(Relato)
René Ovidio González
Continuación…
Desde aquellos entonces,
intentamos a como diera lugar ser nosotros mismos, y mantenernos más cuerdos
que un recuerdo y más radiantes que un foco en compañía de una foca, para no
caer en fanatismos innecesarios. Fue así que logramos acercarnos a la música de
grupos de prestigio. Sonaban con ganas los Bee Gees, geniales; el grupo Abba,
que nos impresionó con su célebre Chiquitita
y con todas sus canciones; Eagles y su Nuevo
Chico en la Ciudad o su Hotel
California, Queen y su Rapsodia Bohemia o su We are the Champions. De ribete los
ídolos de Liverpool, Los Beatles, no pasaban de moda: son gustos que los chicos
de hoy no se dan, pues los muchachos actuales son como los bolos, les ponen un
sabroso refresco de fruta de tamarindo o de piña y un vaso con guaro, escogen
sin titubear el guaro...
Olvidábamos decir, como dice
el otro poema famoso, aunque él en singular y nosotros en plural, pues por
línea filosófica o costumbre siempre lo hacemos en colectivo, olvidábamos que
sin qué ni para qué, un día cualquiera que no quedó registrado en la historia,
leíamos las coplas de “Martín Fierro” en una hamaca del rancho viejo donde
vivíamos, cuando se armó un desparpajo en la calle vecina: nuestra madre entró
asustada y sin hallar qué hacer corría de un lado a otro. Hasta que soltó el
nudo que le atragantaba la voz: un hombre mataba bien muerto, a filo de machete
bien filoso, a otro hombre. Este se dejaba matar solo por aparecer, casi
treinta años después, en un escrito que escribiría el lector de “Martín Fierro”
de ese lejano día, sin saber el muerto de hace treinta años, que el cipote
lector de las coplas del gaucho lo recordaría, con el respeto que se les debe
tener a los difuntos, por su sobrenombre, al que hizo honor, pues que le maten
así a un hombre es y será siempre un acto de mala muerte, perdón, quisimos
decir: mala suerte.
Pero a lo que queríamos llegar
se nos ha ido alejando cada vez que lo intentamos. Y existen infinidad de
hechos que los hemos deshecho o desautorizado, para no contarlos, por motivos
de espacio o por álgidos. Deseamos explicar, que aquella práctica, la de leer,
se nos hizo necesidad vital a partir de “Martín Fierro”. Desfilaron entonces
frente a nuestros ojos mirones, obras de la narrativa latinoamericana, “Doña
Bárbara” fue una de las primicias que saboreamos; “Amalia”, “María”, y después
“Jaraguá” de Napoleón Rodríguez Ruiz, y después de los después las novelas de
García Márquez, las obras de Juan Rulfo,
las de Hemingway; la poesía de Darío, la de Whitman, su Song of Myself, por ejemplo; la de Pablo Neruda, sus Veinte Poemas de Amor... Desde que principiamos leyendo no hemos parado de leer.
Y cuando nos cansamos de leer, descansamos leyendo. Creemos que éramos nosotros
de los escasos estudiantes que solicitábamos libros a la biblioteca del
Instituto Nacional, donde estudiábamos el bachillerato académico, sin que se
nos pidiera de tarea. Doña Haydeé, la bibliotecaria, seguro se sorprendería
―aunque con el transcurrir del tiempo tal vez no lo recuerde― siempre que
llegábamos, “Présteme ese: La hora
veinticinco, ¿de qué autor es...?” Y lo leíamos, sin conocer siquiera la
procedencia del escritor.
No olvidaremos nunca la
camaradería que sosteníamos con Sebastián Zepeda y Mauricio Bejarano. Con ellos
nos íbamos, en días de asueto semanal, adonde Moisés al cantón El Volcán, con
la idea idealizada de los cocos o de los mangos de clase, o los jugosos
marañones que allá conseguíamos. A veces, en broma repetíamos el trabalenguas:
compadre cómpreme cocos no compadre no compro cocos porque como pocos cocos
como pocos cocos compro. Después
sustituíamos la palabra “cocos” por la palabra “mangos”, o por la otra:
“marañones”. Un día de aquellos, hallamos mal puesto a Moisés, y siendo el
único que escalaba los elevados cocoteros, no pudimos convencerlo que subiera.
Por toda respuesta Moisés reía su risa de hombre roncero y aseguraba con mucha
serenidad: “Yo estoy defuerzado, no puedo trepar. Trepe uno de ustedes...” Al
final nos conformó con mangos en abundancia y con flores del arbusto de izote,
para que nos cenáramos la flor nacional de la nación...
El padre de Moisés, un señor
muy trabajador, trabajaba y trabajaba sin parar. Y cuando le daba por platicar,
platicaba y platicaba sin parar. No estamos seguros pero, ojalá el encanto de
la memoria no nos traicione, al parecer fue él, que en una de esas pláticas
dijo como bombazo: “Dios fue hecho a
imagen y semejanza del hombre”. Y nosotros, preocupados por los cocos y
no por el supremo hacedor ni por ningún ángel en gracia o en desgracia, no
reparamos en aquella bomba atómica, porque nos confundimos: habíamos oído la
frase bíblica y pensamos en serio que así la leían en sus rollos los sabios
antiguos. “Esa es la pila de los pobres”, nos dijo cuando indagamos el por qué
del tanto trabajar, “...engañarse y creerse que algo hay qué hacer, que se
tiene trabajo y que, desde luego, habrá una recompensa por el sacrificio: Dios
habría de bendecirnos y premiarnos con abundancia si no aquí en la Tierra, en
el otro lado sin falla, no cabe la menor duda...”
En tan sabrosas pláticas
surgieron ideas que, nubladas por incomprendidas en su tiempo, a la vuelta de
muchos años aclaran con mucha perspicacia el curso de la historia actual y la
desactualizada: sin duda en el relato de Sansón y Dalila hay una verdad
escondida, camuflada, que sí, desde luego, que las tijeras, y que la
embaucadora, impensada estratega, y que si la fuerza del forzudo estaba en el
cabello crecido o en la luenga barba sin peinar que se manejaba. La respuesta
es exclusividad de la bella mujer quitapelo, estilista profesional. Aunque
nosotros decimos, sin miedo a que avienten la siguiente piedra, que antes que
peluquera, la tal Dalila era barbera, pues sin que nadie lo haya insinuado
siquiera, aseguramos la novedosa pretensión que fue la barbota y no el pelote,
la que peló la chica rapadora al greñudo de Sansón.
Pero bien, volvamos aprisa al
hoy y al aquí, y dejemos allá el ayer y el allá. Olvidemos a Sansón y a Dalila,
pero no descuidemos la barba. Pues en la barba está la fuerza y la dignidad del
hombre, y es por eso que los hombres dignos de la historia humana han sido y
seguirán siendo barbudos en su mayoría; y si no reflexionen: el cabello se cae
solo, uno a uno sin motivaciones lógicas se debilita. La barba en cambio, no.
La barba permanece creciendo en permanente crecimiento. Hasta aquí llegamos.
Pues hemos tenido de súbito el impulso abrumador de volver a las piscuchas del
principio, lo que transformaría el cuento que contamos en un círculo viciado. De
todas maneras esto empieza y lo que no decimos
aquí lo diremos más adelante, en los otros relatos…
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