(Cuento)
René Ovidio González
Nos
acercábamos haciéndonos los locos. Explorábamos cada espacio: detrás de la
ceiba, los lavaderos públicos de mujeres sin indicio de vergüenza, desnudas de
la cintura hasta las nubes; los baños mugrientos para pobres, oscuros y con
olor a jabón de aceitunas; las pilas, que descritas desde nuestra cortedad de
chiquillos decíamos sin saber que eran tanques infinitos… En estas largas pilas aguaban su ganado los campesinos, llegados
de la diversidad de cantones y caseríos del municipio. Y en estas mismas pilas
probábamos las habilidades acuáticas propias y las ajenas: aquí divertíamos el
instinto de nadadores extraviados entre las vacas hasta que alguien anunciaba a
galillo abierto la mala noticia:
―¡Don Toño!
Empleado ahí, don Toño se
convirtió sin quererlo en habitante sempiterno del lugar. Su aspecto enjuto y
la carga de los años, su rostro aindiado heredado de antes y su cabeza
entrecana de sombrero vueludo, no habría provocado tanto horror en la cipotada,
de no ser por el corvo envainado, inseparable y característico. Lo apodábamos
por pura chabacanería con su verdadero nombre prolongado por un apelativo
corriente de agua que corre y va corriendo en carreras crecientes a caer al
mar: Toño Río. Lo veíamos como un
viejito cascarrabias, clasificación derivada de su celo casi obsesivo por
mantener a salvo las pilas, que sin duda alguna nosotros utilizaríamos, en el
paraíso terrenal o en el paraíso celestial, de piscinas…
Más aún: le causábamos otra
incomodidad al anciano: muchas veces usábamos los chorros para las carretas, de
duchas sin regadera. Cada tubo expulsaba un borbollón de agua que nos golpeaba;
entonces disfrutábamos poniendo la espalda o el pecho. El agua así se
desperdiciaba y formaba correntadas que peleaban por llegar lejos, pero que,
pasando cerca del Rastro Municipal, iban a dar con supremo esfuerzo a alguna
charca podrida de una quebradita conocida.
Debido a la amenaza de los
sapos que se inflaban como globos al vernos entrar a los baños para pobres, a
veces nos bañábamos en los tanques, al aire libre, rodeados de ganado hostil y
peligroso. Pero tanto va el cántaro al agua que casi nos volvíamos terneros, no
decimos chivos, por las diferentes y
variopintas interpretaciones que pudieran surgir de esta ingenua palabrita, lo
que nos obligaría a refutar lo interpretado. Nos veríamos entonces en el penoso
caso de recriminar a los malos intérpretes, lo cual provocaría una guerra de
explicaciones que tal vez nos crearía enemistades sin necesidad y nos quitaría
el sueño debido a nuestra actitud pacifista por naturaleza. Y no solo esto,
sino el tiempo deseado para continuar la presente narración que narramos sin
pretensiones gramaticales ni lingüísticas rigurosas.
Quisimos decir antes, que
las vacas nos empezaban a ver como de la familia, de la propia especie y nos
dejaban en paz siempre y cuando no las provocáramos, es decir no nos moviéramos
mucho. Aquí entendimos por vez primera y mediante la observación minuciosa que
las vacas, y los toros también, no embisten al color rojo por ser rojo, tal fue
la creencia que durante años creímos porque así se nos explicaba y por lo que
no usábamos camisas rojas, o gorras rojas, o capa roja como la de los toreros,
y menos llevaríamos una bandera de oposición a las vacas. Nos convencían que
las bestias embisten lo colorado, que sería mejor alejarse de ellas si se anda
colorado. Bañándonos entendimos que el ganado arremete contra el movimiento,
embiste la movilidad, ataca la inteligencia, por no distinguir el tinte…
Un día, confiados en las
antiguas creencias y sintiéndonos de cualquier color menos del color condenado
por la opinión pública, empezamos a hacer un relajo lanzándonos guacaladas de
agua y chapoteando con las manos en los tanques. Ignorábamos que el vaquero se
distraía en los lavaderos, olvidado por completo de su ejército de bravos
animales. Las vacas se pusieron de acuerdo y organizándose armaron un cerco de
cuernos y de patas alrededor de nosotros, dispuestos los unos a cornear y las
otras a patear. Nos asustamos tanto que para contarles el modo de salir de
aquel atolladero, tendríamos que mentir, pues no supimos cómo. Don Toño
apareció de detrás de la ceiba mofándose de las aflicciones de los chapoteros.
Por eso después nadie nos sacó de la cabeza de cipotes sin experiencia, que don
Toño fue el autor intelectual de aquel susto del demonio. Decidimos como
respuesta vengarnos, y de dos en dos nos íbamos en días propicios a la cita con
la venganza.
El proceso seguido el día que
nos tocó fue rutinario. Llegamos con Evaristo, revisamos, abrimos bien los ojos
para convencernos y estar por completo seguros, y al final lo estuvimos sin
temor a ninguna equivocación: no hallamos señales del viejo. Serían las cuatro
de la tarde. Pusimos la ropa por ahí y nos investimos del complejo de peces de
agua dulce. Competimos a ver quién se mantenía más tiempo sin respirar bajo el
agua, quién avanzaba chapaleando más, o quién braceaba con mayor rapidez de
aquí para allá o de allá para acá. Nos lanzábamos del muro emulando a Jim de la
Selva o al mismo Tarzán de los Monos. En cada clavado sacudíamos la cabeza de
manera que el largo cabello empapado salpicara el universo: éramos tarzancitos
precoces en tiempos de hambre…
No nos fijamos que el
bravucón de don Toño llegó con una velocidad inaudita a nuestros trapos. Nos
quedamos helados, pero reaccionamos horrorizados porque el viejito ya iba
encima, con la ropita ajena bajo un brazo y con el machete ―envainado, por
supuesto― al aire, ansioso de darnos una tunda inolvidable; sus años de viejo
nos dieron el tiempo suficiente para emerger ahogados de aquella trampa para
olominas y solo alcanzamos a distinguir los rastros revesados de sus furiosos
improperios: !óirap sol euq erdam us ed sojih…¡
Corrimos desnudos por las
calles medio desiertas. Corríamos
tapándonos las partes avergonzantes, pudorosas, pero destapados del espíritu y
por qué no decirlo: molidos por semejante humillación a pesar de nuestros
escasos años. Al mirar correr a mi compañero en medio del desorden de la
escapada, con don Toño queriéndonos medir la espalda con aquella vaina
traicionera, cavé un huequito en los destrozos del acoquinamiento para
rellenarlo de humor:
―Tiene corrido de foca…
Solo mencionamos el suceso
el instante en que un hermano de Evaristo, a la vuelta de muchos años confirmó
el hecho contundente de que los amigos que nos vieron correr desorientados, aún
no lo olvidaban y preguntaban por qué la historia no se plasmaba en un cuento.
Con mayor razón hoy que se tenía la certeza de que Evaristo no volvería de la
guerra, a la que se incorporó con ilusiones indecibles, pero dispuesto a lo que
viniera y por desgracia para él, se asegura, vino. ¿O solo fue que fingió todo?
Algo huele mal por ahí.
Entonces buscamos con el
auxilio de la memoria encantadora el momento preciso que confirmó,
adelantándose a las especulaciones, lo que varios ex compañeros de estudio de
quien narra y testigos de la carrera de
los pelados, extrajeran de las profundidades recónditas de los recuerdos
empolvados:
“Evaristo y yo habíamos
ocultado el hecho por largo tiempo. Mas cuando el andar de los años sepultaba
los recuerdos rotos en la memoria y era casi inevitable morirse de olvido,
mientras escuchábamos la homilía dominical en una radio costarricense de onda
corta, en vivo desde Catedral, supimos contra nuestra voluntad que aquel
exclusivo momento permanecería vivito y coleando para siempre en las aguas de
la memoria unánime:
―¡Caramba!- dije nada más porque no hallé qué
decir―. Quién lo creería…
Evaristo, atento a la radio
todavía, suspendió por un momento su trabajo en la máquina de coser, sonrió sin
verme. Luego siguió dándole al pedal…”
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