(Cuento)
René Ovidio González
Habían pasado algunas décadas desde
la fundación de Santa Elena, y esta, otrora hacienda, era ya un pequeño
poblado. Situado en la inmensa planicie costera, al sureste de la cadena
montañosa que escolta al volcán de Usulután en el punto geográfico donde el
español Luis de Moscoso detuvo sus huestes conquistadoras, el pueblo tenía
calles cortas y angostas por las que transitaban carretas tiradas por bueyes o
coches de caballos, medios usados en la época para el transporte de carga y de
uso exclusivo de los patronos y hacendados dueños de la producción agrícola.
Contaba el lugar con el tiangue que
abarcaba desde la ceiba frondosa que se hallaba frente al cabildo hasta una
cuadra arriba; entre los habitantes, el sacristán Francisco Jerez ocupaba un
lugar prominente: hombre humilde y servicial que, en cuanto podía, ayudaba a la
gente, sobre todo a los más necesitados…
Una noche el pueblo se despertó
sobresaltado: las campanas de la ermita elevaban sus clamores al viento,
presagio de desgracia; esta había tomado fuego en su parte posterior.
―¡Fuego…, fuego! ¡Se quema el
pueblo…, levántense…!
En medio del pánico y el terrible
resplandor cerca de las gigantescas lenguas de fuego, las campanas seguían su
canto angustioso; el incendio amenazaba destruir el reducido número de casas
del lugar, el barrio La Parroquia fue consumido rápidamente. Era imposible
detener la catástrofe. Minutos más tarde las campanas guardaron silencio
sepulcral y únicamente se percibía el crujir devorador del fuego; al momento,
cabizbajo y sudoroso salía lentamente del interior de la ermita… ¡Chico Jerez!,
aquel joven que solía criticar la nefasta administración de la riqueza de
nuestro suelo de parte del peninsular usurpador…
Las “autoridades” españolas y sus
aliados criollos aprovechando la tribulación dictaron con soberbia su
sentencia:
―¡El sacristán! ¡Es el culpable, él
causó el incendio…!
No encontrando mejor ocasión,
descargaron la violencia contra el popular sacristán: se formó un tumulto, se
oyeron gritos, maldiciones y… ¡Escapó! Entró de nuevo a la capilla en cuyo
interior se escuchaban ruidos de derrumbes y el rugido del fuego. Y entonces el
incendio perdió fuerza hasta cesar por completo; dicen los pobladores que Chico
no murió, que la Emperatriz Elena (la Virgen, o más bien la imagen de la Virgen
a la que falta un dedito en una de sus manos) lo protege siempre.
―¿Escapó a la muerte? ¿La Virgen?
¿Que se llevó la imagen al volcán? ¡Creencias, la Virgen también se quemó…!
Algunos viejos creen en una venganza
“del que vive en el volcán de Usulután”, por lo que con sus familias y unas
pocas pertenencias emigraron más al oriente, para que el recuerdo de aquel
hombre no los atormentara y el majestuoso Chaparrastique los “protegiera”.
Cuentan que baja los viernes a la
medianoche, viste de negro y cansado, entra a la casa parroquial; el hombre
barbado llora desconsoladamente ante las ruinas de la ermita asegurando su
inocencia; otros con perspicacia afirman que prepara a un grupo de jóvenes para
invadir el pueblo y expulsar al gachupín injusto y chupasangre. ¡Él es el
Ermitaño! Vive en una cueva, se alimenta de raíces y frutas; por la acción del
tiempo y su vida montaraz, el pelo ha crecido en casi todo su cuerpo, y más en
la barba, dándole así un aspecto temible; se hace rodear de animales y muchos
aseguran que en noches de luna se sube a la colosal “piedra encadenada” en la
cima del volcán para meditar allí.
Aunque sus hermanos lo niegan, en
amistosas conversaciones suele colarse el comentario: “El Ermitaño es una realidad,
un santo hombre; morirá solo cuando muera el último de su familia: Manuel; ya
entonces el invasor habrá partido…”
En cierta oportunidad, en un ambiente
de sombras, tenso y silencioso, hombres al servicio de los “hacendados” lo
esperaban con crucifijos y machetes
agazapados tras los árboles de la oscura plaza. Por la puerta del
convento apareció el señor cura, al cerciorarse que la plaza estaba solitaria
regresó al interior; luego se proyectó otra silueta: era él. Lo siguieron hasta
la calle que conduce hacia El Nanzal:
―¿Quién sos? ¡Respondé! ¿Sos alma que
andás en pena?
El Ermitaño volvió la cara sin decir
palabra. Se abalanzaron contra él, quisieron maniatarlo pero… ¡Escapó! Al
instante un tropel sintióse en la distancia y un fuerte resplandor cubrió el
cráter del volcán iluminando la zona; el pánico hizo presa de los habitantes,
la lava cual río de sangre se deslizó por quebradas y riachuelos, y después,
calma, silencio aterrador… La gente reunida en la plaza aquella medianoche,
escuchó de nuevo repicar las campanas en un clamor por justicia… ¡solas!
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