(Cuento)
René Ovidio González
Le decíamos
Chompipón, no voy a mentir que cariñosamente, más bien era por
incomodarlo. A mí me daba mucha risa verlo correr encogiendo y estirando su
cuerpo enorme, en movimiento ondulatorio, cuando jugábamos al fútbol en la
cancha de atrás del Instituto Nacional. «Parece chompipe», opinaba alguien. «¡Pero un chumpe
grandulón!», remachaba otro bromista. En verdad era un gigante, un gigantón
inofensivo y llevadero.
Cierto es
que a Leónidas no preocupaban aquellas chanzas de sus compañeros. Él estaba
dedicado a otra faena trascendente y peligrosa: se convertía sin vacilar en
insurgente. Había quienes le acompañaban en tal ejercicio formando movimientos
de agitación política, sublevando al estudiantado, volanteando propaganda de
las organizaciones.
Recuerdo
aquella vez, yo de trasnochador: iba pasando por un costado del parque y de
súbito escuché un soplido apagado y vi una verdadera nube de papeles esparciéndose
a mi derredor. Al intentar descifrar lo que ocurría vi a Nel Funes y a Leónidas
que escapaban sosegados de la escena. Ambos me hicieron señas para que yo
desapareciera.
Fue al
pasar el tiempo que Leónidas conversó conmigo acerca de sus asuntos. Mostró
entera confianza. En varias oportunidades hablamos y en una de ellas yo
señalaba ─estábamos en una banca del parque a pocos pasos del amate inclinado─ la
inconsistencia de un compañero, del que no recuerdo su nombre pero que quizás
se llamaba Patricio, pues le decíamos Pato.
¿O era por su manera de caminar y su aspecto típico de palmípedo?
«Mirá,
Leónidas», le reclamaba yo. «Si ese Pato fuera rebelde tantito siquiera, no
hubiera salido con eso»
El tal Pato
abandonó sus rebeldías y de inmediato se metió a una organización burguesa, asociación localista que
aludía a lo cultural, pero que en la práctica su rol era promover bailes y
recaudar fondos a saber para qué, y que tenía otra forma de ingresar dinero a
sus arcas: la sala de billar que funcionaba donde antes fue la Tienda La
Palmera…
«Si ese que
yo digo tuviera una pizca de consciencia, no estuviera ahí», insistía yo
señalando al sitio donde funcionaba el billar. Y vaya usted a saber: por
aquello de las carambolas el aludido palmípedo se asomaba a la puerta, echaba
sus miradas a la calle, y viéndonos de reojo se hacía el pato. Supuse entonces
que Pato era casero del billar, y que lo movía la paga, sería pues una forma de
empleo…
«¿Y la
lucha qué ondas?» «¿Valió pinga?»
«No lo
interpretés mal, yo lo entiendo de otro modo», dijo Leónidas con calma. «Un
revolucionario igual que cualquier persona en su vida cotidiana, tiene altas y
bajas, requiebros, dudas y obstáculos». «Es probable que a Pato lo hayan
amenazado, tal vez su situación monetaria es crítica y necesita tiempo para
resarcirse, o será que no logra los niveles de claridad…»
«O es un
charlatán o es un vil traidor, así de simple», dije tratando de contrarrestar
sus argumentos.
Leónidas
sonrió, y tras una pausa agregó cogiéndose de su idealismo:
«Estamos
hablando con él, no sabemos lo cierto», dijo. «De lo que sí puedo dar fe es que
si algo nos llegara a pasar en esta lucha que libramos, estando él retirado,
Pato va a llorar, te lo aseguro».
Un día me
di cuenta que los tiempos corrían aprisa al enterarme que Leónidas Bonilla
Maravilla, el comandante Jesús, caía con sus ideales al hombro y abonaba de
sangre el suelo patrio.
«Chusón ha
muerto», me dije, no sin consternación, sintiendo caer en ráfagas de tormenta
los versos del cubano Silvio Rodríguez:
Supo la historia de un golpe,
sintió en su
cabeza cristales molidos.
Y comprendió
que la guerra
era la paz del
futuro.
Lo más terrible
se aprende en seguida
y lo hermoso
nos cuesta la vida…
No sabré jamás si Pato lloró al conocer la noticia de la muerte en combate de Chusón.
De lo que sí puedo ser asertor es que tanto Leónidas como otros luchadores por
la libertad y la justicia, debieron vivir más sus vidas valiosas. Sus muertes
duelen en la profundidad del recuerdo, envueltas en las franelas de la amistad,
de la juventud alocada, del sufrimiento lastimero y las privaciones habituales.
Pero también de las mofas, las insolencias y los motes agudos lanzados cual
dardos de alegría. Recuerdos irrenunciables de tiempos impresionantes.
Ilustración de Fredis González.
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