(Relato)
Fredis
González
Del otro lado de la quebrada
por donde vivíamos, estaba la antigua hacienda “La Segovia”, lugar en el que
antiguamente se cultivaba el algodón pero que al terminar la cosecha sus dueños
ordenaban arrancar las matas o quemarlas, quedando así el terreno muy claro y
pelado, tanto que si alguien se paraba en la esquina nororiente del terreno
podía ver hasta el cementerio municipal ubicado al surponiente del mismo. Fue
en este terreno donde la Siguanaba asustó a Chael mi hermano mayor y a Armando
Baires, su amigo de infancia. Cuentan que caminaban los dos cipotes, hondilla
en mano por la quebrada en busca de garrobos como a eso de las 12 del mediodía
cuando de repente se les apareció una mujer joven y hermosa en el borde del
muro de la quebrada y les preguntó:
─ ¿Y ya comieron?
Los cipotes respondieron con
una malcriadeza.
─
¿Y qué te importa hij’eputa?
Y comenzaron a correr, pero
no para huir sino persiguiendo a la susodicha subiendo a toda prisa por la
pendiente del terreno y vaya sorpresa al llegar ellos a la planicie, ¡campas!
¡La mujer había desaparecido! Simplemente se desvaneció o se la tragó la
tierra, no pudo haberse escondido pues no había donde. Aquí podemos cambiar la
expresión que dijimos al principio: “Fue en este terreno donde dos cipotes
garroberos asustaron a la Siguanaba”.
Pero no era sobre esto que
les quería comentar, es solo que se cruzaron los cables.
El caso es que después de
conocer la historia de “La hacienda La Segovia y la Sihuanaba” yo frecuentaba
mucho este lugar con intenciones de encontrarme con la joven protagonista del
cuento. La que le habría tocado de habérmela encontrado, le hubiese pasado lo
de la brujita de la canción: “la castigaría con la guacharaca, yo le daría su
garrotera pa’que respete yo le daría…”
Jamás la encontré, pero lo
que sí me hallé visitando ese lugar fue una hermosa vista del volcán de
Usulután que aparecía hacia el norponiente como una postal y lo que me
sorprendía era un árbol pequeño como el dedo pulgar que se veía en el filo del
volcán, parecía un bonsai miniatura, o más bien una mosca parada en un pastel
gigante.
La imaginación empezaba a
volar y recordaba las antiguas historias de posibles tesoros escondidos, el
famoso Ermitaño que decidió por cuenta propia alejarse de la falsa sociedad y
buscó refugio en la montaña. Pero lo que más llamaba mi atención eran las
historias de árboles frutales en la zona volcánica, pues el hambre era eterna y
cotidiana.
Un día de repente alguien
soltó la invitación: ─¡Vamos a la piedra encadenada!─
dijo. Para el día sábado (no recuerdo la fecha exacta) estábamos reunidos un
buen grupo de amigos: Carlos Ramírez “Calín”, Luis Amílcar, Rudy Argueta,
Rolando, Nelson Benavides, Lito Campos y otros. Cada quien con su mochila
repleta de cosas (agua y bastimento para el camino), machetes, bastones de
madera, algunos binoculares y hasta camaritas (aún no existían los celulares)…
yo preferí viajar ligero de equipaje, para qué llevar tanto me dije “si allá
arriba hay de todo para mitigar el hambre y la sed”.
Pasaríamos por Wilian
Aparicio que estaría esperando en la salida del pueblo por “La Guasa” y si no
estaba, le silbaríamos para que saliera de casa. Estuvo puntual. Salimos muy de
mañana, cuando el sol aparecía en el horizonte nosotros ya estábamos en las
faldas del volcán. Se sentía una gran emoción pues aquí comenzaba la travesía,
estábamos a punto de ascender al reino del pájaro y la nube, un mundo
privilegiado de árboles frutales donde no llega el smog ni el ruido de la
ciudad. Después de caminar un rato cuesta arriba, llegamos a la cabaña…
descansamos, comimos naranjas hasta saciarnos y continuamos el viaje… observé
que Wilian se quedaba atrás y se desprendía del rebaño, quise esperarlo pero
con una señal me indicó que prosiguiera, minutos más tarde lo teníamos al talón
por la estrecha vereda sobrepasando al grupo con una rapidez impresionante y
abriendo brecha con su machete pues hacía quizá ya mucho tiempo nadie visitaba
el lugar y la vegetación había crecido. Pasamos por el árbol que desde el
pueblo se mira diminuto, resultó ser un amate gigantesco que se mecía con el
viento y parecía que se iba a desbarrancar. ¡Por fin llegamos a la piedra
encadenada! ¡La emoción era indescriptible! Observamos la piedra, la palpamos,
subimos a ella, tomamos fotografías.
Desde allí pudimos ver “ese
mar tan tranquilo, tan azul, tan dormido que si no fuera un mar bien sería otro
cielo…” Y anhelábamos tener dos alas para el vuelo.
Fredis González es colaborador de La piedra encadenada.
Las fotografías fueron proporcionadas por el profesor Wilian Aparicio.