(Cuento, del libro El
Ermitaño)
René Ovidio González
Estaba yo en esta desconocida
población por primera vez. El sol del trópico me hacía sudar profusamente.
Deprimido y completamente desorientado miraba ansioso a aquella multitud que
pululaba bajo el asediante calor del sol de mediodía.
Dicen que la memoria es traicionera,
pero en su oportunidad acudió generosa en mi auxilio: en la Unidad de Salud del
lugar seguramente encontraría a Tula*, una antigua compañera de bachillerato;
ella laboraba aquí desde algún tiempo. Esperanzado busqué su orientación: como
ángel de la guarda apareció por el pasillo vestida toda ella de blanco y con
una fresca sonrisa mezcla de asombro y complacencia:
―¡Puta vos! ¿Qué vientos te traen por aquí?
―¡Uf! Si supieras…
―¿Ajá? Pero entrá, debés de estar cansado,
sentate y contame…
―Pues verás: yo…
Bueno, tuve que confesarle que para mí
aquellos vientos eran huracanados, con sabor a tempestad. Después, por
influencias de mi amiga (que me advirtió de lo difícil del camino y el peligro
que representaba el río en época de lluvia como la presente), me enganché en un
huesudo caballo…
Mi idea de pernoctar en el pueblo se
fue al suelo abatida por el destino y… ¡Aquí iba!, tirando por primera vez de
las riendas de un caballo y este llevando en ancas a su propietario. Pienso
ahora en lo ridículo que debimos parecer: una bestia flaca, un par de maletas y
dos hombres encima… ¡Don Quijote y Sancho Panza cabalgando sobre Rocinante con
el botín de sus frustraciones!
Me fue difícil dirigir al cuadrúpedo
entrando en el río, él lo conocía mejor: lo vadeaba, metía sus belfos
jadeantes, tanteaba sobre las piedras y avanzaba. Por mi parte, a causa de mi
total falta de destreza estuve a punto de caer de bruces dentro del agua. Tan
largo fue el viaje que mi acompañante acostumbrado a estos azares de la vida
empezó y no terminó contando chistes, cuentos, y según creo, hasta una película
de Cantinflas de principio a fin; interrumpiendo sus animadas narraciones
únicamente para soltar demoledoras carcajadas…
Recordé un chiste, pero tan
deteriorado estaba mi ánimo que ni escuché ni pude contar ninguno. Creo que
sonreí cuando lo recordé:
Empezaba la guerra. Las guerrillas
incursionaban en los poblados esporádicamente, muchos iban uniformados de verde
olivo. La señora Nacha, viejita murmuradora no sabía ―¡Milagro de Dios!― de la
presencia de los insurgentes en la población; dos de ellos llegaron, pidieron
que les vendiera comida y agua. Y ella: Que no se las vendía, que se llevaran
toda la comida y bebieran el agua que quisieran y que otra vez le avisaran con
tiempo para prepararles unas quesadillitas. Y que las quesadillas se las iba a
mandar al cuartel. Que ella sentía miedo y cerraba las puertas cuando llegaban
los otros, los “subversivos”, que les dicen; pero que ella nunca, ¡líbreme Dios
y el santo papa de la sonrisa!, nunca los había visto…
El enclenque ejemplar de la especie de
los équidos trastrabillaba a punto de lanzarnos por las abruptas veredas, los
niños recostados sobre los sostenes de las puertas, nos miraban con timidez y
asombro, con alegría y lástima; tal vez por la suerte corrida por la bestia,
tal vez de presentir mi inutilidad como jinete… Los adultos, en cambio, movían
sus ojos de bambas tras las paredes de varas.
El caballo avanzaba con dificultad y a
mí me pareció que transcurría un siglo cuando la voz del campesino me
sobresaltó:
―No se agüeve compa…
―¿Ah…? ¿Por qué lo dice?
―Porque lo miro todo triste…
―No, es mi manera de ser, así soy yo.
―Humm…, es que en todo el viaje no ha dicho
“esta boca es mía”.
―Es cierto, discúlpeme. Muy bonita la
película…
―¿Qué película? ¡Ah, sí! ¡Cantinflas es
cachimbón!
―Sí, un magnífico actor. Y cambiando de
plática, parece que va a llover, ¿no cree?
―A la puta con usté primo: “parece” es nada.
Si es talegazo de agua el que viene…
Era muy entrada la tarde y se
avecinaba un vendaval: los árboles aledaños al camino empezaron a moverse con
impaciencia, el cielo volvióse hosco y pintó su semblante de negro; de cuando
en cuando un parpadeo revestía de plata todo cuanto se ocultaba tras el velo
gris del atardecer, y en fin, el aguacero nos mojó hasta el alma… Subíamos
pendientes igual que un piojo subiría las gibas de un camello, más allá, las
bajábamos como noctámbulos; la bestia emitía relinchos reprimidos bajo nuestro
peso y resoplaba semejando un toro en el rodeo…
Yo, volvía la vista queriendo
comprobar el tramo caminado: a lo lejos azotaba la tormenta, ya sobre las
casitas campesinas diseminadas como manchitas dermatológicas, ya sobre las
elevadas serranías o las profundas hondonadas…
Fotografía
cortesía de Linda Claribel González.
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