(Relato)
Fredis
González
Mi abuelo materno Ramón Alfredo Pineda,
falleció cuando yo tenía aproximadamente cinco años de edad pero aún recuerdo
que él había estado agonizante por más de dos semanas, mi madre contaba después
que la noche de su deceso ella y su hermano Gilberto, que habían estado
cuidando al anciano, decidieron salir al patio del rancho en que vivíamos para
hacer alguna necesidad fisiológica y que cuando hubieron terminado, ambos
escucharon un ventarrón que se iniciaba una cuadra hacia el sur por toda la
séptima avenida norte del barrio La Parroquia, en ese tiempo habitábamos al
poniente y al final de donde vivía la señora Cruz Martínez; decía mi madre que
cuando ellos volvieron la vista hacia la calle, el tío Gilberto desenfundó su
linterna que siempre portaba como todo buen caporal de la finca la
"Bélgica" pero al querer alumbrar esta no funcionó, una, dos, tres
veces "click" y nada; fue entonces cuando observaron la figura de una
mujer vestida de blanco, que parecía volaba al ras del suelo pero que al llegar
a la esquina en donde había un cerco de alambre muy alto, la silueta pareció
elevarse un poco y desapareció; después sí, la linterna funcionó (jamás había
fallado antes), ellos retornaron al interior del rancho en donde como a los
diez minutos el abuelo dio el último suspiro.
Es preciso mencionar que en el
solar de la casa donde se perdió de vista la silueta, había vivido
anteriormente la abuela de "Pinedita" (así era conocido mi abuelo), y
que también se decía en aquellos tiempos que frente a esa casa, en una piedra
que había al pie de un árbol de capulín, se aparecía una señora que lloraba (la
famosa llorona), y además se aseguraba que dicha señora no era otra más que la
abuela de Pineda, quien lloraba desconsolada porque jamás pudo digerir el hecho
de que mi abuelo hubiese sido desheredado por su padre (por motivos que
desconozco) y desposeído de los terrenos que por ley le pertenecían; entre
ellos el lugar donde se aparecía la difunta. De esa piedra hasta nuestro rancho
habían aproximadamente unos treinta metros de distancia y recuerdo muy bien que
yo acostumbraba quedarme hasta bien noche en la esquina, ya fuera charlando con
la plebe o bien "wachando" la tele donde doña Josefita Aparicio, que
era uno de los pocos lugares en que había televisión por esos tiempos; una muy
pequeña y con pantalla en blanco y negro en la cual disfrutábamos de los
mascones de la selección de aquellas buenas épocas, de las películas de Tarzán
de los monos (con Johnny Weissmuller), posteriormente Jim de la selva, las
aventuras de "Perdidos en el espacio" (con el Dr. Smith), las locuras
de "Los Tres Chiflados" que en realidad eran cuatro (Mou, Larry, Chen
y Courly), y no podían faltar las telenovelas del momento como aquella:
"Una muchacha llamada Milagro" en la que trabajaba un actor
venezolano de nombre "El Puma" al que le decían José Luis Rodríguez o
viceversa, al fin y al cabo a muchos actores les gusta más el apodo,
sobrenombre, alias, seudónimo (o como quiera que se diga que al final viene
siendo lo mismo) que su propio nombre; pero lo que quisiera enfatizar es que lo de "disfrutábamos" es sólo un decir, nada más por agregar el
verbo, un nombre a la acción, una palabra que encajara al hecho de estar ahí sentado
en el piso frente al aparato convirtiéndonos en los héroes o villanos de la
película y por qué no decirlo en los galanes de la novela (sucede mucho a esa
edad); pues a decir verdad yo no lo "disfrutaba" tanto, ya que a
medida avanzaba la noche más pensaba yo en el tramo de obscuridad que tendría
que atravesar hasta mi casa, pues el poste de alumbrado eléctrico que se
ubicaba al final de la acera y casa de doña Cruz alumbraba un poco más allá de
la casa de los Dubón y después oscurana total, así que yo había desarrollado la
técnica de agarrar aviada en carrera abierta desde el árbol de
"Jagua" un poco antes de que terminara la luz y se fundiera con la
oscuridad, de manera tal que al pasar por el capulín si tenía la desdicha de
escuchar el llanto por lo menos no viera a la llorona, y entre mayor velocidad
imprimía, más sentía que alguien me pondría una mano en el hombro en cualquier
momento para detener abruptamente mi carrera y un escalofrío recorría mi cuerpo
desde donde comienza hasta donde termina la columna vertebral, pasaba casi
volando por aquel caminito que de día me daba a la tarea de reconocer palmo a
palmo para no tropezar por la noche; como diría mi hermano René Ovidio:
"Crecimos con la cabeza llena de folclore". Pero no era solamente yo
quien tenía miedo de aquel espacio de espanto, también había un vecino que
vivía unos metros hacia el norte, a quien conocíamos con el nombre de Toño
"Verano", el cual acostumbraba llegar a su casa pasada la medianoche
y había desarrollado una técnica diferente: cuando estaba a punto de entrar al
abismo desprovisto de luz, comenzaba a silbar, a lo cual su madre, doña Lidia,
respondía saliendo con candil en mano a esperarlo a la esquina; recuerdo una
vez que mis hermanos y yo regresábamos a medianoche de una fiesta y sabiendo
que Toño se había quedado en el parque, decidimos hacer la broma y teniendo ya
totalmente identificado el silbido comenzamos a imitarlo, cuando observamos que
la señora salía de su casa nos escondimos y ella llegó hasta la esquina, esperó
un rato y al ver que el hijo no apareció se regresó emitiendo una serie de
improperios (maldades de los pilluelos).
Los recuerdos están pintados en la memoria como si hubiese sido ayer, pero hasta la fecha no alcanzo a comprender el porqué sobre la Séptima Avenida Norte del barrio La Parroquia, ha existido siempre tanto misterio; y específicamente en ese cuadrante que les menciono, al frente del rancho donde yo vivía, calle de por medio, vivía doña Lola, una casa grande con un patio muy amplio lleno de árboles de mango, uno de los cuales dejaba caer sus frutos en la calle y yo había encontrado la manera de entretenerme por las noches pues había descifrado la forma de adivinar el "tamaño" del mango, según el "tamaño" del golpe en el suelo y hasta podía decir con mucho acierto en que cuadrícula de la calle había quedado, decidiendo en base a ello si aventurarme o no, en medio de aquella gran oscurana en la búsqueda de tan preciado tesoro; cuando determinaba que el fruto había rodado hacia el sur por la calle, lo consideraba un "fruto prohibido" y abandonaba la empresa, pues hay que decir que un poco más allá de la casa de los Barahona, habían asesinado a machetazos a un hombre, contiguo al cerco de alambre y no fuera a ser que "tentando y tentando en busca del mango me fuera a topar con la mano del muerto"; también hay que agregar que al otro lado de la calle donde murió esta persona, estaba el árbol de tamarindo; donde años antes otro "bien muerto" había asustado a un vivo que "se pasaba de vivo haciéndose pasar por muerto". La muerte nos cuenta los pasos desde el mismo día en que nacemos y nos respira en la nuca durante toda la vida, ella es parte del proceso (nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos), no hay "vuelta de hoja", debemos aceptarla como compañera de viaje y aprender a morir en vida mientras esperamos el momento de partir, porque lo único que tenemos seguro en la vida es la muerte y ni siquiera hay que arreglar maletas porque bien dice la canción "nada te llevarás cuando te marches"...
Los recuerdos están pintados en la memoria como si hubiese sido ayer, pero hasta la fecha no alcanzo a comprender el porqué sobre la Séptima Avenida Norte del barrio La Parroquia, ha existido siempre tanto misterio; y específicamente en ese cuadrante que les menciono, al frente del rancho donde yo vivía, calle de por medio, vivía doña Lola, una casa grande con un patio muy amplio lleno de árboles de mango, uno de los cuales dejaba caer sus frutos en la calle y yo había encontrado la manera de entretenerme por las noches pues había descifrado la forma de adivinar el "tamaño" del mango, según el "tamaño" del golpe en el suelo y hasta podía decir con mucho acierto en que cuadrícula de la calle había quedado, decidiendo en base a ello si aventurarme o no, en medio de aquella gran oscurana en la búsqueda de tan preciado tesoro; cuando determinaba que el fruto había rodado hacia el sur por la calle, lo consideraba un "fruto prohibido" y abandonaba la empresa, pues hay que decir que un poco más allá de la casa de los Barahona, habían asesinado a machetazos a un hombre, contiguo al cerco de alambre y no fuera a ser que "tentando y tentando en busca del mango me fuera a topar con la mano del muerto"; también hay que agregar que al otro lado de la calle donde murió esta persona, estaba el árbol de tamarindo; donde años antes otro "bien muerto" había asustado a un vivo que "se pasaba de vivo haciéndose pasar por muerto". La muerte nos cuenta los pasos desde el mismo día en que nacemos y nos respira en la nuca durante toda la vida, ella es parte del proceso (nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos), no hay "vuelta de hoja", debemos aceptarla como compañera de viaje y aprender a morir en vida mientras esperamos el momento de partir, porque lo único que tenemos seguro en la vida es la muerte y ni siquiera hay que arreglar maletas porque bien dice la canción "nada te llevarás cuando te marches"...
Continuará…
Fredis González es colaborador de La piedra encadenada.
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