(Poema)
René Ovidio González
Una vez le vi
y fue como mirarle para siempre.
Lo he visto desde entonces, lo escucho.
Su legado generoso es la lealtad y valentía,
es su palabra ardiente de profeta.
He visto al guía,
al hermano,
al de la rosa roja en marzo aciago.
Lo he visto con mis ojos deslumbrados:
lleva por arma su elocuencia
y en su diario de líder insustituible,
la crónica de un pueblo triste,
hambriento, ensangrentado…
He oído al guía,
al hermano,
emplazar a los verdugos,
con su verdad alzada y su báculo sagrado.
Sus manos sangran perforadas
por dolores hirientes
de los sacrificados.
Su aura de san Romero universal
es rompe murallas y silencios,
voz de los que nunca nadie oye…
Marzo 24 de 2005.
Tendría
yo 16 años. Un 18 de agosto conocí al obispo Romero. Antes y después vi y
escuché a otros obispos, de ninguno de estos guardo recuerdos.
De Romero
sí: él iba en el desfile religioso y al hablar, sus palabras se estamparon con
fuego en mi cerebro, como esculpidas
para siempre… ¿Son así los milagros? ¿Pudiera decir hoy que aquel obispo era ya
un santo natural?
Advierto
que lo místico no fue nunca lo mío, y aunque me sentí tocado no di importancia
al suceso sino después de varios años ─él ya era Monseñor─, al resonar en mis
oídos el timbre de su voz y recordar sin mediar esfuerzo textualmente sus
palabras:
«Es
admirable la devoción de este pueblo por su santa, la Emperatriz Elena, y el
respeto que guardan por sus propias tradiciones, por su cultura. Mi admiración
para ustedes, hermanos, sigan siendo unidos y solidarios y ante todo, luchen
por hacer realidad sus sueños, jamás permitan que les arrebaten ese derecho inalienable:
el derecho de soñar…»
(Nota del Autor)
Dibujo de Fredis González, colaborador de La piedra encadenada.
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