martes, 5 de abril de 2016

César Diablo


        (Cuento)
        Omar Gabrielí
      
      La terrible seriedad y ronca voz con que narraba sus historias que para él eran verdades completas obligaban guardar el debido respeto y decoro al estar frente a él escuchando y creyendo firmemente la veracidad de cuanta ocurrencia iba apareciendo.
      Una y otra vez observé pasar frente a mi casa a aquel personaje a quien le cubría el manto de tener el más insigne galardón: ser el hombre con quien se las habían visto un sinnúmero de espantos, cosas encantadas, aparecidos, y no más de alguna que otra cualidad visionaria o enfrentarse a las más difíciles e inverosímiles situaciones.
      Todo esto y más había hecho de aquel hombre una especie de libro de aventuras, adquiriendo por lo tanto gran fama en su lugar y alrededores.
      De espigado cuerpo, cara alargada, y una rapidez al hablar y caminar, haciendo uno y mil gestos, narraba  las más extraordinarias historietas a quienes tenían “voluntad de oírle”.
     ─Cualquiera que me ve…, no parezco, ¿verdad?, tal vez crea que soy un pelagatos comecuanduay, pero no saben que soy descendiente de la raza más pura que ha existido, la raza alemana.
     ─¡Alemanes les dicen a los del Nisperal!
     ─Shh, ¡sho cipote malcriado…!
       Era la casa de Cruz Martínez, don Eligio fue su padre. Ella los recibía a todos, desde los que bajaban al pueblo a traer sus comprados, echarse sus tragos y guardar el machete, hasta los que jugaban chivos o con pelotas de trapo en la calle.
     ─Mi padre decía César con aires de grandeza era alto, ojos azules, doble, pelo amarillo, de buena raza, su nombre aún lo recuerdo Conrad Frederick Volkenborn se vino huyendo durante lo más triste de la Primera Guerra Mundial, estaba joven todavía; y mi madre una bellísima mujer…
      Todos se vieron. Todos callaron. Todos ocultaron dentro de sí una estridente carcajada ya que al más mínimo intento de burla se exponían a ser hasta excomulgados si en sus manos estuviera esa arma para deshacerse del más ruin apóstata. Era de popular conocimiento que su padre había muerto de alcoholismo y que siempre vivió en las afueras del pueblo, camino al Rebalse; su madre aún vendía tomates en la tienda.
      Con su adusta mirada, austero semblante, la palabra grave, pose de pistolero, de supuesto valor extraordinario, merecedor de veneración y respeto con que se digna a los grandes hombres, se honra a los héroes y la cual misma se justiprecia a los próceres de todos los órdenes y lugares (claro está, cualidades todas las anteriores que él mismo se había adjudicado, autocoronado y autoproclamado; lleno así todo él de una aureola de misterio, de leyenda, de aventura) se convirtió al paso de los años en un símbolo del pueblo, un celoso guardián de sus habitantes o un “justo juez del día y de la noche”.  Iba y venía por las calles polvosas, por veredas, por huatales, buscando “chanchitos”, zapotíos o guaycumes, aguacates o pipianes; o quizás era él quien se llevaba las anonas del huatal que pertenecía a los “chimbolos”:
     ─Adiós don César va de prisa…
     ─¡Adiós!, y días le’dios, me saluda a ña Carmela.
     ─¡Graaaciaa!
     ─Mama él es don sesha diabio…
     ─Shhh, ve te vo’yir el hombre.
       Era creencia general considerar al mencionado caballero poseedor de inmensas riquezas extraídas por ignorados métodos, vastas haciendas, minas, y además una poderosa fábrica donde se construían extraños artefactos, filtros o quién sabe si hasta conjuros, ¿fábrica de qué? No lo sé, pero sí era una fábrica.
       El alcalde andaba en asuntos importantes en la gobernación: en corto tiempo el pueblo recibiría el título de ciudad y era de hacer preparativos y papeleo con anticipación para que así cuando allá “arriba” tuvieran tiempo, dieran el buen visto.
       El cura no estaba, andaba en la Diócesis, pronto cumpliría veinticinco años de atender la iglesia (los “herejes” decían 25 años de estar comiendo del pueblo y estarle dando paja, y el pueblo no cambiaba…) En las calles empedradas con hoyos que se convertían en lodazal cuando llovía lo que más abundaba eran los “cuches” y los perros aguacateros; César suplía con creces la innecesaria presencia de tales funcionarios.
     ─Dejémonos de babosadas otro cuento en tiempos que yo estaba cipote ahí po’onde la Chepa Soto pude ver que salían tres niños tiernitos a medianoche, estaban pelados y berriaban como no se lo imagina usté y por favor no se riya porque’s cierto…
     ─Un cipote que comía ceniza en la cocina de la tamalera pegado al convento… Venía yo de los Tabales de San Benito…y comenzaba otra historia de esas que paran el pelo.

Continuará...



Omar Gabrielí es colaborador de La piedra encadenada.

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