(Cuento)
René Ovidio González
René Ovidio González
Estoy
buscando la manera de recordar. Sucedió hace tantos años. Eran los tiempos de
la adolescencia, cuando se hacían las cosas por imitación, por tradición; o
porque los adultos así lo exigían y había que seguirles la corriente, no entrar
en contradicciones estériles. O por motivos más mundanos, como ir tras una
muchacha, aunque solo fuera para mirarla de lejos. En algunos casos podía ser
que se cumpliera una “penitencia” que
nadie sabía y que nunca se divulgaría.
Lo cierto es que ahí iba, a veces vela en mano, quemándome las yemas, pasito a
pasito y con carita de ángel que no quebraba un plato…
Mucho tiempo después, mi esposa Orbelinda reiría con una risita
nerviosa, frente a una actitud mía que ella catalogaría de irrespetuosa. Fue
una burla tremenda, de veras. Nos encontrábamos en el interior del templo
católico, en la ciudad de Jucuapa, yo me acerqué a la imagen de Jesús, la que
visten con túnica morada en semana santa y que, al parecer, es la misma a la
que cargan una cruz. Al quitarle la mentada cruz, el Cristo de madera con
mirada suplicante y dolorosa, queda con una mano en actitud de mano extendida
de amigo. Una mano que saluda. Yo me condolí de aquella pose sufriente, y
amistoso tomé la mano que se me ofrecía. Me dirigí a mi compañera que se
distraía en un sitio cercano, y dije muriendo de la risa: “Tomame la foto, para
el recuerdo” Entonces fue que ella sacó su alegría nerviosa. Asustada me dijo:
“¡Dios mío, te va a caer un rayo muchacho!”. Yo salí de prisa, para evitar que
un bendito rayo destruyera la imagen de palo del indefenso nazareo.
En mis años mozos no haría cosa semejante, así me pagaran. En esos
tiempos escuchaba historias de santos que, debo aceptar, me impactaban.
Despertaban mi curiosidad. La de Cristóbal, por ejemplo, que cargó a un chico,
y que a medida se metía en la corriente del río, el cipote se volvía más y más
pesado. Un niño de plomo. Porque el chiquillo cargaba el mundo, y las maldades
del mundo son pesadas. Pero Cristóbal era gigante y pudo con el encargo. Llegó
al otro lado con su bastón y su carga. Otra de las leyendas es la de
Candelaria, que se iba desde el templo de Jucuarán hasta el mar. Allá tomaba un
baño. Nadie podía abrir los portones del templo entretanto, y al abrirlos
estaba ella en su altar con arenilla y conchitas de mar en sus cabellos
húmedos. Esto sucedía durante la noche del uno de febrero cada año.
También supe la historia de santa Elenita, a la que jamás pudieron
pegarle su dedito. La Elena real, nacida en la antigua región de Bitinia en
Asia Menor, cerca del mar Negro, no perdería un dedo en una de las guerras
anteriores. Protegida por sus huestes buscaba la cruz donde clavaron a Cristo,
y no se sabe si también buscaría la barca de Pedro, o aquel objeto codiciado
que siglos después llamarían Santo Grial: una copa de oro o de madera fina en
donde se cree Jesús y sus discípulos bebieron el vino de la última cena, a la
que adjudicaban propiedades mágicas o misteriosas. Por fin, la Emperatriz,
regresó con unas astillas que, según explicó, eran de la cruz donde murió el
nazareo más conocido del planeta; y de mujer abandonada por un cruel
emperador, Elena fue promovida a la
categoría de santa…
La fama de “guerrera” de la santa se difundió hasta nuestros días.
Cuando veo su imagen en las estampas, me doy cuenta que su atuendo es de
legionario romano. En ese sentido se cuenta un relato muy gracioso. Yo conocí a
la protagonista del relato: una anciana de nombre Justificación Corrales. Dicen
que llegaron soldados del gobierno a su vivienda. Andaban persiguiendo
guerrilleros. O quién sabe si perseguidos por ellos. La abuela los hizo pasar,
y siendo conversadora como solo ella podía ser, agarró plática y no la soltaba.
Casi dos horas, y los soldados dormitando en unas hamacas. Al disponer
marcharse por orden de sus oficiales, la señora les echó la bendición,
encomendándolos a santa Elena, “pues la virgencita era guerrillera igual que
ustedes…”
Al principio de esta narración dije: “Estoy buscando la manera de
recordar” Esto es solo retórica, en honor a la verdad digo: Lo recuerdo a la
perfección, como si ayer hubiese pasado: era la primera vez que yo vería de
cerquita al Obispo de Santiago. Al que después sería Monseñor, a Oscar Arnulfo
Romero. Sí, el mismo que diría: “La verdad es siempre perseguida”, o la otra
frase: “Sé humilde, no te hagas el humilde”…Es conocido su llamado desgarrador
a las bases de la guardia nacional, de la policía, de los cuarteles: “Hermanos,
son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos (…) Una ley
inmoral nadie tiene que cumplirla, ya es tiempo de que recuperen su
conciencia…”
Yo estaba cerca del lugar donde pasaría el Obispo. La procesión
recorrería las principales calles de la ciudad. Durante el recorrido se cargaba
en hombros la imagen de la Virgen, la “guerrillera” que decía la matusalénida
Justificación Corrales. La gente celebraba sus fiestas populares el dieciocho
de agosto. La procesión culminaba con la quema del “Castillo”. Era un
desparrame de pólvora, de “torofuegos”, de ruidos de juegos mecánicos, las
“ruedas” que tanto nos gustaban, de grescas de borrachos y estampidas de
fisgones, de cinqueras, de bulla de altavoces anunciando a la “Empresa Mercedes”,
de puestos de dulces de higo, conserva de tonto, coco rallado, en fin: la
alegría…
Aquella voz atrapó mi atención y quedó grabada en mis oídos. Iba
pasando, a unos cuatro metros de donde yo esperaba el desfile religioso.
Caminaba despacio, micrófono en mano. Su voz era impactante. Fue mi primer encuentro con esa voz
solidaria, con su palabra consciente. Nadie sabía entonces que el obispo Romero
se enfrentaría con las fuerzas del mal como lo hizo, y que se convertiría en
símbolo de liberación universal. Nadie que no fuera él, desafiaría a los
sicópatas al ordenar a su pueblo avanzar, con los fusiles de la guardia
apuntándoles delante. Cuentan que iba la procesión encabezada por Monseñor.
Entonces los guardias intentaron impedir su paso. La ciudad de Aguilares tenía
más de un mes de estar sitiada y vejada por militares. La gente dirigió las
miradas temerosas al Arzobispo esperando de este la orden de repliegue. Romero
decidió lo contrario, proseguir la marcha, y la guardia tuvo que apartarse…
Al pasar junto a mí, el Obispo de Santiago
decía: “Es admirable la devoción de este pueblo por su santa, la Emperatriz
Elena, y el respeto que guardan por sus propias tradiciones, por su cultura. Mi
admiración para ustedes, hermanos, sigan siendo unidos y solidarios y ante
todo, luchen por hacer realidad sus sueños, jamás permitan que les arrebaten
ese derecho inalienable: el derecho de soñar…”
Wow! Que interesante, me ha gustado! "Si me matan, resucitaré en mi pueblo"
ResponderEliminar