viernes, 6 de febrero de 2015

El Ermitaño


                (Cuento)
                René Ovidio González

           Habían pasado algunas décadas desde la fundación de Santa Elena, y esta, otrora hacienda, era ya un pequeño poblado. Situado en la inmensa planicie costera, al sureste de la cadena montañosa que escolta al volcán de Usulután en el punto geográfico donde el español Luis de Moscoso detuvo sus huestes conquistadoras, el pueblo tenía calles cortas y angostas por las que transitaban carretas tiradas por bueyes o coches de caballos, medios usados en la época para el transporte de carga y de uso exclusivo de los patronos y hacendados dueños de la producción agrícola.
          Contaba el lugar con el tiangue que abarcaba desde la ceiba frondosa que se hallaba frente al cabildo hasta una cuadra arriba; entre los habitantes, el sacristán Francisco Jerez ocupaba un lugar prominente: hombre humilde y servicial que, en cuanto podía, ayudaba a la gente, sobre todo a los más necesitados…
       Una noche el pueblo se despertó sobresaltado: las campanas de la ermita elevaban sus clamores al viento, presagio de desgracia; esta había tomado fuego en su parte posterior.
            
            ―¡Fuego…, fuego! ¡Se quema el pueblo…, levántense…!
          
         En medio del pánico y el terrible resplandor cerca de las gigantescas lenguas de fuego, las campanas seguían su canto angustioso; el incendio amenazaba destruir el reducido número de casas del lugar, el barrio La Parroquia fue consumido rápidamente. Era imposible detener la catástrofe. Minutos más tarde las campanas guardaron silencio sepulcral y únicamente se percibía el crujir devorador del fuego; al momento, cabizbajo y sudoroso salía lentamente del interior de la ermita… ¡Chico Jerez!, aquel joven que solía criticar la nefasta administración de la riqueza de nuestro suelo de parte del peninsular usurpador…
          Las “autoridades” españolas y sus aliados criollos aprovechando la tribulación dictaron con soberbia su sentencia:
          
            ―¡El sacristán! ¡Es el culpable, él causó el incendio…!
          
       No encontrando mejor ocasión, descargaron la violencia contra el popular sacristán: se formó un tumulto, se oyeron gritos, maldiciones y… ¡Escapó! Entró de nuevo a la capilla en cuyo interior se escuchaban ruidos de derrumbes y el rugido del fuego. Y entonces el incendio perdió fuerza hasta cesar por completo; dicen los pobladores que Chico no murió, que la Emperatriz Elena (la Virgen, o más bien la imagen de la Virgen a la que falta un dedito en una de sus manos) lo protege siempre.
          
           ―¿Escapó a la muerte? ¿La Virgen? ¿Que se llevó la imagen al volcán? ¡Creencias, la Virgen también se quemó…!
          
           Algunos viejos creen en una venganza “del que vive en el volcán de Usulután”, por lo que con sus familias y unas pocas pertenencias emigraron más al oriente, para que el recuerdo de aquel hombre no los atormentara y el majestuoso Chaparrastique los “protegiera”.
      Cuentan que baja los viernes a la medianoche, viste de negro y cansado, entra a la casa parroquial; el hombre barbado llora desconsoladamente ante las ruinas de la ermita asegurando su inocencia; otros con perspicacia afirman que prepara a un grupo de jóvenes para invadir el pueblo y expulsar al gachupín injusto y chupasangre. ¡Él es el Ermitaño! Vive en una cueva, se alimenta de raíces y frutas; por la acción del tiempo y su vida montaraz, el pelo ha crecido en casi todo su cuerpo, y más en la barba, dándole así un aspecto temible; se hace rodear de animales y muchos aseguran que en noches de luna se sube a la colosal “piedra encadenada” en la cima del volcán para meditar allí.
          Aunque sus hermanos lo niegan, en amistosas conversaciones suele colarse el comentario: “El Ermitaño es una realidad, un santo hombre; morirá solo cuando muera el último de su familia: Manuel; ya entonces el invasor habrá partido…”
          En cierta oportunidad, en un ambiente de sombras, tenso y silencioso, hombres al servicio de los “hacendados” lo esperaban con crucifijos y machetes  agazapados tras los árboles de la oscura plaza. Por la puerta del convento apareció el señor cura, al cerciorarse que la plaza estaba solitaria regresó al interior; luego se proyectó otra silueta: era él. Lo siguieron hasta la calle que conduce hacia El Nanzal:
          
            ―¿Quién sos? ¡Respondé! ¿Sos alma que andás en pena?
          
         El Ermitaño volvió la cara sin decir palabra. Se abalanzaron contra él, quisieron maniatarlo pero… ¡Escapó! Al instante un tropel sintióse en la distancia y un fuerte resplandor cubrió el cráter del volcán iluminando la zona; el pánico hizo presa de los habitantes, la lava cual río de sangre se deslizó por quebradas y riachuelos, y después, calma, silencio aterrador… La gente reunida en la plaza aquella medianoche, escuchó de nuevo repicar las campanas en un clamor por justicia… ¡solas!

         
        

No hay comentarios:

Publicar un comentario