(Cuento)
René Ovidio González
No se explicaba por qué el deseo de
mantenerse metido en la cama a pesar del insomnio. La tibieza de las almohadas
lo tenía petrificado en un sopor de pensamientos inexplicables. En el rincón de
su abandono, cruzaban por su memoria las notas de aquella música remota de
tiempos pretéritos vividos junto a ella.
Afuera la vida se simplificaba: aquí,
la ansiedad de sentir caer y caer la lluvia del veinte de junio ―había llovido
toda la noche―; allá, la extensa playa entumecida por el frío de la madrugada;
enfrente, el mar −inmenso y misterioso− reflejando apenas la palidez de la
aurora que asomaba por el oriente; y más allá, lo ignorado…
Como impulsado por un resorte, se
incorporó tratando de atravesar con su
mirada la escarcha adherida a los cristales de su ventana. Movió la perilla y un airecillo
húmedo penetró en la habitación. Fue entonces que sucedió:
―¡Es ella…! ¡La playa! ¡La playa!
Tomó ansioso su vieja bicicleta y
corrió hacia la playa obsesionado por el recuerdo: acostumbraban caminar por la
arena, descalzos y abrazados. Hacía ya tanto tiempo. Iba aturdido por aquel
impulso repentino. La extensa playa, entonces, le pareció muy pequeña para su
locura. Vio a la chica sentada, sobre las oscuras rocas que recibían impasibles
el embate de las olas:
―Sabía que estarías aquí―
dijo.
―Y yo, sabía que vendrías―
le contestó ella. Y entregándole un barquito de madera:―Es para ti ―agregó―. Lo
hice yo misma.
―Lo llamaré “Libertad”―
replicó él tomándolo entre sus manos−. Sí: Libertad…
Ambos deambularon por la arena,
descalzos y abrazados, traspasando los límites del recuerdo. A lo lejos se oía
una canción de Perales…
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