(Cuento)
René Ovidio González
Cuando saltó sin meditarlo sobre aquella inocente mariposilla de
noche, de esas que revolotean cerca de las lámparas encendidas, a las que en
otros tiempos llamábanles papalotas, no supo explicarse tal conducta, un suceso
intempestivo; lo sintió como un desborde de instintos hasta ahora desconocidos
y por completo irregulares en su vida de hombre cultivado en el bien y para el
bien.
Le
sorprendió la sapiencia de felino y la seguridad con que lo hizo. Aparte de la
estrategia y calidad de sus desplazamientos previos. Eran habilidades inverosímiles.
En principio creyó que vomitaría de inmediato aquel asqueroso bocado. Para su
sorpresa aquella suave comida todavía tibiecita y palpitante sabía a gloria,
tenía no atinaba qué de ricura, un sabor de galletica salada con atún, o sabor
de esos pasteles de cumpleaños, con sus adornos y aderezos. Pensaba que debía,
por imperativo del hambre que empezaba a contorsionar los músculos interiores
de su estómago, seguir aquella tarea vital, para ello enderezó su mirada en
dirección al cercano horizonte, a escasa distancia del ya débil resplandor de
la lámpara aledaña donde minutos antes emboscara a la desprevenida pero sabrosa
presa, y vaya׃ eran cientos
de papalotas blancas, casi una nube de ellas merodeando allí.
Entonces creyó poder gritar que su porvenir sería
halagüeño, que no pasaría hambre jamás, pero se contuvo y repensó su idea; no
debía gritar, espantaría a sus nutritivas víctimas. Y sin querer, pues no supo
de dónde, le salió un graznido seco, similar al de algunas aves salvajes. El chirrido
se repitió dos o tres veces. Sintió un entusiasmo sórdido, una alegría egoísta
pero reconfortante; y volvió a emitir el graznido agorero de pájaro en vías de
extinción. O mejor: extinto, pues su canto poseía un eco peculiar, sonaba a
escenarios antediluvianos. Olía a dinosaurio, a lagartija con alas…
Las mariposillas se asustaron armando un desparpajo,
alborotándose. Entonces él se solazó recordando a su maestra de gramática en la
secundaria, en tiempos idos para siempre, quien le hacía repetir la frase a
manera de estribillo: del plato a la boca el mono bota la sopa…
Avanzó agazapado, por lo menos él así quiso suponerlo.
Experimentó de pronto una incomodidad hasta ese momento inadvertida, al tiempo
que movía sus labios intentando articular algunas palabras, sin alcanzar a
emitir sonido׃ esto va a ser
pan comido…
La causa de la incomodidad no podía discernirla, fue
imposible, la percibía, la presentía, la sospechaba en los pliegues de su
cuerpo, en sus extremidades con las que palpaba la superficie sobre la que se
arrastraba, en el frescor del amanecer bajo su barriga; en el deseo frenético
de devorar a aquellas inocentes y torpes criaturas voladoras, en el recuerdo
novedoso de gordas moscas azules envueltas en su saliva espesa, o en la terneza
que le inspiraban las mínimas arañas domésticas a las que sorprendería por
incautas; pero nada evitaba sus ágiles movimientos. Era sin duda que su columna
vertebral se prolongaba sin explicación alguna por atrás de sus muslos y sus
piernas. Deseaba voltear su cara y algo se lo impedía. Logró ver la piel de sus
brazos, de sus manos y le pareció frágil y casi transparente. Se quedó pasmado
al percatarse de la facilidad con que avanzaba por aquella inimaginada y
gigantesca pared…
Él, a quien tanto temor inspiraban las alturas, se
paseaba de maravillas por las sucias paredes, por las vigas de hierro que
sostenían el tejado, por el poliducto en cuyo interior estaban los cables de la
energía eléctrica, bajo los cuadros con fotografías familiares a sus ojos,
entre otras la suya, cuando los años mozos brillaban en su sonrisa; reparó
entonces en la intensa similitud de sus facciones con las de su progenitor y se
dijo, razonando con un orgullo mezquino, con un aplomo presuntuoso׃ hijo de tigre
sale rayado…
A lo lejos, bien abajo, divisó su cama, la vio más grande
que de costumbre, remedaba en forma y tamaño a una cancha de fútbol. En la
mesita de la par pudo adivinar el montón de libros puestos en desorden, a
medida los iba leyendo. Uno de ellos, el de encima, abierto en la página de
inicio de capítulo con el título en grandes letras negras: Tierra de reptiles.
Recordó cómo minutos atrás, deslumbrado por la claridad
solar, despertó en su cama sorprendido por un raro sentimiento, por una novedad
insólita, por un abandono que penetraba lo profundo de su ser. Él, hombre
cultivado en el bien y para el bien, experimentaba un prurito insolente, un
rechazo a la combinación de su razón de ser con aquella luz invasora, abusiva,
violenta. Se deslizó pues, despacio, sin urgencias, por los dobleces de las
sábanas. Iba boca abajo y por primera vez reparó en miles de diminutas
estructuras que facilitaban su desplazamiento, colocadas en los dedos de sus
manos y en los otros dedos también, los de sus pies. Confundido siguió hasta el
borde, temió caer al vacío y comprobó luego la sobriedad con que bajó al piso,
para eso le servirían en adelante las microscópicas estructuras de sus pies y
manos: estaba dotado igual que los gecos, de ventosas…
Levantó la vista con intención de poner las cortinas en
aquella claraboya, para evitar la luminosidad matinal alojada en la habitación.
Se preguntaba quién sería el necio que puso esa ventana a demasiada altura.
Subió hasta allá sin ninguna dificultad, ayudado por los miles de laminillas
pegajosas en sus extremidades. Pudo ver en panorámica la calle con algunas
gentes que circulaban por ella. Miró pasar vehículos. Cruzó el vendedor de
leche con su pregón matutino. Los chicos voceadores anunciaban la edición extra
de un periódico campeón en mala reputación: “¡Extra! ¡Extra! ¡Nos invaden los reptiles!”
Un mendigo se acercó con sus harapos por el andén allende la verja y espió al
interior por entre los espacios de los cristales semiabiertos. A pesar de que
él estaba ahí, vivo y coleando, el mendigo hizo un gesto de ¡vaya, por aquí no
hay nadie! Aquel gesto hirió su amor propio y se disponía a tapar la ventana
cuando descubrió que las cortinas tenían dimensiones extraordinarias…
Su esposa irrumpió en la habitación llamándolo por su
nombre, buscándolo donde no hacía un par de horas lo dejara dormido. Se retiró
alarmada de no hallarlo, y más que eso: desilusionada de haberlo dejado marchar
al trabajo sin siquiera ofrecerle el desayuno.
Fue cuando transformado en uno
de esos animalillos escamosos, sin darse cuenta a plenitud de los cambios en su
cabeza y su cuerpo entero, integrado sin remedio a la familia de los gecónidos,
pariente ya de las salamanquesas, el hombre, nacido en el bien y para el bien,
saltó sin meditarlo sobre aquella inocente mariposilla de noche, de esas que
revolotean cerca de las lámparas encendidas, a las que en otros tiempos
llamábanles papalotas…
Cuento publicado en
enero de 2017 en la Antología Internacional «Tinta, palabra y papel».
Editorial La Hora del Cuento, Argentina. En el libro aparecen obras de 43 escritores de todo el Planeta.
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