores del Vencedor o del Remolino. Y qué sabemos si más adelantito jugaban en el Águila, ¡ve pues!, si solo
dejar de morirse es imposible, lo demás se puede, haciéndole huevo...
Así las cosas, cambiábamos de
estadio a menudo. Jugábamos de seis a seis donde Cruz Martínez. Un tiempo lo
hicimos en el solar, adentro, sin darnos cuenta de cómo fue ese suceso. De
repente estábamos bajo la sombra de los palos de mango en tremenda gritería.
Después nos trasladamos a la calle de don Rosendo Méndez. Igual: mascones del
día, equipo perdedor salía y el ganador permanecía. Hasta que Saúl y René
Penado se iban y dejaban al equipo patojo y ya no se podía jugar. En ocasiones
llegaban Colita Guevara que ya jugaba en Vencedor, y Chucho Chávez que en esos días jugaba en
Remolino; el Gavilán Funes que aún no era gavilán sino, solo, Marenco; Tobías
Campos y Luis Sunza su hermano…
De acuerdo: a muchos años de
distancia, no podemos asegurar que Funes, Sunza o Tobías participaran de aquel
caos futbolero de barriada. En forma esporádica hacíamos contras en la
canchita, junto a la ceiba del parque, frente a la Alcaldía Municipal. Un día,
nos arrancaron la punta del dedo gordo del pie derecho, el dedo raspó el
adoquín, presionado por el pie del adversario, en disputa por un balón
dividido. El mentado gordo se destapó y
la tapa quedó prendida de un hilo de pellejo. Con todo y dolor, pegamos el
pedazo colgante, lo apretamos y lo sellamos con tierra del parque. Hasta el sol
que nos alumbra, no se ha despegado y nosotros contamos la anécdota a los
amigos, testimonio vivo de nuestra aguerrida incursión en el deporte de las
patadas...
No se asuste señora, son cosas pasadas. Qué hermoso ese poema que
dice así: “No se asuste señora, son cosas pasadas”. Y es cierto, lo que
narramos son cosas del ayer, pero que no se olvidan. El fútbol no prosperó para
nosotros, así que lo desechamos. Vimos pasar el tiempo. Olvidamos sin quererlo
a las piscuchas, los trompos, los capiruchos, las chibolas, los yoyos. Aquellos
yoyos que regalaba la fanta o la coca, que era la misma mica con diferente
cola. Yoyos dormilones con los que se podía hacer “la vuelta al mundo”, “la
perrita” y no recordamos qué otros trucos…
Hablando de trucos, debemos
mencionar a aquel señor sombrerudo que no dejaba atrás su machete envainado y
un gran pistolón y que reía a carcajada limpia, carcajada que se oía en todo el
pueblo. Sobre todo cuando contaba sus pasadas, que por cierto aseguraba, eran
verídicas. Su nombre cabal: César Aparicio Lagos. Su nombre artístico: César
Diablo. Nos contaba el licenciado Alejandro Gómez, que alguien quiso indagar la opinión de don César acerca de su
cuento aparecido en un periódico de la capital en dos entregas, escrito por
un misterioso Omar Gabrielí, y don César, con toda la seriedad del mundo
expresó sin el más mínimo rastro de resentimiento: No hombre: ese chero la jodió, yo le hubiera dado material en paleta,
de haber venido a hablar conmigo antes de escribirlo...
Eran tiempos bonitos de la
juventud. Tiempos de convulsiones y organización estudiantil, ¡que daban ganas!
Eran los años de multitudinarias protestas callejeras y de consignas
distribuidas entre los manifestantes. Uno con megáfono preguntaba: “¿Y los
gringos?” Y el mar de gente respondía al unísono: “¡A la mierda!” De inmediato
el del megáfono soltaba venenosa la otra pregunta de rigor: “¿Y la mierda?”
Entonces la euforia desbordaba las expectativas y un alarido colectivo
pronunciaba sin vacilaciones la respuesta merecida: “¡A los gringos!” Empezaban
a sonar a todo vapor Los Guaraguao, ganando la audiencia a la vieja música ranchera,
a las radionovelas (estaban de moda: “Chucho el roto” y “El ojo de vidrio”) y a
los escándalos de los hippies. Con los partidos en la cancha de El Vencedor y
la fama de algunos que, según radio mercado,
perseguían a los árbitros por manía quebrada abajo. No habían inventado
entonces la UMO: Unidad de Mantenimiento del Orden, de la policía, que hoy protege
a los réferis y por lo mismo ellos pitan lo que les viene en gana,
equivocándose a más no poder. Y a pesar de que ya existía la guardia, los guardias
de paisano eran semejantes a los paisanos y se agregaban a la persecución de
los enlutados, pues han de saber ustedes que los árbitros se vestían de luto,
siempre de luto. Aquello era una verdadera carrera de atletismo por sobre las
piedras de la quebrada. Y como el que cerca de bolos anda a beber aprende, un
domingo de fútbol, nosotros íbamos a intentar ingresar por la quebrada, sin
pagar el boleto de entrada por la entrada legal, pues ya lo dijimos, siempre andábamos
jodidos, cuando vemos venir la estampida de locos que bajaba de la cancha hasta
la quebrada y adelante que parecían pijuyos, los pijuyos de negro, que más que
correr volaban. En cuanto a nosotros concierne, corrimos aprisa y de vuelta
para salvarnos de la turba enardecida...
Continuará…
Fotografía: misviajesporahi.es (INTERNET)