(Cuento)
Omar
Gabrielí
La terrible seriedad y ronca
voz con que narraba sus historias ─que para él eran verdades completas─
obligaban guardar el debido respeto y decoro al estar frente a él escuchando y
creyendo firmemente la veracidad de cuanta ocurrencia iba apareciendo.
Una y otra vez observé pasar
frente a mi casa a aquel personaje a quien le cubría el manto de tener el más
insigne galardón: ser el hombre con quien se las habían visto un sinnúmero de
espantos, cosas encantadas, aparecidos, y no más de alguna que otra cualidad
visionaria o enfrentarse a las más difíciles e inverosímiles situaciones.
Todo esto y más había hecho
de aquel hombre una especie de libro de aventuras, adquiriendo por lo tanto
gran fama en su lugar y alrededores.
De espigado cuerpo, cara
alargada, y una rapidez al hablar y caminar, haciendo uno y mil gestos,
narraba las más extraordinarias
historietas a quienes tenían “voluntad de oírle”.
─Cualquiera que me ve…, no
parezco, ¿verdad?, tal vez crea que soy un pelagatos comecuanduay, pero no
saben que soy descendiente de la raza más pura que ha existido, la raza
alemana.
─¡Alemanes les dicen a los
del Nisperal!
─Shh, ¡sho cipote malcriado…!
Era la casa de Cruz
Martínez, don Eligio fue su padre. Ella los recibía a todos, desde los que
bajaban al pueblo a traer sus comprados, echarse sus tragos y guardar el
machete, hasta los que jugaban chivos o con pelotas de trapo en la calle.
─Mi padre─
decía César con aires de grandeza─ era alto, ojos azules, doble, pelo amarillo, de
buena raza, su nombre aún lo recuerdo Conrad Frederick Volkenborn se vino
huyendo durante lo más triste de la Primera Guerra Mundial, estaba joven
todavía; y mi madre una bellísima mujer…
Todos se vieron. Todos
callaron. Todos ocultaron dentro de sí una estridente carcajada ya que al más
mínimo intento de burla se exponían a ser hasta excomulgados si en sus manos
estuviera esa arma para deshacerse del más ruin apóstata. Era de popular
conocimiento que su padre había muerto de alcoholismo y que siempre vivió en
las afueras del pueblo, camino al Rebalse; su madre aún vendía tomates en la
tienda.
Con su adusta mirada,
austero semblante, la palabra grave, pose de pistolero, de supuesto valor
extraordinario, merecedor de veneración y respeto con que se digna a los
grandes hombres, se honra a los héroes y la cual misma se justiprecia a los próceres
de todos los órdenes y lugares (claro está, cualidades todas las anteriores que
él mismo se había adjudicado, autocoronado y autoproclamado; lleno así todo él
de una aureola de misterio, de leyenda, de aventura) se convirtió al paso de
los años en un símbolo del pueblo, un celoso guardián de sus habitantes o un
“justo juez del día y de la noche”. Iba
y venía por las calles polvosas, por veredas, por huatales, buscando
“chanchitos”, zapotíos o guaycumes, aguacates o pipianes; o quizás era él quien
se llevaba las anonas del huatal que pertenecía a los “chimbolos”:
─Adiós don César va de prisa…
─¡Adiós!, y días le’dios, me
saluda a ña Carmela.
─¡Graaaciaa!
─Mama él es don sesha diabio…
─Shhh, ve te vo’yir el
hombre.
Era creencia general considerar al mencionado
caballero poseedor de inmensas riquezas extraídas por ignorados métodos, vastas
haciendas, minas, y además una poderosa fábrica donde se construían extraños
artefactos, filtros o quién sabe si hasta conjuros, ¿fábrica de qué? No lo sé,
pero sí era una fábrica.
El alcalde andaba en asuntos importantes en la
gobernación: en corto tiempo el pueblo recibiría el título de ciudad y era de
hacer preparativos y papeleo con anticipación para que así cuando allá “arriba”
tuvieran tiempo, dieran el buen visto.
El cura no estaba, andaba en la Diócesis,
pronto cumpliría veinticinco años de atender la iglesia (los “herejes” decían
25 años de estar comiendo del pueblo y estarle dando paja, y el pueblo no cambiaba…)
En las calles empedradas ─con
hoyos que se convertían en lodazal cuando llovía─ lo que
más abundaba eran los “cuches” y los perros aguacateros; César suplía con
creces la innecesaria presencia de tales funcionarios.
─Dejémonos de babosadas ─otro
cuento─
en tiempos que yo estaba cipote ahí po’onde la Chepa Soto pude ver que salían
tres niños tiernitos a medianoche, estaban pelados y berriaban como no se lo
imagina usté y por favor no se riya porque’s cierto…
─Un cipote que comía ceniza
en la cocina de la tamalera pegado al convento… Venía yo de los Tabales de San
Benito…─ y
comenzaba otra historia de esas que paran el pelo.
Continuará...
Omar Gabrielí es colaborador de La piedra encadenada.
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