(Relato)
José
Víctor González
Continuación...
Eran un poco más de las diez y media cuando
decidí retirarme del lugar para dormir un poco, no sin antes aventarme un par
de tamales y una taza de café de palo que ya comenzaban a circular; pero allá
por la madrugada, por vivir tan cerca, entre dormido y despierto, hasta mis
piadosos oídos llegaban las tristes notas de una canción: “Sombras nada más” ...
Agarré mi cobija y me arropé de pies a cabeza, ya que se decía que
muchachitos como yo, no debían andar viendo fallecidos, pues en la noche venía
el muerto (o la muerta) y le halaba los pies, y así, <embozado> como
estaba, tenía la esperanza que no me pudiera encontrar...
Al día siguiente, durante toda la mañana, en las alas del viento viajaba
la música y sus notas llegaban muy lejos; en el medio ambiente circundante se
dejaban oír las conocidas notas de aquellas melodías que impactaban el alma: “El
amigo que perdí”. “¿En qué quedamos pelona...?” (¿Me llevas o no me llevas...?),
“Te vas, te vas…” (¿por qué te vas...?).
Yo almorcé como de costumbre y más tarde me preparé para seguir
observando aquel evento que me tenía realmente desconcertado. El viejo reloj de
la torre del antiguo Cabildo marcaba exactamente las tres de la tarde cuando
decidieron levantar el féretro; pues habría misa de cuerpo presente; sus hijos
se aferraban al mismo con el supremo dolor del desprendimiento, mientras afuera
ya esperaba la Banda tocando aquella canción cuyo nombre no recuerdo pero que
tiene un versito que dice así : “...abrázame fuerte porque me voy”.
A estas alturas yo no sabía quién le dedicaba las canciones a quién,
pues parecía que unas iban de parte de los familiares para la fallecida, pero
otras parecían venir de parte de la fallecida para aquellos que la rodeaban en
vida o los que andábamos de mirones.
Como quiera que la casa mortuoria se encontraba muy cerca del templo
parroquial, en cuestión de segundos dio inicio el servicio religioso. La Banda
se calló por un momento pues allá arriba, en lo más alto, resonaba majestuosa
La tercera Sinfonía...
Mientras dentro del templo se escucha la voz del Padre diciendo entre
otras cosas: <Oremos hermanos por el eterno descanso del alma de quien en
vida fuera nuestra hermana M. viuda de R., quien se ha quedado ahora dormida en
la paz del Señor...> <Hermanos, únicamente el Cristo es quien puede
conducirnos de las tinieblas a la luz, de la muerte a la
inmortalidad...>, <Roguemos
también hermanos, por todos aquellos que murieron con la esperanza de la
resurrección... Señor no mires nuestros pecados sino la fe de tu iglesia...>,
<Estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la luz y muy pocos
son los que lo hallan>, <Hermanos, solamente naciendo el Cristo en
nosotros podemos alcanzar la resurrección>. ¡Podéis ir en paz!
La misa terminó, y el cortejo fúnebre se fue a recorrer algunas calles
de la ciudad; como se decía en esos tiempos <a dar el último paseo>; la
Banda acompañaba solemnemente con una preciosa melodía: “Espérame en el
cielo...”
Mientras tanto, una multitud de curiosos se fue formando al final de la
cuadra donde estaba la Escuela de
Varones (mejor conocida como “la 14”), entre los cuales estaba yo.
De pronto, allá por la fuente se dejaron ver algunas gentes y se oía el
“a popo chin” de los músicos (como solía decir un tío mío), cuando alguien se
apresuró a decir: ¡Allá viene ya...!
¡Allá viene la carroza...! ¡¡¡Ya se acerca la carroza funeral...!!!
Y yo me dije para mí mismo: ¡¡¡Ay, ay, ay, cuánto hiere este dolor
musical... !!!
El cortejo funeral pasó lentamente por enfrente de nosotros y se perfiló
rumbo al sur; varias cuadras se llenaron y yo seguía tan impresionado como al
principio. Sinceramente nunca vi en mi vida tanta gente acompañando un
entierro.
El carro fúnebre giró a la derecha una cuadra antes de La Cruz del
Perdón y se enfiló rumbo al estrecho puente buscando alcanzar su destino
inexorable. Un río de gente iba detrás, en silencio, despacito, muy despacito,
cuesta abajo en la pendiente...
Tan lento era su andar que por un momento creí que hasta se habían
detenido, pero no, continuaron descendiendo por aquella vía dolorosa; pero la
que sí no paraba era la música, pues ante la proximidad del Cementerio
Municipal arreció como cuando estalla una tormenta en lo tranquilo de una noche
cualquiera, con truenos y relámpagos, haciéndonos estremecer de aflicción en lo
más profundo del alma.
Y se destaparon con una seguidilla: “Dolor de ya no verte”, “Pa'qué me
sirve la vida”, “Las golondrinas”, “Cruz de olvido”, “Cuando un amigo se va”,
“Hasta la tumba mujer”, “Dos coronas a mi madre”, “La retirada”; incluyendo
también a “México lindo y querido”.
¡Cuántas canciones para celebrar la muerte! Mientras cuando nacemos solo
hay llanto...
Era intensa la emoción tanto como mi oración... sí, porque yo rezaba
para que a esos músicos no se les fuera a ocurrir en su frenesí, tocar “Que se
mueran los feos”, “La india Motilona”, “Chambacú”, o “El himno a la alegría”,
¡pues ahí, cualquier cosa podía pasar...!
Un carcomido portón de madera nos recibió abierto de par en par en el
Panteón, el carro se estacionó al frente del mismo y sacaron el ataúd para
ubicarlo enseguida en la entrada y abrirlo por última vez.
Había tristeza reflejada en la cara de las gentes y angustia en todos
los corazones; y si te digo, amable lector o lectora, que aquel tétrico
portón aun en pleno mediodía inspiraba temor y desconfianza y daba pánico mirar
hacia dentro del Camposanto, aunque hubiese sol, ¿me creerías...? Solamente
faltaba encontrar en su parte superior aquella frase que halló el Dante a la
entrada del infierno: "Vosotros que entráis abandonad toda
esperanza...", ¡pero no! Aquí no estábamos a la entrada del infierno ni
mucho menos... solamente era la entrada del Panteón Municipal.
Jovis Pater (Padre Júpiter, Jove, Juve, Dios mío) iluminadme... Musas
del Parnaso inspiradme para terminar con elegancia este relato...
Y luego, es fácil adivinar el final:
Dramáticas escenas de dolor, llorar a carcajadas, desmayos y lamentos...
y yo, para mí mismo pensaba: ¡¡Extrañas gentes son estas...!! ¡¡Extrañas sus
actitudes...!! ¿Qué es esto de acompañar un sepelio con canciones...? “Reír
llorando” como decía Garrick.
¿Por qué será que los seres humanos vamos riendo donde deberíamos ir
llorando y vamos llorando donde deberíamos ir riéndonos...?
Mientras, la Banda seguía con sus arpegios tocando lúgubremente: 'Ya ni
llorar es bueno'.
En el horizonte, ya la estrella vespertina asomaba con su luz e
inevitablemente había que ponerle fin al evento.
El féretro fue colocado en su sitio final y mi estimado amigo H. M. quien también era un niño y muy poco
entendíamos entrambos lo que estaba sucediendo, parados los dos bajo el árbol
de clavellina me dijo: ―La última y nos vamos..., fue entonces que la tan llevada
y traída Banda Regimental, decidió ejecutar aquel bello arreglo musical que
inmortalizó Germaín de la Fuente y Los Ángeles Negros que dice así: “Murió la flor...” (y en mí , su esencia se
quedó...) ¡Chin Chin...!
José Víctor González es colaborador de La piedra encadenada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario