(Cuento)
René
Ovidio González
Mañana de diciembre. Brisas
heladas. La carretera es una cinta oscura intentando esconderse en el manto
verdoso de la vegetación circundante. Al sur, la visión de la cordillera
Jucuarán Intipucá aparece y reaparece indecisa detrás de la lechosa neblina del
amanecer. Son las 5:30, hora joven y promisoria de un hermoso día. En la
pendiente curvada del trayecto antes de llegar al desvío El Brazo un hombre con
fusil y uniforme verde olivo hace señal de parada…
«Hoy madrugaron los soldados»,
dijo el conductor de la camioneta.
Como iba detrás de él en primer
asiento me incliné y le murmuré: «No son soldados». Aquel supuesto militar no
usaba botas, me fijé en ello, sino unos zapatos amarillos bastante maltratados.
El motorista incrédulo miró por el espejo retrovisor y preguntó: «¿Y qué son,
entonces?».
«Hasta la pregunta es necia», pensé.
Me disponía a responderle cuando un muchacho con vestimenta oscura y sombrero,
fusil en ristre, se acercó sonriendo:
«Buenos días, ¿nos hace el favor de
colocar el vehículo cruzado, aquí no más?».
Al divisar una casa al otro lado del
desvío, sobre la vía principal, saqué impulsivo mi cabezota por la ventanilla
y…
«Compa, ¿por qué no deja que nos
bajemos y nos vayamos a aquella casa?»
«No», dijo con amabilidad. «Solo van a
ser cinco minutos, vienen unos compas del volcán y ya están cerca, no se
preocupen: no les pasará nada». Acto seguido se comunicó con los del volcán:
pajarito aquí, pajarraco allá, zopilote no sé qué, cuervo no sé cuánto…
En minutos el cruce de calle verdeaba
de muchachos guerreros. Dejaron atrás la pavimentada. En eso emergieron de
cercos y vegetación muchos a quienes no vimos antes, con bazucas,
ametralladoras de trípode y otro tipo de armas de grueso calibre… «Adiós,
adiós, adiós», ellos, divertidos. «¡Que les vaya bien!», nos decían.
Con los años supe por crónicas
escritas que esa vez la radio clandestina iba de Morazán al sur. El destino de
aquel contingente era uno de los campamentos instalados en la cordillera.
Es imperativo aclarar que estudiábamos
en San Miguel la última etapa de nuestra preparación para el ejercicio de la
docencia. De Ciudad Normal nos echó el Ministerio de Defensa pues llegaba de
USA un batallón contrainsurgente, y el gobierno creyó era más útil al país que
el pelotón de profesores dispuestos a desterrar la ignorancia. Nosotros
saldríamos expertos en enseñanza. Ellos venían duchos en una modalidad de
guerra llamada tierra arrasada, y ocuparían las instalaciones de Ciudad Normal
convirtiéndolas en cuartel…
*** *** ***
El susto pasó. Salimos con vida y
enteritos. Y al llegar al Tecnológico, ya se sabía la noticia con colas y
adornos. Aseguraban que estábamos atrapados en medio de fuego cruzado, que
varios quedábamos heridos o desaparecidos, y empezaron la joda. Isaac Lizama el
primero:
«Y al ver a los guerrilleros, ahí
mismito te surraste».
«¿Y por qué me iba a surrar?», dije
fingiendo malestar por la chacota. Y arremetí con saña: «Te has confundido
chamaco: ¿me mirás afligido? ¿O no tengo los bigotes bien puestos? Vos sí te
hubieras ido en curso, que si no te ponían un tapón inundabas el río Grande y
la laguna».
Isaac era sagaz. Incisivo. Uno tenía
que lidiar con sus mismas armas para salir airoso. En los recesos me mantuve
alejado, mostrándome bravucón. Pero al llegar la hora de salida fue él quien se
acercó y me indicó:
«Vendrá un microbús, si querés te vas
con nosotros, por Las Placitas». «De este otro rumbo no están corriendo buses,
y por tu seguridad…»
Desde el momento de subir al microbús
Isaac empezó la mojiganga. Se burlaba y celebraba su diversión, decía que me
iba a trasladar a un hospital, que me veía deshidratado por la embarrada; que habría
sido de su gusto verme suplicándole a los muchachos, que me iba a extender un
salvoconducto y cada vez debía mostrárselo a…
«Sí, don Moscandante», confundía yo
adrede la palabra comandante.
Él haciendo caso omiso de mis embates
seguía: que si me desmayé al ver los fusiles, que si me escucharon rezándole a
la virgen de Candelaria, que mejor su abuelita siendo mujer era más arrestosa;
y que… ¡En todo el camino! Quería retarlo a que nos diéramos penca. Pasamos por
Las Placitas… «Dicen que en las cercanías de San Jorge a veces salen los
compas», dijo. «Entonces alistá el papel higiénico: ¡me va tocar limpiarte!»,
le respondí a carcajadas. Y le solté una retahíla de chabacanadas…
Fue nuestro último encuentro. Semanas
o meses después, no lo sé, partió a la contienda. De José Isaac Lizama pasó a
un sucinto Froilán, nació así el comandante Froilán. Deseaba encontrármelo,
para saludarlo y echarle un par de pullas, reafirmarle que no me surraba al
verlo y que, si lo disponía así, botara el fusil y nos diéramos penca, entre
machos, y reírnos después, para siempre. Al detenerme en los retenes
insurgentes mis ojos examinaban los rostros buscando los rasgos de Isaac, y
jamás lo vi.
A veces mi madre murmuraba a mi oído:
«Hoy llegó Isaac al mercado. Me saludó y preguntó por vos».
En cierta ocasión ella tornó más
temprano. Se aproximó. Puso su mano sobre mi cabeza, alisaba suave mi cabello
de adelante hacia atrás… «Ahí anda Isaac», dijo. «¿Por qué no vas a verlo,
hijo». «Sé que quisieras hablar con él». Y con su corazón de madre en un hilo
dejó ir el presagio: «No sabemos lo que le pueda suceder».
Emprendí una búsqueda desafortunada.
Isaac y su tropa iban lejos.
Tras el término de la refriega busqué
entre el cúmulo de historias la de mi amigo. Las versiones de tres excombatientes
rebeldes no logran coincidir: Jeremías, Pepe y Daniel me revelaron distintas
formas de morir de Isaac. Hay una cuarta versión: la de los paisanos, derivada
supongo de la narrada por Daniel. Jeremías dijo que Isaac murió mientras
ejecutaba un sabotaje a un poste del tendido eléctrico: la carga le explotó en
las manos al tratar de colocarla. Pepe expresó que Isaac murió por un descuido
en tanto limpiaba su fusil: el arma se disparó por accidente. Daniel me refirió
lo que a él le contaron: Froilán dio una orden, disparar a lo que se moviera
por un flanco de acceso al campamento eventual, pues sospechaba era la ruta de
avance del enemigo. Él mismo olvidó la orden y salió a explorar con otros
guerrilleros. Al regresar entraron por el camino prohibido: los compas abrieron
fuego sin saber que tiroteaban a sus compañeros y mataban a su propio
comandante…
*** *** ***
Escribo estas letras a la sombra de
los cerezos en flor, viendo trepar en los pepetos, atropellándose en la
corrida, a las iguanas verdes. Observando a los basiliscos que huyen de sus
propios miedos con la testa levantada. En el cielo sin nubes un gavilán acecha
poniendo los ojos en las palomas que reposan en las ramas elevadas de la ceiba.
Lo veo y escribo. Escribo y recorro las veredas de la memoria. Persigo al
escribir que Isaac, mi amigo, no caiga malherido en ninguna de las versiones
difundidas de su muerte. Preciso prevenirlo y socorrerlo de las guasas de la
parca. Para que no se extinga su entusiasmo y su brío entre los nuestros…